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lunes, 19 de septiembre de 2016

ORACIÓN A LA VIRGEN MARÍA ROSA MÍSTICA


Oración a la Virgen María Rosa Mística

Madre mía: Desde que amanece el día, bendíceme; 
en lo rudo del trabajo, ayúdame; 
si vacilo en mis buenas decisiones, fortaléceme; 
en las tentaciones y peligros, defiéndeme; 
si desfallezco, sálvame y al cielo llévame.
Amén.

QUÉ ES SER SANTOS?


Ser santos


¿Qué significa ser santos?
Significa estar unidos, en Cristo, a Dios, perfecto y santo.
“Sean por tanto perfectos como es perfecto su Padre celestial” (Mt 5, 48), nos ordena Jesucristo, Hijo de Dios. “Sí, lo que Dios quiere es su santificación.” (1 Ts 4, 3).

¿Por qué Dios quiere nuestra santidad?
Porque Dios nos ha creado “a su imagen y semejanza” (Gn 1, 26), y de ahí que Él mismo nos diga: “Sed santos, porque yo soy santo” (Lv11, 44).
La santidad de Dios es el principio, la fuente de toda santidad. Y, aún más, en el Bautismo, Él nos hace partícipes de su naturaleza divina, adoptándonos como hijos suyos. Y por tanto quiere que sus hijos sean santos como Él es santo.

¿Estamos todos llamados a la santidad?
Todo ser humano está llamado a la santidad, que “es plenitud de la vida cristiana y perfección de la caridad, y se realiza en la unión íntima con Cristo y, en Él, con la Santísima Trinidad. El camino de santificación del cristiano, que pasa por la cruz, tendrá su cumplimiento en la resurrección final de los justos, cuando Dios sea todo en todos” (Compendio, n. 428).

¿Cómo es posible llegar a ser santos?
- El cristiano ya es santo, en virtud del Bautismo: la santidad está inseparablemente ligada a la dignidad bautismal de cada cristiano. En el agua del Bautismo de hecho hemos sido “lavados [...], santificados [...], justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios” (1 Cor 6, 11); hemos sido hechos verdaderamente hijos de Dios y copartícipes de la naturaleza divina, y por eso realmente santos.

- Y porque somos santos sacramentalmente (ontológicamente - en el plano de nuestro ser cristianos), es necesario que lleguemos a ser santos también moralmente, es decir en nuestro pensar, hablar y actuar de cada día, en cada momento de nuestra vida. Nos invita el Apóstol Pablo a vivir “como conviene a los santos” (Ef 5, 3), a revestirnos “como conviene a los elegidos de Dios, santos y predilectos, de sentimientos de misericordia, de bondad, de humildad, de dulzura y de paciencia” (Col 3, 12).
Debemos con la ayuda de Dios, mantener, manifestar y perfeccionar con nuestra vida la santidad que hemos recibido en el Bautismo: Llega a ser lo que eres, he aquí el compromiso de cada uno.

- Este compromiso se puede realizar, imitando a Jesucristo: camino, verdad y vida; modelo, autor y perfeccionador de toda santidad. Él es el camino de la santidad. Estamos por tanto llamados a seguir su ejemplo y a ser conformes a Su imagen, en todo obedientes, como Él, a la voluntad del Padre; a tener los mismos sentimientos que tuvo Cristo Jesús, el cual “se despojó de su rango, tomando la condición de siervo (…) haciéndose obediente hasta la muerte” (Fil 2, 7-8), y por nosotros “de rico que era se hizo pobre” (2 Cor 8, 9).

- La imitación de Cristo, y por lo tanto el llegar a ser santos, se hace posible por la presencia en nosotros del Espíritu Santo, quien es el alma de la multiforme santidad de la Iglesia y de cada cristiano. Es de hecho el Espíritu Santo quien nos mueve interiormente a amar a Dios con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todas las fuerzas (cfr. Mc 12, 30), y a amarnos los unos a los otros como Cristo nos ha amado (cfr. Jn 13, 34).

¿Cuáles son los medios para nuestra santificación?
El primer medio y el más necesario es el Amor, que Dios ha infundido en nuestros corazones por medio del Espíritu Santo, que nos ha sido dado (cfr. Rm 5, 5) y con el cual amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimos por amor de Él. Pero para que el amor, “como una buena semilla y fructifique, debe cada uno de los fieles oír de buena gana la Palabra de Dios y cumplir con las obras de su voluntad, con la ayuda de su gracia, participar frecuentemente en los sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en otras funciones sagradas, y aplicarse de una manera constante a la oración, a la abnegación de sí mismo, a un fraterno y solícito servicio de los demás y al ejercicio de todas las virtudes. Porque la caridad, como vínculo de la perfección y plenitud de la ley (cf. Col 3,14), gobierna todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin” (Lumen Gentium, 42).
Cada fiel es ayudado en su camino de santidad por la gracia sacramental, donada por Cristo y propia de cada Sacramento.

¿Existen diversas maneras y formas de santidad?
Ciertamente. Cada uno puede y debe llegar a ser santo según los propios dones y oficios, en las condiciones, en los deberes o circunstancias que son los de su propia vida.
Las vías de la santidad son por tanto múltiples, y adaptadas a la vocación de cada uno. Muchos cristianos, y entre ellos muchos laicos, se han santificado en las condiciones más ordinarias de la vida.

¿Por qué la Iglesia proclama santos a algunos de sus hijos?
“Al canonizar a ciertos fieles, es decir, al proclamar solemnemente que esos fieles han practicado heroicamente las virtudes y han vivido en la fidelidad a la gracia de Dios, la Iglesia reconoce el poder del Espíritu de santidad, que está en ella, y sostiene la esperanza de los fieles proponiendo a los santos como modelos e intercesores” (CEC, n. 828).

La Iglesia, desde sus inicios, ha siempre creído que los Apóstoles y los Mártires estén estrechamente unidos a nosotros en Cristo, los ha celebrado con particular veneración junto con la santísima Virgen María y los santos Ángeles, y ha implorado piadosamente la ayuda de su intercesión. Y a lo largo de los siglos, ha siempre ofrecido para la imitación de los fieles, a la veneración y a la invocación, a algunos hombres y mujeres, insignes por el esplendor de la caridad y de todas las otras virtudes evangélicas.


* Por: Mons. Rafaello Martinelli | Fuente: Catholic.net

CON LOS OJOS FRESCOS DE UN NIÑO


Con los ojos frescos de un niño
Quizá haga falta, como dijo Jesús, hacernos otra vez como los niños...


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net 




Los niños saben descubrir cosas que los mayores quizá ya no vemos. La abeja que gira y gira para conseguir un poco más de miel entre las margaritas y los tréboles de un jardín. El chapulín que se limpia las patas de atrás antes de volver a iniciar su "concierto". El pichón que canta, monótonamente, en lo alto de un poste de luz. El remolino de polvo y basura que avanza hacia un poblado y que seguramente dejará sucia toda la ropa que se encontraba tendida después de un día de limpieza general...

¿Por qué son curiosos los niños? Quizá tendríamos que hacer otra pregunta: ¿por qué a veces dejamos de ser curiosos los mayores? Los años de escuela, la preparación profesional, el matrimonio, el trabajo, ¿nos copan tanto que ya no tenemos tiempo para mirar las estrellas, para escuchar a los grillos, para observar los colores de las alas de una mariposa, para seguir con la mirada los vuelos caprichosos de una golondrina?

Una hormiga arrastra una pesada rama. Un niño observa. El viento juega con la rama. La hormiga, una y otra vez, "vuela" lejos del hormiguero, su meta soñada, mientras el niño se entusiasma ante la energía y la testarudez de un insecto tan pequeño y laborioso.

El sol se esconde, tras las montañas, todas las tardes. El viento acaricia las espigas. Las moscas buscan con inquietud un poco más de comida. Un corderillo de pocos días llama con sus balidos a su madre, que come despreocupada unos metros más adelante... Una serpiente toma el sol junto al camino, y una golondrina planea, gira y gira, mientras los zancudos llenan poco a poco su sistema digestivo.

Millones de realidades brillan a nuestro alrededor. Son como llamadas, diminutas o grandes, que nos quieren elevar a mundos desconocidos. No hemos nacido para apretar tuercas, ni para encimar ladrillos, ni para archivar papeles o deshacer y rehacer programas de computadoras. Un soplo misterioso, eterno, nos lleva y nos impulsa hacia cosas grandes, y nos invita a descubrir el mundo de un modo nuevo.

Si son hermosas las amapolas, las luciérnagas, los cangrejos y los petirrojos, tienen una luz especial los ojos de los que viven a nuestro lado. El niño que nos mira a través del cristal del coche para pedirnos un poco de dinero. La señora que compra, rodeada de cuatro hijos pequeños que giran continuamente, un poco de comida para la semana. El anciano que se sienta fuera de su casa todas las tardes para tomar los rayos del sol que agoniza. El policía que mantiene un poco de orden en la esquina cerca de mi casa. Y el médico que nunca tiene prisa, pues sabe que cuando llegue a su destino el paciente ya estará empezando a mejorar o ya no habrá nada que hacer...

El cariño del esposo o de la esposa, el beso de los hijos antes de dormirse, la emoción de la carta que nos llega del ausente, la alegría ante las notas de quien estudia una carrera difícil. Miles de detalles escriben nuestras vidas, y el cariño de los demás nos importa mucho más que todos los arcoiris que puedan dar un tinte sugestivo a las tardes tropicales.

Detrás de todo, con un respeto y un silencio que nos aturden, Dios. En medio de las espigas, entre las plumas de los halcones, en lo misterioso del mar y en lo grande del cielo, en la frente que suda en medio de los campos o en una calle de una ciudad enloquecida: una presencia enorme y sencilla nos conforta y nos permite descubrir que la vida es hermosa, que vale la pena sufrir, que el amor es lo más grande.

Un niño mira por la ventana. Las gotas de lluvia rompen contra la terraza y forman cientos de burbujas que nacen y que mueren, mientras las calles se transforman en arroyos y la gente corre veloz entre los portales. Detrás, delante, arriba y abajo, se esconde el Amor que nos sostiene a todos. No todos lo descubren. Quizá haga falta, como dijo Jesús, el Nazareno, hacernos otra vez como los niños...

LOS CINCO MINUTOS DE DIOS, 19 DE SEPTIEMBRE


LOS CINCO MINUTOS DE DIOS
Setiembre 19


El que dice es muy inferior al que hace. Mejor es hacer que decir.
Has dicho muchas veces que te ibas a corregir de tus defectos. Que no serías tan impetuoso, tan violento, tan irreflexivo, tan..., lo has dicho muchas veces y te lo has dicho a ti mismo.

¿No habrá llegado el tiempo de hacer más que de decir? Todas las palabras no pesan como una sola obra.

Cuando has hablado a los otros, les has dicho cómo deben ser consigo mismo, con sus familiares, con todos los demás... ¿No será tiempo de que no hables tanto y hagas tú lo que les dices que deberían hacer ellos?

Indudablemente la promesa tiene su valor; al menos denota una buena voluntad que siempre debemos suponer sincera. Pero si la promesa es buena, mucho mejor es la realización.

“Todo el que escucha mis palabras y no las practica, puede compararse a un hombre insensato, que edificó su casa sobre la arena” (Mt 7,26). No basta escuchar la palabra del Señor: es preciso practicarla, por eso María fue proclamada feliz, no tanto por haber escuchado cuanto por haber practicado la palabra del Señor
 (Lc 11, 28).


* P. Alfonso Milagro