Autor: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net María, una espada te atravesará el corazón | |||
Lucas 2, 33-35. Nuestra Señora de los Dolores. Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor. | |||
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lunes, 15 de septiembre de 2014
MARÍA, UNA ESPADA ATRAVESARÁ EL CORAZÓN
MARÍA, LA VIRGEN DOLOROSA
Autor: P. Marcelino de Andrés | Fuente: Catholic.net
María, la Virgen dolorosa
Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!
María, la Virgen dolorosa
El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.
El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.
Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.
El dolor ante las palabras de Simeón.
El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”.
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.
Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.
Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.
Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.
El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.
María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.
A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?
Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.
También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.
El dolor de haber perdido al Niño.
¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...
Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!
¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.
No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!
Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...
Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.
Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...
A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.
Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.
El dolor de la separación y la primera soledad.
Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.
¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...”
Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...
María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.
La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...
María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.
Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.
El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.
La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?
¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.
Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.
Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.
María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.
El dolor de la muerte de su Hijo.
Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...
Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.
¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:
“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).
Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!
Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.
Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.
Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.
¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.
El dolor de una nueva soledad.
¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.
Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”
Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.
Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.
VIAJE AL PURGATORIO
Autor: Máximo Álvarez Rodríguez | Fuente: Catholic.net
Viaje al Purgatorio
Si, como decía la canción para entrar en el cielo no es preciso morir, para saber lo que es el Purgatorio tampoco
Viaje al Purgatorio
Seguramente muchos se preguntarán a ver qué es eso del Purgatorio, y tal vez lleguen a pensar que es un invento de los curas o una creencia de la gente de antes, pasada de moda. Digamos, antes de nada, que la existencia del Purgatorio es un dogma de fe y que en la práctica el pueblo cristiano siempre ha demostrado creer en él. No se explicaría de otra manera la asidua costumbre rezar por los muertos.
En muchas de nuestras iglesias aparecen cuadros o relieves que intentan de alguna manera reflejar el tormento de las almas del Purgatorio, envueltas en llamas, suspirando por llegar a Dios, pero con una gran diferencia de las representaciones del infierno. En todo caso, es normal que nos preguntemos por qué ha de existir un purgatorio.
Todos somos conscientes de que en esta vida hay personas muy buenas que se sacrifican por los demás, que son todo un ejemplo de generosidad, paciencia, fe... y que tampoco faltan quienes se dedican a abusar de los demás, a explotarlos, gente egoísta, soberbia, cruel... Algo nos dice que tiene que hacerse justicia en el momento de la muerte, de modo que no sea indiferente ser bueno o malo. Todas las religiones hablan de premio o castigo. Es verdad que los cristianos creemos en la misericordia de Dios y por ello, aunque exista la posibilidad de la condenación eterna, nos parece acorde con el amor de Dios que exista un castigo merecido de carácter temporal. Eso es el Purgatorio, una especie de tormento purificador que no es eterno.
Las representaciones artísticas del Purgatorio y del Infierno difieren enormemente: mientras en el infierno sólo se ven rostros de desesperación y diablos y bichos raros, en las que hacen referencia al Purgatorio está también representado Dios, la Virgen María y el Cielo; aparecen rostros doloridos, pero no desesperados. Y nada de diablos. Ya sabemos que éstas imágenes, más bien propias de otras épocas, son sencillamente maneras de ayudarnos a entender una realidad mucho más profunda. No hace falta ningún lugar para sufrir, sino que es suficiente el tormento del alma.
Aunque haya personas, entre las que se incluyen santos canonizados, que dicen haber entrado en contacto con las almas del Purgatorio, no es esa nuestra experiencia. Pero sí que podemos partir de algunas experiencias de esta vida para intentar comprender un poco esta posibilidad de tener que sufrir después de la muerte. Si hay alguno que no cree en estas cosas le diremos que allá él, pero que sepa que algún día, tal vez no muy lejano, podrá enterarse por sí mismo.
Veamos. El ser humano es fundamentalmente el mismo antes y después de la muerte. Se supone que muchas de las experiencias de esta vida han de tener bastante parecido con la vida futura. Aquí y allí el hombre busca la felicidad, aquí y allí puede sufrir, aquí y allí necesita amar y ser amado. Vistas así las cosas se entiende aquello de que el fuego del Infierno y el fuego del Purgatorio sea el mismo que el fuego del Cielo.
Empecemos por el fuego del Cielo. Es el fuego del amor. Si una persona está profundamente enamorada se dice que su corazón arde en deseos de encontrarse con la persona amada, y no puede encontrar mayor felicidad que en sentirse unido a esa persona. Así y no de otra manera es el amor de Dios. "La alegría que encuentra el esposo con su esposa la encontrará tu Dios contigo", nos dice Isaías.
Ahora bien, supongamos que una persona muy enamorada le hace a su amante una faena tan grande que pierde para siempre su amor, al tiempo que sigue enamorada. Eso sería el infierno: descubrir toda la belleza del amor de Dios y perderlo para siempre. Es la situación desesperada de quien experimenta un terrible remordimiento sin posibilidad de vuelta atrás, tanto más amargo cuanto mayor es el amor que siente. Ojalá nadie tenga que vivir esta situación y que el infierno no pase de ser una posibilidad nunca hecha realidad.
Pero supongamos que un marido muy enamorado ofende a su esposa, o viceversa, de tal manera que la persona ofendida no decide cortar definitivamente, pero sí durante una temporada. De momento le deja. Seguro que quien se ha portado mal siente un enorme remordimiento pesar, y que se le hacen largos los días esperando volver a encontrarse con su amor.
En los tres casos, cielo, infierno y purgatorio, se trata de haber descubierto el fuego del amor de Dios, disfrutando de él, perdiéndolo para siempre o sufriendo mientras se espera algún día gozar de él.
Si en esta vida todo el mundo trata de evitar la cárcel, aunque sea por un breve período de tiempo, también merece la pena evitar la cárcel del Purgatorio. Sin embargo con frecuencia vivimos de forma bastante irresponsable. No se trata de negar la misericordia de Dios, sino de su incompatibilidad con el pecado. Si un amigo nos invita a una boda no se nos ocurre ir sucios y mal olientes, por mucha confianza que tengamos con él. No hace falta que nadie nos lo recuerde. Cuando, tras la muerte, seamos conscientes de la belleza de Dios y la fealdad de nuestro pecado, nosotros mismos comprenderemos la necesidad de purificarnos.
Si, como decía la canción "para entrar en el cielo no es preciso morir", para saber lo que es el Purgatorio tampoco. ¡Cuántas veces se pasa por él en esta misma vida! Por eso en los momentos de sufrimiento deberíamos tener en cuenta aquello de que no hay mal que por bien no venga. Aceptemos el dolor del cuerpo y del alma como una purificación de nuestros pecados.
NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES, 15 DE SEPTIEMBRE
Autor: Tere Fernández | Fuente: catholic.net
Nuestra Señora de los Dolores
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares, 15 de septiembre
Nuestra Señora de los Dolores
Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte.
Los Evangelios muestran a la Virgen Santísima presente, con inmenso amor y dolor de Madre, junto a la cruz en el momento de la muerte redentora de su Hijo, uniéndose a sus padecimientos y mereciendo por ello el título de Corredentora.
La representación pictórica e iconográfica de la Virgen Dolorosa mueve el corazón de los creyentes a justipreciar el valor de la redención y a descubrir mejor la malicia del pecado.
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares.
Un poco de historia
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. La fiesta de nuestra Señora de los Dolores se celebra el 15 de septiembre y recordamos en ella los sufrimientos por los que pasó María a lo largo de su vida, por haber aceptado ser la Madre del Salvador.
Este día se acompaña a María en su experiencia de un muy profundo dolor, el dolor de una madre que ve a su amado Hijo incomprendido, acusado, abandonado por los temerosos apóstoles, flagelado por los soldados romanos, coronado con espinas, escupido, abofeteado, caminando descalzo debajo de un madero astilloso y muy pesado hacia el monte Calvario, donde finalmente presenció la agonía de su muerte en una cruz, clavado de pies y manos.
María saca su fortaleza de la oración y de la confianza en que la Voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, aunque nosotros no la comprendamos.
Es Ella quien, con su compañía, su fortaleza y su fe, nos da fuerza en los momentos de dolor, en los sufrimientos diarios. Pidámosle la gracia de sufrir unidos a Jesucristo, en nuestro corazón, para así unir los sacrificios de nuestra vida a los de Ella y comprender que, en el dolor, somos más parecidos a Cristo y somos capaces de amarlo con mayor intensidad.
¿Que nos enseña la Virgen de los Dolores?
La imagen de la Virgen Dolorosa nos enseña a tener fortaleza ante los sufrimientos de la vida. Encontremos en Ella una compañía y una fuerza para dar sentido a los propios sufri-mientos.
Cuida tu fe:
Algunos te dirán que Dios no es bueno porque permite el dolor y el sufrimiento en las personas. El sufrimiento humano es parte de la naturaleza del hombre, es algo inevitable en la vida, y Jesús nos ha enseñado, con su propio sufrimiento, que el dolor tiene valor de salvación. Lo importante es el sentido que nosotros le demos.
Debemos ser fuertes ante el dolor y ofrecerlo a Dios por la salvación de las almas. De este modo podremos convertir el sufrimiento en sacrificio (sacrum-facere = hacer algo sagrado). Esto nos ayudará a amar más a Dios y, además, llevaremos a muchas almas al Cielo, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo.
Oración:
María, tú que has pasado por un dolor tan grande y un sufrimiento tan profundo, ayúdanos a seguir tu ejemplo ante las dificultades de nuestra propia vida.