La dulce mirada de María
La historia de Santa María junto a San Celso, el santuario más popular de Milán. Ya desde finales del siglo IV este área fue meta de peregrinaciones, porque se habían hallado los cuerpos de los mártires Nazario y Celso. Y en 1485, frente a centenares de testigos, la antigua imagen de la Virgen con el Niño, que mandara pintar san Ambrosio, se movió milagrosamente.
por Giuseppe Frangi
Es una historia muy sencilla y muy antigua la de Santa María junto a San Celso, el santuario más popular de Milán. El comienzo de esta historia se remonta al año 395.
Como refiere Paulino de Milán, biógrafo de san Ambrosio, ese año, «en un cementerio fuera de la ciudad» en una localidad llamado de los “tres Moros”, en dirección sur, fue hallado el cuerpo intacto del mártir Nazario. «Su sangre aún tan fresca como si hubiera sido versada ese mismo día», escribe Paulino, que dice que fue testigo ocular. Y añade: «Su cabeza, que los impíos habían cortado, tan íntegra e incorrupta con su cabello y barba, que parecía lavada y arreglada en el momento mismo en que era exhumada».
Los impíos a los que se refiere el biógrafo son los verdugos de Nerón: Nazario, según la tradición, fue El fresco de la Virgen de san Ambrosio y del Milagro bautizado por el papa Lino y murió durante las persecuciones neronianas. La crónica de Paulino sigue
refiriendo que el obispo Ambrosio hizo llevar el cuerpo, «compuesto sobre una litera», a la basílica recién construida en la vía que iba hacia Roma y dedicada a los santos apóstoles (y que desde entonces fue llamada de los Santos Apóstoles y de Nazario). Luego el obispo quiso volver a los “tres Moros”, para «rezar» en el lugar donde, según la tradición, estaba enterrado otro mártir, Celso, el mártir niño, que había querido seguir a Nazario, dejando su Niza natal, y que murió, como él, durante las persecuciones neronianas.
Una “noticia” que pasó de testigo en testigo, como cuenta el biógrafo: «Los custodios de aquel lugar afirmaron que sus padres les habían dado disposición de que no abandonaran nunca esos lugares, porque conservaban grandes tesoros». Noticias dignas de crédito, subraya Paulino, visto que en aquel cementerio se halló poco después también el cuerpo de Celso. Esta vez Ambrosio
ordenó que no se cambiará de lugar. Hizo construir una capilla, una “cella memoriae”: mandó colocar debajo del altar la tumba del mártir (el sarcófago del siglo IV aún se conserva en el actual santuario).
Luego en un nicho situado detrás del altar mandó pintar una tierna imagen de la Virgen con el Niño protegida por una reja.
En el transcurso de los siglos, el área siguió desempeñando su función simple y tradicional de cementerio cristiano. La imagen que Ambrosio mandó pintar permaneció siempre en su sitio, protegida por una simple reja, al lado del sepulcro de san Celso.
Los peregrinos seguían rindiéndole homenaje. Y si
el tiempo atenuaba los colores y el contorno, siempre había alguien que los arreglaba y avivaba. En torno al año 996 el arzobispo de Milán, Landolfo de Carcano, decidió construir un edificio más amplio, para acoger a los peregrinos cada vez más numerosos. La “basilichetta”, como la definen los historiadores, fue confiada a los benedictinos, cuyo monasterio, construido a la derecha del edificio, se mantuvo en pie hasta los años treinta del siglo XX. Alrededor del monasterio creció el barrio “de San Celso”. En 1430 Filippo Maria Visconti, duque de Milán, ordenó construir, al lado de la antigua “basilichetta”, un edificio con más capacidad. En la nueva iglesia cabían hasta trescientas personas, como refieren con precisión
muy milanesa los historiadores de la época. Y precisamente eran trescientas las personas que estaban presentes aquel 30 de diciembre de 1485, cuando ocurrió el hecho que marcó la historia de este lugar.
Celebraba la misa, en la iglesia abarrotada, el padre Pietro Porro. Era un viernes, hacia las 11. De pronto, la figura, aunque casi difuminada, de la Virgen comenzó a moverse: primero levantando el velo que, tras la reja, la protegía; luego, abriendo los brazos, y por último, uniendo las manos. También el Niño pareció insinuar una bendición a los fieles. «Según los presentes, hubo una explosión de conmovedor entusiasmo», escribe el más documentado historiador del santuario, Ferdinando Reggiori, «que continuó y duró días enteros; acorrían los suplicantes, invocaciones de desgraciados y enfermos, gracias y curaciones: la ciudad entera estaba turbada». Los testimonios, que en pocos meses llevaron a la
aprobación eclesiástica (que se dio el 1 de abril del año siguiente), se conservan aún en el archivo del santuario. Verdaderas actas “registradas” una a una, con meticulosa precisión, testimonios de fieles de todas las condiciones y de todos los orígenes, todos ellos presentes durante el “milagro”. Este es uno de los muchos: «El año 1486, la tarde del sábado 7 de enero […] se presentó Giovanni Battista Stramitis, de Ambrogio, carpintero. residente en puerta Ticinesa, de la parroquia de San Giorgio al Palazzo que,
invitado a decir la verdad…». El simple carpintero contó lo que había visto una semana antes. Sigue diciendo el acta: «Durante la última oración después de la comunión vio […] el rostro de la Virgen que se movía y parecía vivo, como el de una mujer que se asoma a la reja. En el mismo momento se oyó gritar “¡misericordia!” en medio del llanto de los presentes. Y el velo que estaba delante de la reja se movió hacia arriba y luego cayó y se vio a la Virgen en la misma postura y así se quedó por lo menos durante un par de Avemarías».
La fachada del santuario de Santa María junto a San Celso y el altar de la Virgen, que conserva el fragmento de pared del siglo IV.
No sucedió nada más. Ni un palabra, ni una recomendación. Simplemente, como Ambrosio había dicho en sus predicaciones, María se había presentado, por bondad, como había hecho con su
prima Isabel. Se había quedado con sus parientes –ahora sus fieles– el tiempo que duran “un par de Avemarías”.
Nada más. Y nada más pedían los fieles de Milán de aquel tiempo, que en el lugar de la “aparición”, o mejor dicho, en el lugar de aquel “hacerse presente”, quisieron construir una gran iglesia dedicada a la Virgen. Santa María junto a San Celso, precisamente
como había sugerido originariamente Ambrosio. Y en ese “junto a” está todo el carácter físico y la ternura de un “hacerse presente”, de un “estar presente”, sin ruidos ni retórica.
Hoy Santa María junto a San Celso es una hermosa iglesia, ancha y sobria como las mejores iglesias lombardas, que se asoma a una ajetreada y neurálgica calle de la ciudad (ayer Corso San Celso,
hoy Corso Italia). Es el edificio que mandó construir Galeazzo Maria Sforza y que se comenzó en 1493, y que luego fue ampliado según aumentaban los peregrinos. En 1513 se construyó su hermoso cuadripórtico, tan amplio y acogedor, que parece pensado para acompañar a los peregrinos hasta el lugar del milagro. Dentro del santuario hay un pequeño cofre con tesoros del arte padano. Pero nada ostenta la presencia que, desde hace 16 siglos, habita ese lugar. Debajo del altar mayor en una urna de cristal, vestido con paramentos dorados, está el cuerpo de Celso, el joven mártir.
Un indicio: “junto a” él, pues, tiene que estar también María. Y así es. Pero el pequeño edículo está, tímido y escondido, debajo de la
ménsula de un macizo altar barroco, adosado al pilar de la izquierda. Para verla, hay que arrodillarse. Contiene esa tierna imagen, ajada por el tiempo, como agrietada. María mira con dulzura al Niño y él con un gesto aún más dulce le toma la mano en la suya. La imagen sobresale de una pared encajada como si
fuera una ventana con sus jambas. Y desde esta ventana María se asoma. Los fieles más ancianos la conocen como la “Virgen de san Ambrosio y del Milagro”. Donde por “milagro” (en singular) se
entiende simplemente el asomarse de María. Y la alegría que da en quien, arrodillándose, cruza la mirada con su rostro. Solamente esto.
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