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miércoles, 27 de agosto de 2014

EL AVE MARÍA


Ave María
Padre Tomás Rodríguez Carbajo


“Ave” fue la primera palabra dirigida por Gabriel a María e indudablemente es la primera que también dirige un cristiano a su Madre María.

Este pregón del cielo ha tenido resonancia a través de toda la historia.

Es el principio de un saludo muy español, que se repetía en momentos y lugares muy distintos, se empleaba por el pobre al pedir limosna por las puertas, por el penitente al comenzar su confesión, por el forastero, vecino o conocido que pedía permiso para entrar en algún recinto.

Como pie de una imagen o como letrero recordatorio, ocupa un puesto en descansos de escaleras, en entradas o salidas de muchas casas.

La profecía que María se dijo de sí misma la vemos cumplida al ser en todas lenguas así saludada. Una muestra de esta realidad lo vemos en Rafat, cerca de Nazaret, en donde está esculpida en piedra en 150 lenguas.

Ha calado tan hondo en el alma del cristiano que ha querido inmortalizarla el arte en sus distintas ramas, en pintura, escultura y música.

¡Qué pegadiza es al oído el Ave de Lourdes y el de Fátima¡ en qué procesión mariana no se repite este saludo a María!

Un poeta del s. XV, Hernán Pérez de Guzmán, nos recomienda que asiduamente la tengamos en nuestros labios:

“De tu boca aquella prosa

que repite Ave María

no se aparte noche y día”.

     Oteando horizontes como desde la campana que hay sobre el edificio del Ayuntamiento de Cádiz, en cuyo interior hay esta inscripción “Ave María, gracia plena”, o subiendo del profundo del corazón del hombre, esta salutación gozosa es una oración, al mismo tiempo que una profesión de fe y de amor.

     Esta jaculatoria puede estar a flor de labios al encontrarnos con una imagen de la Señora. Qué pronto se dice y cuanto bien nos hace el repetir: “Ave María”.

AUTÉNTICA MUJER


Autentica mujer 
Mater Unitatis


Este título puede sonar irreverente, quizás porque parece demasiado pobre para atribuírselo a la Reina de los ángeles y los santos, o incluso porque algunos pueden hacer menos a aquellos que desempeñan un trabajo manual. 

Sin embargo, María misma eligió este título. En el Evangelio de Lucas ella se define en dos ocasiones como una sirva. En la primera, ella le respondió al ángel: “He aquí, la sierva del Señor” (Lc. 1, 38). En la segunda vez, ella afirma en el Magnificat que Dios “ha mirado la humildad de si sierva” (Lc. 1, 48). 

María es, por ello, una mujer de servicio, en toda la extensión del título. Ella porta este título por derecho d4e nacimiento y parece retenerlo celosamente como un antigua heráldica. ¿No estaba ella, sino como José que era un descendiente directo de David, al menos relacionada con la “casa de David ,su siervo? 

Como a través de una imagen vista en un espejo, este título le ayuda a reconocer los inequívocos rasgos similares en al anciano Simeón que le llevan a colocar al niño Jesús en los brazos de ese “siervo” que pudo por fin ir en paz. Durante el banquete de Caná, este título le autoriza a dirigirse a los “sirvientes” con esas palabras que, a la vez que ordenan, nos invitan a todos a hacer lo mismo: “Haced lo que Él os diga”. 

Este título convertiría a la Santísima Virgen en la protectora que aquellos que, a través de diferentes papeles –desde tutor hasta niñera, desde enfermera hasta trabajadora doméstica- proporcionan servicio en las casas. Aunque María misma se aplicó este título, ¡no aparece en la letanía de Loreto! Quizás, porque aun dentro de la Iglesia, la idea de servicio evoca imágenes de sujeción, una caída en el rango, incompatible con el prestigio de la posición de la Madre de Dios. Esto eleva la sospecha de que no tomamos el ejemplo de María con suficiente seriedad. 

Santa María, sierva del Señor, te diste a Dios en cuerpo y alma, y entraste en su casa como un colaborador familiar en su obra de salvación. Tú eres en verdad una sierva, a quien la gracia introdujo en la intimidad de la Trinidad y la ha convertido en un cofre de confidencias divinas. Tú eres una sierva del Reino y con gusto das ese servicio, sabiendo que ello no reduce tu libertad, sino que te hace participar en el linaje de Dios. Te pedimos que nos admitas en la escuela de ese ministerio permanente, en el que tú enseñas de manera incomparable. 

En contraste contigo, tenemos dificultades para depender de Dios. Batallamos para entender que sólo el abandono incondicional a su soberanía nos puede hacer ver el valor de todo tipo de servicio humano. Confiar en las manos de Dios nos parece un juego de la fortuna. En vez de ver la sumisión a Él en el contexto de una alianza bilateral, lo sentimos como una especie de esclavitud. Somos en verdad celosos de nuestra autonomía, de manera que incluso la solemne afirmación “servir a Dios es reinar”, no nos convence. 

Santa María, sierva del Señor, además de escucharla y guardarla, aceptaste la Palabra encarnada en Cristo. Ayúdanos a colocar a Jesús en el centro de nuestras vidas, de tal forma que podamos escuchar sus sugerencias secretas. Haznos capaces de serle totalmente fieles. Danos la bienaventuranza de aquellos sirvientes a quien Él encontrará aún despiertos cuando regreso a mitad de la noche, y para quienes Él pondrá la mesa y servirá la comida. 
Haz que el Evangelio sea la norma inspiradora de todas nuestras elecciones diarias. Líbranos de la tentación de cortar esquinas a sus exigencias. Ayúdanos a obedecer con gusto. Por último, pon alas en nuestros pies para que podamos llevar a cabo el servicio misionero de proclamar la Palabra a los últimos rincones de la tierra. 

Santa María, sierva del mundo, inmediatamente después de declararte la sierva de Dios, te apresuraste a convertirte en la sierva de Isabel. Danos la urgencia que guió tus pasos. Ayúdanos a servir de manera desinteresada, y que la sombra del poder nunca prolongue nuestros ofrecimientos. 

Tú experimentaste las tribulaciones de los pobres, haz que pongamos nuestras vidas al servicio de otros, con actos escondidos, realizados en silencio. Que seamos conscientes de que el Reino se disfraza en los que sufren y en los oprimidos. Abre nuestros corazones a los sufrimientos de nuestros hermanos, para que podamos intuir sus necesidades; danos ojos llenos de ternura y esperanza, los ojos que tú tuviste aquel día en Caná de Galilea.

AQUEL ROSTRO DE MADRE


“Aquel rostro de Madre”
Don Luciano Alimandi

Cuando entremos en el Cielo y estemos en la presencia de Dios, contemplándolo “cara a cara”, veremos también el rostro de la Virgen y es hermoso imaginar que sucederá cuando nos encontremos con Aquella a la que desde la tierra hemos invocado tantas veces: “Dios te salve, María… El Señor está contigo… Madre de Dios, ruega por nosotros… ahora y en la hora de nuestra muerte”. ¿Qué sucederá en ese momento?

¿A quién veremos en su rostro, a quien reconoceremos en su mirada? ¿Quizás alguien extraño a nosotros, sólo en aquel momento conocido? O bien, ¿no reencontraremos precisamente en Ella tantos rostros y miradas marcados por la bondad materna, que nos han acompañado en la tierra? ¿No volveremos a ver resplandecer el rostro de nuestra madre terrena en el rostro de la Madre de todas las madres? Aquel rostro que nos ha sido más familiar, el primero que como neonatos hemos contemplado sorprendidos.

Que hermoso será entonces descubrir que el rostro de María nos ha estado siempre cercano, que nunca nos ha sido extraño; estaba tan cerca de nosotros que, aquel rostro suyo que contemplaremos en la gloria, tantas, tantísimas veces, lo hemos visto reflejado aquí abajo, sin saberlo, en los maravillosos rostros maternos que la providencia, como en un divino bordado, ha ordenado armoniosamente en nuestro camino.

Todos estos rostros de “madre”, de “hermana”, de “amiga” tenían una luz particular en sus ojos que, pequeños o grandes, resplandecían ante nosotros, como infundiéndonos valor en la hora de la prueba, dándonos esperanza y alivio en el sufrimiento, levantándonos por encima de nuestros egoísmos con su ejemplo generoso y desinteresado.

Aquellos ojos han quedado impresos en nosotros, así como queda agradablemente impreso un dulce recuerdo, una palabra conmovedora, un gesto cargado de bondad… aunque estábamos distraídos por las mil cosas de la vida y no nos dábamos cuenta, en realidad todo nos hablaba misteriosamente de Ella, del misterio de su maternidad universal, que llega a todo creyente que se abre al Hijo suyo Jesús y encuentra, por ello, también a Ella, la Madre de todas las madres.

En el Cielo, cuando entremos un día, contemplaremos también los innumerables otros rostros beatos que están en compañía de Dios y veremos que están marcados por la misma bondad, por el mismo único Amor que procede de Dios Trinidad y se difunde sobre cada uno a través del Verbo Encarnado y Glorificado.

Jesús es la fuente de nuestras gracias y de nuestra bienaventuranza celeste y su Madre, como Reina, está cerca de Él para introducirnos en tal misterio y continuar acompañándonos, también allá arriba, al descubrimiento y alabanza perenne de la infinita misericordia divina.

Qué misterio de gloria será contemplar su maternidad espiritual, que nace de su maternidad divina: Madre del Verbo encarnado y por eso Madre de los redimidos. Una maternidad espiritual que, por el inescrutable designio de Dios, es tan eficaz desde los primeros instantes de nuestra vida, que vela sobre nosotros en todo momento y se esconde tras el corazón de toda persona marcada por tal bondad mariana, particular manifestación de la bondad materna de Dios. Así aquella primera palabra que aprendimos a decir aquí, “mamá”, en el Cielo la repetiremos, en la más plena verdad, mirando el rostro de María. 

(Agencia Fides 28/6/2006 Líneas: 42 Palabras: 564)

EL AGUA QUE QUERÍA SER FUEGO


El agua que quería ser fuego.

“Ya estoy cansada de ser fría y de correr río abajo. Dicen que soy necesaria. Pero yo preferiría ser hermosa. Y encender entusiasmos. Y hacer arder el corazón de los enamorados y ser roja y cálida. Dicen que yo purifico lo que toco, pero más fuerza purificadora tiene el fuego. Quisiera ser fuego y llama.” 

Así pensaba en septiembre el agua de un río de montaña. 
Y, como quería ser fuego, decidió escribir una carta a Dios y pedir que cambiara su identidad. 

“Querido Dios: Tú me hiciste agua. Pero quiero decirte con todo respeto que me he cansado de ser transparente. 
Prefiero el color rojo para mí. Desearía ser fuego. ¿Puede ser? 
Tú mismo, Señor, te identificaste con la zarza ardiente y dijiste que habías venido a poner fuego en la tierra. No recuerdo que te compararas con el agua. 
Por eso, creo que comprenderás mi deseo. No es un simple capricho. Yo necesito este cambio para mi realización personal...” 

El agua salía todas las mañanas a su orilla para ver si llegaba la respuesta de Dios. 
Una tarde pasó una lancha muy blanca y dejó caer al agua un sobre muy rojo. El agua lo abrió y lo leyó: 

“Querida hija: me apresuro a contestar tu carta. Parece que te has cansado de ser agua, yo lo siento mucho porque no eres un agua cualquiera. Tu abuela fue la que me bautizó en el Jordán, y yo te tenía destinada a caer sobre la cabeza de muchos niños. Tu preparas el camino del fuego. Mi espíritu no baja a nadie que no haya sido lavado por ti. El agua siempre es primero que el fuego.” 

Mientras el agua estaba embebida leyendo la carta, Dios bajó a su lado y la contempló en silencio. El agua se miró a sí misma y vio el rostro de Dios reflejado en ella. 

Y Dios seguía sonriendo, esperando una respuesta. 

Ella comprendió que el privilegio de reflejar el rostro de Dios, solo lo tiene el agua limpia... 

Suspiró y dijo: “Sí Señor, seguiré siendo agua, seguiré siendo tu espejo. Gracias.