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sábado, 24 de agosto de 2019

CONFIANZA, SÍ, FRIVOLIDAD NO - MEDITACIÓN DEL EVANGELIO DEL DOMINGO 25 DE AGOSTO 2019


CONFIANZA, SÍ, FRIVOLIDAD NO


La sociedad moderna va imponiendo cada vez con más fuerza un estilo de vida marcado por el pragmatismo de lo inmediato. Apenas interesan las grandes cuestiones de la existencia. Ya no tenemos certezas firmes ni convicciones profundas. Poco a poco, nos vamos convirtiendo en seres triviales, cargados de tópicos, sin consistencia interior ni ideales que alienten nuestro vivir diario, más allá del bienestar y la seguridad del momento.

Es muy significativo observar la actitud generalizada de no pocos cristianos ante la cuestión de la «salvación eterna» que tanto preocupaba solo hace pocos años: bastantes la han borrado sin más de su conciencia; algunos, no se sabe bien por qué, se sienten con derecho a un «final feliz»; otros ya no piensan ni en premios ni en castigos.

Según el relato de Lucas, un desconocido hace a Jesús una pregunta frecuente en aquella sociedad religiosa: «¿Serán poco los que se salven?». Jesús no responde directamente a su pregunta. No le interesa especular sobre ese tipo de cuestiones, tan queridas por algunos maestros de la época. Va directamente a lo esencial y decisivo: ¿cómo hemos de actuar para no quedar excluidos de la salvación que Dios ofrece a todos?

«Esforzados en entrar por la puerta estrecha». Estas son sus primeras palabras. Dios nos abre a todos la puerta de la vida eterna, pero hemos de esforzarnos y trabajar para entrar por ella. Esta es la actitud sana. Confianza en Dios, sí; frivolidad, despreocupación y falsas seguridades, no.

Jesús insiste, sobre todo, en no engañarnos con falsas seguridades. No basta pertenecer al pueblo de Israel; no es suficiente haber conocido personalmente a Jesús por los caminos de Galilea. Lo decisivo es entrar desde ahora en el reino de Dios y su justicia. De hecho, los que quedan fuera del banquete final son, literalmente, «los que practican la injusticia».

Jesús invita a la confianza y la responsabilidad. En el banquete final del reino de Dios no se sentarán solo los patriarcas y profetas de Israel. Estarán también paganos venidos de todos los rincones del mundo. Estar dentro o estar fuera depende de cómo responde cada uno a la salvación que Dios ofrece a todos.

Jesús termina con un proverbio que resume su mensaje. En relación con el reino de Dios, «hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos». Su advertencia es clara. Algunos que se sienten seguros de ser admitidos pueden quedar fuera. Otros que parecen excluidos de antemano pueden quedar dentro.


Evangelio Comentado por:
José Antonio Pagola
Lc (13,22-30)

domingo, 28 de julio de 2019

COMENTARIO DEL EVANGELIO DE HOY DOMINGO 28 DE JULIO DE 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 28 de julio de 2019
Fernando Torres cmf


Defensores de nuestros hermanos

      El Evangelio de este domingo tiene para los creyentes una importancia especial. Recoge el momento en el que Jesús enseña a los discípulos la oración que hoy en día seguimos rezando y que nos identifica como discípulos de Jesús: el Padrenuestro. Es importante subrayar el contexto en el que el evangelio sitúa esta oración. La acompaña de una catequesis en la que Jesús ilumina a los discípulos sobre la insistencia en la oración. Por eso la parábola o el cuento del señor que va a pedir pan a su amigo porque ha tenido una visita. Y sobre la confianza con que debemos rogar a Dios. Por eso la parábola que compara entre la bondad de un padre de los nuestros y la bondad del Padre celestial.

      Además la Iglesia en su liturgia hace que este Evangelio esté precedido por la lectura del Génesis en la que Abrahán intercede ante Dios por los habitantes de Sodoma y Gomorra a los que Dios quiere castigar por sus iniquidades. Ahí diría que está la clave en la que nos podemos fijar este domingo. La oración que nos plantea Jesús no es la del que pide de forma egoísta por su propio bien sino la del que intercede por sus hermanos. Abrahán participa en esa especie de subasta a la baja con Dios para intentar encontrar una razón que salve a sus hermanos, los habitantes de Sodoma y Gomorra, del castigo y la muerte que se les avecina. En principio, Abrahán no tiene nada que ver con ellos. En Sodoma tiene un sobrino pero ése va a ser salvado por Dios. Con el resto de los habitantes de esas ciudades no le une ningún lazo más allá de pertenecer a la misma humanidad. Ellos son malos, por eso van a ser castigados, y él es el elegido de Dios para ser padre de un pueblo y depositario de la promesa. Abrahán podía haberse dado la vuelta y no mirar a lo que iba a suceder. O haber comentado con Dios cómo es necesario, aunque triste, tomar decisiones radicales y extirpar el mal de la sociedad humana. Pero hace exactamente lo contrario. Trata desesperadamente de salvar a los que se habían condenado por sus propias acciones. Y Dios cede ante él. La cifra de justos necesaria para salvar la ciudad baja de 50 a 10 ante la insistencia de Abrahán. Algo parecido se puede decir del Evangelio, donde el que va a pedir los panes no lo hace para sí sino para dar de comer a un amigo que le ha llegado a casa. 

      Podríamos decir que la clave de la oración está en la intercesión. Pedir a Dios por nuestros hermanos y hermanas. Para ello hemos de sentir una gran solidaridad. Es que realmente somos hermanos y hermanas. Su muerte o su fracaso es nuestra muerte y nuestro fracaso. Oremos intercediendo por ellos y ellas porque, si nosotros que somos malos damos cosas buenas a nuestros hijos, cómo no nos va a dar el Espíritu de Vida el Padre del cielo que tanto nos ama. 



Para la reflexión

      ¿Oramos alguna vez? ¿Lo hacemos con las palabras del Padrenuestro? ¿Tenemos en mente las necesidades de nuestros hermanos y hermanas? ¿Siento que son de verdad mías sus necesidades? ¿O acaso sólo miramos por “mis” necesidades?

domingo, 14 de julio de 2019

COMENTARIO DEL EVANGELIO DE HOY DOMINGO 14 DE JULIO DE 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 14 de julio de 2019
 Fernando Torres cmf


El buen samaritano

      Ha pasado ya al acervo de nuestro idioma. No sabemos siquiera si existió el “samaritano” de la parábola. Pero hoy se llama “buen samaritano” a cualquier persona de buen corazón que ayuda a sus hermanos sin pedir nada a cambio. No hay mejor cosa que encontrarse un buen samaritano cuando uno anda por los caminos de la vida perdido, sin rumbo y quizá herido y vapuleado. Hasta es posible que nos sorprenda su generosidad sin límite, el cariño gratuito que recibimos, tan acostumbrados como estamos a pagar por todo lo que recibimos. 

      Pero la parábola de Jesús va más allá. Porque el samaritano no es sólo uno que se paró a atender a aquel hombre abandonado y herido a la vera del camino. En su parábola, Jesús pone en relación al samaritano con otros personajes bien conocidos del pueblo judío: un sacerdote y un levita. Los dos son representantes de la religión oficial judía. Los dos ofician en el templo y son mediadores entre Dios y los hombres. Sacerdotes y levitas se supone que tienen un acceso a Dios del que carecen el resto de los creyentes –lo mismo que hoy muchos cristianos piensan todavía de sacerdotes y religiosos–. El samaritano, desde la perspectiva judía, pertenecía prácticamente al extremo opuesto de la escala religiosa. Era un pueblo que había mezclado la religión judía con otras creencias extrañas. Era traidor a la fe auténtica, un pueblo impuro. Los judíos trataban de evitar todo contacto con los samaritanos. El contacto con un samaritano hacía que el judío se volviese impuro. 

      Por eso, tiene mucho más peso el hecho de que Jesús contraponga en la parábola a los representantes oficiales de la religión, un sacerdote y un levita, con un samaritano, pecador e impuro. Y, lo que es peor, que sea precisamente el samaritano el que sale bien parado, el que se comporta como Dios quiere, el que es capaz de acercarse al prójimo desamparado y abandonado. Dicho de otra manera, el que se hace prójimo-próximo-cercano de su hermano necesitado. 

      En realidad, Jesús está replanteando nuestra relación con Dios. Mucho más importante que el culto oficial y litúrgico del templo, es la cercanía al hermano necesitado. Mucho más valioso que ofrecer sacrificios y oraciones, es adorar a Dios en el hermano o hermana que sufren por la razón que sea. Jesús no es sacerdote sino profeta. Jesús se aleja del templo y nos invita a vivir nuestra relación con Dios en el encuentro diario, habitual, a pie de calle, con nuestros hermanos y hermanas. Ahí es donde se juega nuestra relación con Dios. Sólo si somos capaces de amar así, podremos decir que amamos a Dios. Porque, como dice Juan, el que dice que ama a Dios y no ama a su hermano, es un mentiroso. Ni más ni menos. 



Para la reflexión

      El mandamiento de Dios está tan a nuestro alcance como lo están nuestros hermanos y hermanas. ¿Me acerco a ellos y me intereso de verdad por ellos? ¿Les acompaño en sus necesidades? ¿Soy capaz de escuchar? ¿Soy un “buen samaritano”?

domingo, 30 de junio de 2019

SEGUIR A JESÚS EN LIBERTAD Y AMOR - COMENTARIO DEL EVANGELIO DE HOY DOMINGO 30 JUNIO 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 30 de junio de 2019
 Fernando Torres cmf


Seguir a Jesús en libertad y amor

      La idea de seguir a Jesús nos hace pensar en la vocación. Todos somos llamados por Jesús a seguirle. Por otra parte es cierto que sólo a algunos se les invita a cambiar de estilo de vida, a asumir una nueva forma de vida en la Iglesia con respecto a la que tenían. 

      ¿Qué significa seguir a Jesús para los cristianos en general? En el Evangelio de hoy parece que Jesús pone las cosas difíciles a los que quieren seguirlo. A uno le promete vivir en la más total de las pobrezas –“las zorras tiene madriguera pero el Hijo no tiene donde reposar la cabeza”–, a otro le pide que abandone a su familia sin siquiera enterrar a su padre –para los judíos enterrar a los muertos es uno de los más sagrados deberes, cuánto más al padre–, a otro le impide incluso despedirse de su familia. La llamada de Jesús es una llamada radical que descoloca a las personas de su vida para ponerlas al servicio del Reino.

      Entonces, ¿quién puede seguir a Jesús? La respuesta está en la segunda lectura, de la carta a los gálatas. Ahí está la clave para comprender el servicio del Reino al que Jesús nos llama. Incluso se podría cambiar el orden de las lecturas y leer la segunda después del Evangelio. Pablo comienza proclamando que Jesús nos ha liberado para que seamos libres. El Reino es lo absolutamente contrario a la esclavitud. El Reino de Dios es el reino de la libertad. Vivir al servicio del Reino significa asumir radicalmente la libertad que Dios nos ha concedido en Cristo. Asumirla con sus riesgos y asumirla responsablemente. Entrar en el Reino es madurar como personas. Los hijos de Dios no tienen más vocación que la libertad. Y ahí no se pueden hacer concesiones. No hay que volverse a mirar el tiempo en que fuimos esclavos, no hay que preocuparse siquiera de enterrar lo que abandonamos. Nuestra vocación nos llama a crecer en libertad. No es fácil vivir en libertad y asumirla responsablemente. Es un camino duro –como el de Jesús, en subida hacia Jerusalén–. Supone renunciar a muchas seguridades. Pero ahí es donde nos quiere Dios. 

      Claro que es una libertad atemperada en la relación por el amor. Somos libres para amar con todo el corazón. Somos libres desde la verdad más verdadera de nuestras vidas: todos somos hermanos y hermanas en Jesús. Somos libres para tomar las decisiones que nos lleven a amar y respetar la vida en su integridad, la propia y la de los demás. Somos libres para defender la vida frente a todas las amenazas. Somos libres para vivir en solidaridad con toda la creación. Seguir a Jesús para el cristiano significa madurar en libertad, dejar de ser esclavo de las normas y ser agente activo en la construcción de un mundo más justo, más hermano y más libre. 



Para la reflexión

      ¿Cuáles son mis esclavitudes? Trata de concretarlas (el qué dirán, el alcohol, la pereza...). ¿Cómo trato de liberarme de ellas? ¿Qué significa para mí vivir en libertad? ¿En qué medida estoy trabajando para hacer que este mundo sea más humano, más libre y fraterno?

domingo, 16 de junio de 2019

DIOS ES UN MISTERIO DE AMOR - SANTÍSIMA TRINIDAD


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 16 de junio de 2019
Fernando Torres cmf


Dios es un misterio de amor

      Hemos pasado ya las celebraciones más importantes del año litúrgico. El Adviento nos llevó de la mano hacia la Navidad, la celebración del nacimiento de Jesús, la primera Pascua. Un poco más adelante, la Cuaresma nos invito a seguir a Jesús hasta Jerusalén. Allí hicimos memoria de su muerte y resurrección, la segunda Pascua. Al terminar la celebración de la Pascua, hace pocos días, hemos celebrado la venida del Espíritu Santo, el comienzo de la historia de la Iglesia, de esta aventura de llevar a todos los hombres y mujeres la buena nueva de la salvación, del amor y la misericordia de Dios. Al final, a modo de conclusión y coronamiento, celebramos esta solemnidad de la Trinidad. 

      No es fácil hablar de Dios. No es fácil hablar de algo que se nos queda tan lejano y tan misterioso. “A Dios nadie le ha visto jamás”. Pertenece a otro orden de ser. Pero al mismo tiempo está profundamente implicado en la creación, porque es su creación y porque nosotros somos sus creaturas. A Dios no le encontramos como quien encuentra al vecino de al lado saliendo para el trabajo cada mañana. Pero hay muchas formas de conocer. 

      Cuando miramos a la creación, cuando nos miramos a nosotros mismos y la maravilla que es, por ejemplo, nuestro propio cuerpo, experimentamos a Dios como creador, el que nos ha sacado de la nada y nos ha dado la vida (en realidad, lo único que tenemos). Decimos entonces que es Padre precisamente porque lo vemos como generador de la vida, de nuestra vida. También hacemos memoria de Jesús, el que nació en Belén, el que luego pasó haciendo el bien, curando a los enfermos y anunciando el Reino de Dios, el que hablaba de Dios como su “Papá” –“Abbá”– y que luego murió en la cruz en una tarde sombría de viernes. Hacemos memoria de su vida y de su resurrección. Es el Hijo porque en aquel hombre había algo especial que no nos atrevemos a definir. Su humanidad era tan grande que en él vemos la presencia misma de Dios. Hacemos también memoria del tiempo posterior a Jesús. Los apóstoles y discípulos sintieron la presencia del Espíritu de Dios. Ese Espíritu los inspiró y animó a anunciar la buena nueva del Reino. Hoy sigue inspirando y animando a muchos a continuar con ese anuncio de salvación para todos. 

      Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. ¿Tres formas de ver una sola realidad? No. Hay algo más. Porque algo nos dice que ese misterio que es Dios es misterio de amor, de relación. Y que, cuando experimentamos la presencia de Dios, nos sentimos llamados a participar de ese amor y a compartirlo con los que nos rodean. Vivir como Dios –ésa es nuestra vocación– es vivir amando. 



Para la reflexión

      ¿Siento a Dios como un Padre que me cuida y me ama? ¿Veo a Jesús como el hermano mayor que me guía y me hace descubrir la fraternidad del Reino y comprometerme con ella?¿Experimento la presencia del Espíritu que me anima a vivir haciéndome hermano o hermana de los que me rodean?

domingo, 9 de junio de 2019

MEDITACIÓN DEL EVANGELIO DE HOY DOMINGO DE PENTECOSTÉS, 9 JUNIO 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 9 de junio de 2019
 Fernando Torres cmf


Una historia animada por el Espíritu

      Al final de la Pascua, llega la fiesta de Pentecostés, la gran Pascua del Espíritu, la celebración de una historia en la que el Espíritu de Dios es el guía e inspirador. Hoy no hay que mirar sólo a aquel momento inicial que se nos relata en los Hechos de los Apóstoles, cuando los discípulos experimentaron con fuerza nunca sentida antes la presencia del Espíritu de Dios que les animaba a salir del cuarto cerrado en que se habían metido por miedo a los judíos y a predicar la buena nueva a todos los hombres y mujeres, en todas las lenguas y en todas las culturas. Porque el amor y la salvación de Dios son para todos. 

      Hoy tendríamos que saber contemplar la acción del Espíritu a lo largo de la historia de la Iglesia. Cuando miramos estos veinte siglos, tenemos la tentación de hacer la historia de las ideas o de los concilios o de los documentos o de los papas. Pero la historia de la Iglesia es mucho más que eso: es la historia de los hombres y mujeres –importantes o no, con cargo o sin él– que se dejaron llevar por la fuerza del Espíritu y que anunciaron a la buena nueva con su vida y con sus palabras y su forma de amar a todos los que se encontraron en el camino. 

      Hoy es importante repasar los nombres que conocemos, los de los santos, aquellos en los que el pueblo de Dios ha reconocido la presencia del Espíritu y la fidelidad humana. Gracias a ellos hoy seguimos reconociendo la presencia del Espíritu en la Iglesia. Desde los que escribieron los Evangelios y los que dieron el testimonio de primera hora, como fueron Pedro y Pablo, hasta los santos de los últimos siglos. Tampoco hay que olvidar el momento actual de la Iglesia. No podemos dejar de mirar a los que se sientan a nuestro lado durante la misa, a los miembros de nuestra comunidad cristiana. En ellos –en mí– también está presente el Espíritu, alentándolos –alentándome– a ser mejores, a amar más, a ser más generosos. 

      Las lenguas de fuego y el viento impetuoso de que se habla en la primera lectura no son más que un símbolo para expresar la fuerza del Espíritu de Dios que llega hasta el corazón de la persona humana y es capaz de transformarla. Cuando se abren las puertas del corazón al Espíritu, ya nada es igual. Todo se ve desde otra perspectiva, la del amor y la misericordia de Dios. Nuestra historia personal se transforma en el fuego del Espíritu. 

      Hoy es día para dar gracias a Dios por el don de su Espíritu, porque nos ha hecho participar en esta historia de hombres y mujeres santos y nos llama también a nosotros a la santidad. Abramos el corazón al Espíritu de Jesús y él nos enseñará, como dice el Evangelio, a vivir en cristiano, nos hará recordar en todo momento a Jesús y nos ayudará a guardar el mandamiento del amor. 



Para la reflexión

      ¿He sentido algunas veces la llamada a ser más generoso, a perdonar al que me había ofendido, a ayudar al necesitado? Ésa es la llamada del Espíritu. ¿He seguido su inspiración o la he rechazado? ¿Qué ha significado eso para mi vida?

domingo, 2 de junio de 2019

COMENTARIO DEL EVANGELIO DE HOY DOMINGO 2 DE JUNIO DE 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 2 de junio de 2019
 Fernando Torres cmf


El día de la despedida

      Entre la Pascua de Resurrección y la fiesta de Pentecostés, la venida del Espíritu Santo, la Iglesia sitúa la solemnidad de la Ascensión. Es un momento más del proceso por el que pasan los discípulos después de la muerte de Jesús. Los que salieron corriendo, llenos de miedo, cuando Jesús fue detenido, juzgado y clavado en la cruz, fueron confortados por el encuentro con el Señor resucitado. Ahora, suficientemente firmes en la fe, Jesús se despide de ellos. Pero les deja una nueva promesa: la promesa del Espíritu Santo. 

      La venida del Espíritu dará fuerzas a los discípulos para ser testigos de Jesús “en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta los confines del mundo” (primera lectura). El Espíritu será “la fuerza de lo alto” de la que se revestirán los discípulos (evangelio). Pero para que llegue el Espíritu es necesario que Jesús se vaya. Es necesario que por un tiempo los discípulos aprendan a vivir por sí solos.

      Podríamos decir que esta fiesta nos habla de la pedagogía de Dios con los hombres. Jesús tomó a unos pescadores ignorantes. Los fue enseñando a lo largo de tres años. Así nos lo relatan los Evangelios. No fue suficiente. A la hora de la cruz, todos, menos Juan y unas pocas mujeres, salieron corriendo. Después, los discípulos pasaron por la experiencia de la resurrección. No les fue fácil al principio aceptar que Jesús estaba vivo. Necesitaron su tiempo. Ahora hasta aquella presencia misteriosa desaparece. Jesús les promete el Espíritu, pero por un tiempo tienen que aprender a estar solos. A tener la responsabilidad de su fe en sus manos. Hasta que llegue el Espíritu que les dará la fuerza para ser testigos del Reino. 

      La fiesta de hoy nos tendría que hacer pensar en cómo vivimos nuestra fe. Deberíamos aprender a tener con nosotros y con nuestros hermanos la misma paciencia que Dios tuvo con los discípulos y que tiene con nosotros. Como los buenos libros necesitan ser leídos varias veces para apreciar todo su valor, así la fe necesita tiempo, estudio y oración para que llegue a hacerse vida en nosotros. Nuestra comunidad cristiana crecerá en la medida en que todos crezcamos también en la escucha del Señor. Como los discípulos, habrá días en que sintamos la presencia de Dios cerca de nosotros y otros en los que nos sintamos solos. Todo es parte del proceso que nos llevará a vivir en plenitud nuestra fe, a ser testigos del Reino en nuestro mundo. La fiesta de hoy nos tiene que ayudar a poner nuestra confianza en Jesús. Aunque nos parezca que estamos solos, él nos ha prometido su Espíritu. Y Jesús no falla nunca. 



Para la reflexión

      ¿Hemos sentido alguna vez a Dios ausente de nuestra vida? ¿Qué hemos hecho en esos momentos? ¿Confiamos en Dios y creemos que nos enviará su Espíritu? ¿Cómo damos testimonio de nuestra fe en Jesús en nuestra comunidad y en nuestra familia? 

sábado, 25 de mayo de 2019

COMENTARIO DEL EVANGELIO DEL DOMINGO 26 DE MAYO DE 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 26 de mayo de 2019
 Fernando Torres cmf


Entre la Iglesia y el Reino

      La Iglesia es la comunidad de los que creen en Jesús. Por eso, porque creemos en Jesús estamos convencidos de que al final de los tiempos la humanidad se convertirá en esa ciudad de que nos habla la segunda lectura. Es una hermosa visión: la humanidad habitando en una ciudad llena de luz, rodeada de una muralla que está abierta todos los caminos, a todos los pueblos. En esa ciudad no hay templo, sencillamente porque no es necesario. Su Templo es Dios mismo que habita en medio de ella. Tampoco es necesaria ninguna luz, ni sol ni luna, porque la gloria del Señor es la luz que ilumina todos los que viven en la ciudad. Es un hermoso sueño. 

      Pero ese sueño no es todavía realidad. La realidad de nuestra comunidad cristiana es otra. No tenemos toda esa luz. Andamos a tientas. A veces hay conflictos. No sabemos bien cómo ni hacia dónde dirigirnos. No tenemos las ideas claras. Surgen discusiones. Brotan las divisiones. Nos hacemos daño unos a otros.  Necesitamos reconciliarnos. Hasta necesitamos templos para sentir más viva la presencia de Dios. 

      Así ha sido siempre en la historia de la Iglesia. Porque estamos en camino. Podríamos decir que estamos en el proceso de construir aquella ciudad hermosísima de que nos hablaba la segunda lectura. Todavía estamos poniendo los cimientos. Así podemos describir la historia de la Iglesia. Desde el principio, los creyentes se han esforzado por construir aquí y ahora esa ciudad hermosísima en la que todos estamos llamados a vivir algún día. Esa construcción no se hace sin conflictos. Es normal. Lo que tenemos que saber los cristianos es que los conflictos solamente se resuelven a base de diálogo, comprensión, amor y reconciliación. La lectura de los Hechos de los Apóstoles nos habla de uno de los primeros conflictos que surgieron en la Iglesia, ya en tiempos de Pedro y Pablo (para que no pensemos que nuestra comunidad es muy mala porque hay conflictos y problemas). Pero también nos muestra como, desde el principio, la Iglesia resolvió esos problemas a través del diálogo. 

      Pero para poder dialogar, es necesario ahondar cada vez más en nuestra fe y en nuestro amor a Jesús. Manteniendo esa relación profunda con Jesús tendremos en nuestro corazón su paz. Esa paz nos permitirá pasar a través de todos los conflictos buscando siempre no nuestro interés egoísta sino el bien de la comunidad, de nuestra familia o de nuestra sociedad. Esa paz, la paz de Jesús, nos permitirá dialogar con los hermanos y hermanas buscando la verdad. Afianzados en el amor de Jesús, con su paz dentro del corazón, construiremos juntos la ciudad de Dios, allá donde todos nos podamos sentir en casa, en torno a nuestro Padre.



Para la reflexión

      ¿Qué hacemos cuanto sentimos que se produce un conflicto en nuestra familia o en nuestra comunidad? ¿Hacemos lo posible para que todos los interesados en el asunto sin excepción puedan participar en el diálogo o preferimos formas impositivas? ¿Dialogamos desde la paz de Jesús o desde nuestro egoísmo?

domingo, 12 de mayo de 2019

COMENTARIO DEL EVANGELIO DE HOY DOMINGO 12 DE MAYO DE 2019


Comentario al Evangelio de hoy domingo, 12 de mayo de 2019
Fernando Torres cmf


El Padre nos conoce a todos 

      El principal instrumento para construir la comunidad cristiana es la predicación de la Palabra. Así lo podemos ver en la lectura de los Hechos de los Apóstoles donde se nos relata parte del primer viaje apostólico de Pablo. Cuando llegan a una ciudad, comienzan predicando en la sinagoga y luego predican a toda la ciudad. El fruto de esa predicación es la creación de una comunidad. Aunque, según la lectura, Pablo y Bernabé son expulsados de la ciudad, los discípulos quedan llenos de alegría y de Espíritu Santo. 

      Consecuencia de esa predicación es la gran muchedumbre que compone la Iglesia. La visión del Apocalipsis en la segunda lectura nos hace contemplar esa reunión magnífica de todos los creyentes a lo largo de todos los tiempos. Están juntos ante el trono del Cordero. Son los que han pasado por la gran tribulación. Ahora, vestidos de blanco, alaban a Dios. Ya no pasan hambre ni sed porque están, por fin, en la casa del Padre. Como dice la lectura usando una expresión llena de ternura: “Dios enjugará las lágrimas de sus ojos”.

      Pero el Evangelio nos habla de una realidad que es más importante que la predicación. Si la comunidad cristiana nace de la predicación de la Palabra, esa predicación no es más que el instrumento que nos abre los ojos a otra realidad más profunda. La verdad, la más importante verdad de nuestras vidas, es que somos familia de Dios. Para usar la comparación que nos ofrece Jesús, somos ovejas del rebaño del Padre. Hay una relación especial de conocimiento, de ternura, de amor, entre el Padre y Jesús y cada una de las ovejas. Tanto que, según dice Jesús, nadie puede arrebatar las ovejas de la mano del Padre. 

      Así es como las lecturas de hoy nos sitúan frente al auténtico fundamento de la comunidad cristiana. Lo que nos hace cristianos no es la predicación. No somos cristianos porque oímos predicar al padre X y nos gustó cómo hablaba. Somos cristianos porque, oyendo al padre X, nos dimos cuenta de que hay una relación especial entre Dios Padre y cada uno de nosotros. Que el amor de Dios está con nosotros. Que formamos parte de la familia de Dios y que éste nunca nos va a dejar de su mano. La predicación, del padre X o del catequista Z, no es más que un instrumento del que Dios se sirve para hacernos ver la realidad más importante de nuestras vidas: que él nos sostiene en su mano y nos cuida con inmenso amor. Y que nadie nos podrá quitar de ese lugar. Ahí, en esa relación personal, es donde tiene su más auténtico fundamento la comunidad cristiana. 



Para la reflexión

      ¿Depende mi participación en la comunidad de la presencia de un determinado sacerdote o de determinadas personas? ¿Soy consciente del amor personal con que Dios me ama? ¿Me doy cuenta de que Dios ama a los otros de la comunidad con el mismo amor? ¿Me relaciono con los demás sabiendo que todos, sin excepción, formamos parte de la familia de Dios?

viernes, 22 de febrero de 2019

COMENTARIO DEL EVANGELIO DEL DOMINGO 24 DE FEBRERO 2019


Comentario al Evangelio del domingo, 24 de febrero de 2019
 Fernando Torres cmf


Amar sin medida y sin condiciones

      En un día como éste hay que centrarse en el Evangelio. En él Jesús habla del amor. En nuestra sociedad se habla también mucho de amor. Pero el amor parece casi como un instrumento que usamos para sentirnos mejor. Tanto nos hemos acostumbrado a vivir en una sociedad de consumo, en la que todo se compra para sentirnos mejor, para hacer nuestra vida más cómoda y más confortable, que el amor y las relaciones humanas también se piensan desde la misma perspectiva. La persona y su bienestar se han colocado de tal manera en el centro de la existencia que todo lo demás, incluidas las otras personas, giran a su alrededor. Todo se contempla desde una perspectiva egoísta. La persona mira continuamente por sus derechos. Y los otros se ponen al servicio de mis necesidades y deseos. Cuánto más placer, comodidad y bienestar consigue la persona, más valiosa será su vida. En la medida en que no consigo un buen coche, una buena casa, un buen salario y/o una persona que me ame, mi vida pierde valor. Ese es el planteamiento actual. 

      Jesús hace un planteamiento tan radicalmente diferente que no se puede decir siquiera que sea opuesto. Es, sencillamente, otra cosa. Entenderlo es entrar en una sabiduría diferente. Vivirlo es tener la posibilidad de alcanzar la felicidad y la dicha más honda. Jesús, de entrada, invita a amar a los enemigos, a que hagamos el bien a los que nos odian. Ahí es donde se nos rompen los esquemas. Ni entendemos ni queremos entender. ¿Cómo voy a hacer el bien al que me hace daño? ¿Voy a hacer un regalo al terrorista que me puso una bomba? ¿Perdono la vida al delincuente que me amenazó con su cuchillo? Esas ideas suenan a imposibles. Después Jesús habla del mérito. Nos dice que, si queremos tener algún mérito, tenemos que hacer precisamente eso porque amar a los que nos aman es demasiado fácil. En el fondo, se ríe de todos los que se pasan la vida haciendo cosas para conseguir otras. Esos tampoco se han enterado de nada. 

      Jesús hace una propuesta clara: amen y háganlo sin esperar nada a cambio. Sin esperar siquiera que Dios los ame y recompense por ello. Ahí está el gran misterio del amor. Y sólo entonces se recibirá la recompensa de la vida y la dicha. Cuando la persona se entrega, sin límites, al amor. Cuando se agota en ese amor. Sin medida. Sin condiciones. Entonces y sólo entonces experimentaremos el amor de Dios que nos envuelve y nos llena. A eso es a lo que Jesús nos invita a todos los cristianos. 



Para la reflexión

      ¿He justificado alguna vez el odio y la venganza? ¿Ayudan a construir un mundo mejor esas actitudes? ¿Sería posible vivir el amor sin condiciones que Jesús nos propone? ¿Qué consecuencias tendría para nuestra vida?

domingo, 27 de agosto de 2017

PERO USTEDES, QUIÉN DICEN QUE SOY YO?


¿Pero ustedes, quién dicen que soy yo?
Papa Francisco en el Ángelus. La piedra fundamental es Cristo; mientras Pedro es piedra, en cuanto fundamento visible de la unidad de la Iglesia. 24 julio 2014


Por: Papa Francisco | Fuente: es.radiovaticana.va 




Queridos hermanos y hermas ¡buenos días!

El Evangelio de este domingo (Mt 16, 13-20) es el célebre pasaje, central en el relato de Mateo, en el que Simón, en nombre de los Doce, profesa su fe en Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo»; y Jesús llama «bienaventurado» a Simón por su fe, reconociendo en ella un don, un don especial del Padre, y le dice: «Tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».

Detengámonos un momento precisamente en este punto, sobre el hecho de que Jesús atribuye a Simón este nuevo nombre: “Pedro”, que en la lengua de Jesús suena “Cefas”, una palabra que significa “piedra”. En la Biblia este nombre, este término, “piedra”, está referido a Dios. Jesús lo atribuye a Simón, no por sus cualidades o sus méritos humanos, sino por su fe genuina y firme, que le viene de lo alto.

Jesús siente en su corazón una gran alegría, porque reconoce en Simón la mano del Padre, la acción del Espíritu Santo. Reconoce que Dios Padre ha dado a Simón una fe “fiable”, sobre la cual Él, Jesús, podrá edificar su Iglesia, es decir su comunidad. Es decir, todos nosotros. Todos nosotros.

Jesús tiene el propósito de dar vida a “su” Iglesia, un pueblo fundado ya no en su descendencia, sino en la fe, es decir, en la relación con Él mismo, una relación de amor y de confianza. Nuestra relación con Jesús edifica la Iglesia. Y, por tanto, para iniciar su Iglesia, Jesús tiene necesidad de encontrar en los discípulos una fe sólida, una fe “de confianza”. Esto es lo que Él debe verificar en este punto del camino. Y por eso formula la pregunta.

El Señor tiene en su mente la imagen del construir, la imagen de la comunidad como edificio. He aquí porqué, cuando siente la profesión de fe genuina de Simón, lo llama “piedra”, y manifiesta la intención de construir su Iglesia sobre esta fe.

Hermanos y hermanas, lo que sucedió de modo único en San Pedro, sucede también en cada cristiano que madura una fe sincera en Jesús, el Cristo, el Hijo del Dios vivo.

El Evangelio de hoy también interpela a cada uno de nosotros. ¿Cómo va tu fe? Cada uno responda en su corazón, eh. ¿Cómo va tu fe? ¿Cómo es? ¿Qué encuentra el Señor en nuestros corazones? ¿Un corazón firme como la piedra o un corazón arenoso, es decir, dudoso, difidente, incrédulo? Nos hará bien en la jornada de hoy pensar en esto.

Si el Señor encuentra en nuestro corazón una fe, no digo perfecta, pero sincera, genuina, entonces Él ve también en nosotros piedras vivas con las cuales construir su comunidad. De esta comunidad, la piedra fundamental es Cristo, piedra angular y única. Por su parte, Pedro es piedra, en cuanto fundamento visible de la unidad de la Iglesia; pero cada bautizado está llamado a ofrecer a Jesús su propia fe, pobre, pero sincera, para que Él pueda seguir construyendo su Iglesia hoy, en todas partes del mundo.

También en nuestros días «mucha gente» piensa que Jesús es un gran profeta, un maestro de sabiduría, un modelo de justicia… Y también hoy Jesús pregunta a sus discípulos, es decir a nosotros, a todos nosotros: «¿Pero ustedes, quién dicen que soy yo?». ¿Un profeta, un maestro de sabiduría, un modelo de justicia? ¿Qué responderemos nosotros?

Pensemos en esto. Pero sobre todo, oremos a Dios Padre, para que nos dé la respuesta y por intercesión de la Virgen María; pidámosle que nos dé la gracia de responder, con corazón sincero: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

Ésta es una confesión de fe. Éste es precisamente el Credo. Pero podemos repetirlo tres veces todos juntos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Todos juntos: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo».

miércoles, 16 de agosto de 2017

LA CORRECCIÓN FRATERNA


La corrección fraterna
El Evangelio, con sus mandatos y sus consejos, nos advierte continuamente de que la vida es el tiempo de la acción


Por: Salvador Canals | Fuente: Del libro Ascica Meditada 




"Cuando veáis una desviación en un hermano vuestro, un error que pueda significar un peligro para su alma o una rémora para su eficacia, habladle con claridad. Y os lo agradecerá."
San Josemaría Escrivá, 29-IX-1957.

Una cuestión de leal caridad 

Hay un fragmento del Evangelio de San Mateo (18, 15), el que se refiere a la obligación de la corrección fraterna, que no se puede leer sin experimentar una cierta sensación como de sorpresa y de pena. Pues oímos allí, en efecto, cómo la voz amable de Cristo nos impone un deber que muy rara vez se cumple en nuestros días, que tan ávidos están, sin embargo, de franqueza y de sinceridad, y que incluso parecen deseosos de asumir la franqueza y la sinceridad como características suyas, propias e inconfundibles. Y no es que el deber de la corrección fraterna alcance su fuerza y ahonde sus raíces en la virtud de la sinceridad; sino que, aun cuando la virtud de la sinceridad, como la de la honestidad, contribuye con algo propio a la práctica de dicho precepto evangélico, éste se funda directamente sobre la caridad.

Pues, precisamente a la luz de la caridad, llega la voz de Cristo a sernos perfectamente comprensible, y dicho precepto evangélico se nos aparece en toda su grandeza. Es menester amar al prójimo y quererle bien, querer su bien, sobre todo su bien eterno: por esto no permanecemos indiferentes, ni nos encogemos de hombros ante alguien que está en peligro, que no haya tomado el camino justo o que no sea como debería y como podría ser; también por esto, por ejemplo, nos guardamos bien de «dejarlo correr» cuando vemos que alguien, en el círculo de nuestros familiares o conocidos, está a punto de romper, o quizá ha roto ya el orden y la armonía de la caridad. En ésta, como en tantas ocasiones semejantes, es precisamente la palabra de Cristo la que nos obliga a no "dejarlo correr". Pues El, en efecto, nos dice. "...Ve y corrígelo a solas. Si te escucha, habrás ganado a tu hermano." Y su mandato tiene la profundidad de las cosas sencillas, la fresca inmediatez de los programas concretos.

Hay que actuar con diligencia

Las páginas de la Sagrada Escritura nos enseñan que antaño Dios se servía de los profetas, almas llenas de fortaleza y de caridad, para advertir a los hombres, incluso a los soberanos, de que estaban fuera de su camino. ¡Y con cuánta fidelidad y caridad supieron los profetas vivir y cumplir el deber de la corrección fraterna! Piensa: en nuestros tiempos, ¿es quizá obra menos urgente de misericordia espiritual el advertir al que se equivoca, el enseñar al hermano que no sabe? Casi parece como si esas palabras del Señor: "Ve y corrígelo", ni siquiera rozasen hoy la conciencia del que vislumbra a su alrededor, a su lado, el mal, un mal que podría ser evitado. Pues para muchos de nosotros, hoy -¿lo ves?- el "vecino" no es ya el prójimo y "el otro" no es todavía el hermano.

Y, sin embargo, tú lo sabes, cuando encuentra un corazón fiel y deseoso del bien propio y del ajeno, la palabra de Cristo penetra en el alma como una espada que pide ser empuñada, que requiere y exige poderosamente la acción. "Ve y corrígelo": el Evangelio, con sus mandatos y sus consejos, nos advierte continuamente de que la vida es el tiempo de la acción -tempus agendi-, y nos invita a no poner tiempo por medio (ese tiempo que concedemos a nuestra pereza y a nuestro egoísmo) entre la idea serenamente madurada en nuestro juicio y nuestro propósito, y la acción que ha de cumplirla.

No se trata de un problema personal

Puede suceder que ese precepto de Cristo, a alguno, le suene a ofensa, por esa exquisita y a veces excesiva sensibilidad hacia la libertad y hacia la dignidad de nuestros semejantes que el espíritu de la época ha contribuido a formar en las conciencias de los cristianos. Pues, efectivamente, el Señor, al instruirnos sobre el deber de la corrección fraterna, nos manda corregir, o sea decir cara a cara a una persona algo que viene haciendo y que no está bien hacer. Y decírselo no como quien, teniendo que cumplir un encargo desagradable, se escuda graciosamente tras la amable expresión de que ambasciator non porta pena, y con toda su actitud pide excusa y comprensión, y casi compasion; sino con sentido de personal responsabilidad asumiendo como propias todas las responsabilidades y también todas las contrariedades que de la corrección puedan derivar para sí y para el otro. Ya por esta simple consideración podemos darnos cuenta de que el cumplimiento de tal precepto evangélico supera en mucho lo que es el plano del espíritu del mundo, de las convenciones sociales y de la misma amistad que esté fundada sobre criterios exclusivamente humanos.

Y es obvio que no se trata -porque entonces no habríamos superado ese plano, sino que estaríamos precisamente por debajo de él- de agredir a alguien con malas palabras y con peores modales, porque, pongamos, por ejemplo, haya hecho o dicho algo que nos ha molestado, o simplemente haya lesionado lo que nosotros llamamos "nuestros intereses", esos intereses enmascarados otras veces bajo la ambiciosa expresión de nuestro "buen nombre". No se trata de esto, evidentemente: obrar así no es practicar el deber evangélico de la correcclón fraterna, sino alentar las querellas del amor propio, autorizar el espíritu de venganza, y faltar por lo general, más o menos gravemente, a la caridad.

El miedo a no contristar 

Quien vive con espíritu cristiano el precepto de la corrección fraterna, no piensa en aquel momento en sí mismo, sino en el otro que se ha convertido para él, por eso mismo, en hermano. En ese momento, no tiene presentes sus intereses personales o su buen nombre, sino los verdaderos intereses y el buen nombre del otro. En aquel instante, ha dejado, ciertamente, a un lado muchas cosas, pero ante todo su amor propio. Ha dejado de pensar en sí para estar totalmente absorbido por la preocupacion del otro y por la del camino que el otro ha de recorrer hasta unirse con el Señor. Si nos fuese dado ver el alma de aquel que, siguiendo la palabra de Cristo, cumple el deber de la corrección fraterna, quedaríamos conquistados por la grandeza y por la armonía de los sentimientos que en aquel momento ocupan su corazón, cuando se dispone a satisfacer el dulce mandato de la caridad fraterna. En aquel alma podríamos leer la firme delicadeza de la caridad, la limpia profundidad de una amistad que no retrocede ante un deber que ha de cumplirse, y la fortaleza cristiana, que es sólida virtud cardinal.

El deber de la corrección fraterna nos recuerda que no siempre el miedo de desagradar a los demás es cosa buena. Por desgracia, es grande el número de los que, por no desagradar o por no impresionar a alguien que está viviendo sus últimos días y los últimos momentos de su existencia terrena, le callan su estado real, haciéndole así un mal de incalculables dimensiones. Pero todavía es más elevado el número de los que ven a sus amigos en el error o en el pecado, o a punto de caer en uno o en otro, y permanecen mudos, y no mueven un dedo para evitarles estos males. ¿Concederíamos a quienes de tal modo se portasen con nosotros, el título de amigos? Ciertamente, no. Y, sin embargo, suelen hacerlo para no desagradarnos. "Por no desagradar" se pueden ocasionar así a los amigos -a nuestro próimo- auténticos males; podemos hacernos responsables de graves culpas, a las cuales convendría en muchas ocasiones el nombre de complicidad. Y esto, por no hablar ya del hecho de que, a menudo, cuando nos "dispensamos" de la corrección por creer que los otros -nuestros amigos- se disgustarían al sentirse hacer por nosotros, honrada y delicadamente, una sincera advertencia, formulamos sobre ellos un juicio que ciertamente no les honra, y que, por lo común, no es un juicio cristiano.

La discreción que no debe faltar 

La obligación de la corrección fraterna se ha de cumplir en determinadas formas y circunstancias. El Señor, en efecto, nos manda: "Ve y corrígelo", pero concreta luego que "a solas". Es fascinante este aviso, esta invitación a la delicadeza, al tacto, a la amistad. Trae inmediatamente a nuestra mente muchas virtudes cristianas: ante todo la caridad, que es la que nos mueve a hablar, la virtud que desata o frena las lenguas, según las circunstancias; luego, la prudencia cristiana, que ha sido justamente llamada, con imagen moderna y eficaz, el "consejo de administración de la caridad"; la humildad, que enseña, quizá más que cualquier otra virtud, a encontrar la palabra justa y el modo que no ofende, al recordarnos que también nosotros necesitaremos de muchas advertencias; la fortaleza de ánimo y la honestidad, por las cuales se reconoce al hombre verdadero y al cristiano auténtico. "A solas", he ahí un secreto para el bien, una prueba de amistad sincera, un seguro de fidelidad y de lealtad.

Hablar es una cosa, murmurar otra. Murmurar, es decir, hablar mal de una persona con otros, o contar a otros el mal que, a nuestro juicio, hace una determinada persona, es faltar a la caridad y, a menudo, a la justicia. Pero hacer notar a esa persona el mal que hace, advertir delicadamente a aquel hermano nuestro para que se corrija, es observar el precepto del Señor y cumplir un acto de caridad, ofreciendo una prueba de amistad verdadera y cristiana. Cuando estemos a punto de murmurar de alguien, tratemos, con la gracia de Dios, de contenernos, formulando el propósito de advertir a aquella persona, si es verdaderamente el caso, conforme a los criterios que deben presidir siempre la moralidad de nuestras acciones.

Es necesario a la vez saber escuchar 

Pero al deber de hablar corresponde, naturalmente, la obligación de escuchar. Quien no escucha se priva voluntariamente de esta ayuda, deja caducar un derecho suyo determinado: es decir, el derecho, fundado sobre la caridad, de ser advertido, de ser corregido, de ser, en definitiva, eficazmente ayudado. ¡Qué triste es no escuchar, y ser conocidos de todos como personas a las cuales nada se puede decir, como cristianos -de nombre, tan sólo- que rechazan con soberbia toda ayuda de los demás! El amor propio nos separa, nos distancia de los demás; nos establece en la soledad. Nos reduce a aquella trágica condición, tan tristemente deplorada por las Escrituras: Vae soli, qui cum ceiderit non habet sublevantem se; ¡infeliz del que está solo, porque cuando caiga no encontrará quien lo levante!

He aquí por qué el Señor, después de haber sancionado como obligatoria la corrección fraterna, añade: "Si te escucha, habrás ganado a tu hermano." Pues, en efecto, es muy cierto que del escuchar en estas circunstaneias surge siempre una viva y cristiana amistad, o se consolida y se hace todavía más profunda y auténtica la amistad ya existente. Las advertencias escuchadas, aceptadas y agradecidas son siempre vínculos de unión para toda amistad que se levante al nivel de la amistad cristiana. Ganar y ser ganados de este modo por los demás significa hacer sentir el soplo del espíritu evangélico en nuestras relaciones y en nuestras amistades.

Pregunta para el examen 

Si escuchamos a los demás cuando vengan a nosotros movidos por ese espíritu evangelico, por esa caridad cristiana, ejercitaremos, sobre todo, la virtud de la humildad, pues ninguna otra virtud dispone la mente como ésta para conocer la verdad y el corazón para recibir la paz. Y con la verdad y con la paz nos será más fácil enderezar, con la ayuda de Dios, nuestros senderos, y allanar el camino de nuestra vida moral. De tales disposiciones interiores aflorará muy pronto un sentimiento de viva gratitud hacia aquel hermano nuestro que toma tan a pecho nuestros problemas y la rectitud de nuestra vida; con lo que surgirán nuevos vínculos para una nueva amistad, hecha de leal sinceridad y de gratitud cordial.

Añadamos, pues, a la lista de las preguntas que acostumbremos a dirigirnos a la hora de nuestro cotidiano examen de conciencia, una que nos interrogue sobre el deber de la corrección fraterna. Y pongamos nuestras amistades, para que sean siempre más verdaderas y cristianas, al cobijo de este dulce mandato del Señor.

jueves, 10 de agosto de 2017

EL CAMINO DEL GRANO DE TRIGO


El camino del grano de trigo

El grano de trigo que con su muerte hoy será mañana espiga llena de frutos y alegrías. 


Por: P. Fernando Pascual | Fuente: Catholic.net 



Pasa más a menudo de lo que imaginamos. Un corazón busca a Dios, quiere servir a sus hermanos, estudia el Catecismo, lee escritos de grandes santos. Dedica tiempo a la oración, va a misa los domingos y varios días entre semana, empieza a rezar el rosario o a hacer otras oraciones de la espiritualidad cristiana. A pesar de todo, está inquieto. Como si su esfuerzo espiritual no valiese nada; como si estuviese ante un muro de silencios que le deja confundido, perplejo, lleno de zozobras.

Otras veces, el desasosiego nace espontáneamente, en vidas grises que no trabajan ni para el bien ni para el mal. O en otras vidas que iban “bien”, en corazones que creían tener cualidades y energías para afrontar los retos de la vida. De la noche a la mañana, un problema personal, un pleito en la familia, un suspenso en la universidad, una pelea con el novio o la novia, o simplemente el cambio de clima... y todo se vuelve oscuro, triste, vacío, misteriosamente absurdo.

Buscamos, entonces, desesperadamente, la paz del alma. A veces con un mayor esfuerzo en los compromisos cristianos. O con lecturas de más libros que puedan darnos algo de luz. O a través de un sacerdote al que presentamos nuestras zozobras, nuestras inquietudes, ese extraño cansancio ante la vida que puede sorprendernos a todos: al adolescente, al adulto, al anciano, al sano o al enfermo.

Buscamos la paz, anhelamos la paz. Casi como si Dios estuviese obligado a curarnos, como si el ir a una iglesia para rezar con el corazón abierto fuese suficiente para que la paz volviese al alma, como si la confesión o el diálogo con un sacerdote llevase, automáticamente, a la recuperación de la serenidad.

Es casi inevitable que actuemos así. Pero a veces podríamos preguntarnos si Dios no nos estaría pidiendo un paso más. Quizá la prueba, la dificultad, el abatimiento, son señales de un vivir frío, sin amor, sin esperanza, sin fe. Entonces habría que revisar cómo va, de verdad, nuestra vida de gracia; para extirpar cualquier sombra de pecado que nos paralice; para arrancar un egoísmo que todo lo domina, que todo lo dirige, que todo lo sopesa; para encender hogueras de fervor con el recurso serio, decidido, a todo lo que es propio de la vida cristiana.

Otras veces, lo que Dios nos pide es que dejemos de buscar esa misma paz como si fuese lo único importante para nosotros. Sería triste que viésemos nuestra fe católica como si fuese una garantía para solucionar problemas, como un seguro anti-balas contra depresiones y cansancios que, tarde o temprano, pueden llegarnos a todos. Ver así nuestra fe, desear que Dios siempre nos dé el caramelo cuando levantamos el dedo en medio de la tormenta, es olvidar que también es Evangelio la lección del grano de trigo.

No nos resulta nada fácil comprender que es parte del dinamismo cristiano, que es la esencia de cualquier vida humana, vivir según el grano de trigo. Si el grano no cae, si no muere, si no rompe sus defensas para ponerse en manos de la acción divina, no da fruto; porque el que ama su vida la pierde, mientras que el camino hacia la vida plena consiste, precisamente, en aceptar la muerte, a veces lenta, a veces dolorosa (cf. Jn 12,24).

En otras palabras, aunque nos cueste aceptarlo, también es vida cristiana la de quien, en medio de angustias y miedos, en medio de caídas involuntarias o voluntarias pero aborrecidas, en medio del dolor físico o de profundas penas morales, en medio incluso de depresiones y de apatías en el espíritu, coge cada día el arado y se pone a caminar. Sin mirar hacia atrás, sin lamentarse por lo que le falta, sin pensar si es justo vivir así, entre tantas inquietudes, sin un poco de paz en la propia vida.

Es triste ver cómo pululan aquí y allá métodos más o menos pseudocientíficos y pseudoespirituales que prometen una y otra vez devolver la paz interior, dar seguridades psicológicas, abrir horizontes de autorrealización. No pocas veces esos métodos buscan sugestionar a las personas para hacerlas pactar con sus pequeñeces, o para pensar que son mucho más de lo que hasta ahora habían pensado, o para invitarlas a “crecer” basadas simplemente en la propia voluntad y en sentimientos “positivos”, llenos no pocas veces de egoísmos y vacíos, profundamente vacíos, de Dios.

El camino del Evangelio, en cambio, es otro. Abnegación, renuncia, cruz, muerte. Para llegar a la vida hay que seguir el camino del Calvario. A la mañana de Pascua se llega a través del Viernes Santo. Es cierto, hemos de recordarlo siempre, que Cristo no deja de comprender que estamos hechos para esperar premios, para abrazar felicidades, para encontrar la paz profunda. Las bienaventuranzas tienen que iluminar y dirigir nuestros pasos. Pero todo ello llegará como regalo, como fruto maduro de quien empieza a decir no a su autorrealización y sí al camino del grano de trigo.

El mundo no sabe entrar en esta lógica, no comprende el camino del Evangelio. Existe el peligro, muy real, de que muchos cristianos tampoco pasemos por la puerta estrecha. Nos parecen duras las palabras del Maestro, y pensamos entonces en caminos más fáciles. Pero Cristo es claro: quien no toma su cruz, no podrá ser su discípulo, no podrá seguir las huellas del Señor Resucitado, que es también el Señor Crucificado (cf. Mt 16,24-26).

El camino está allí. Escogerlo es cosa de almas sencillas, que no desean grandezas demasiado humanas, que no miran si están más o menos satisfechas con su “grado de santidad”. Su sencillez, su obediencia, su renuncia, permiten el milagro. Al no querer ser nada, empiezan a serlo todo. Porque triunfan con Cristo glorioso, porque entran en el camino de la Vida verdadera, en el camino del grano de trigo que con su muerte hoy será mañana espiga llena de frutos y alegrías.

 

miércoles, 9 de agosto de 2017

LA CANANEA, LA FE QUE VENCE A DIOS

La cananea, la fe que vence a Dios
Parece que Dios muchas veces no nos escucha. Y es ahí cuando Dios está esperando ese último gesto de fe y confianza en su amor de Padre. 


Por: P. Juan J. Ferrán | Fuente: Catholic.net 



Encontramos el relato en Mt. 15, 21-28 y en Mc 7, 24-30.

Nos encontramos el ejemplo de una mujer anónima, llamada "La Cananea" por su origen, no por nombre propio. Nos va a enseñar cómo la fe es capaz de ganarle a Dios ese pulso que Dios le echa. Es un relato tan hermoso que parece casi un cuento de hadas. Sin embargo, aquella mujer se llevó en el corazón aquello que tanto quería: la curación de su hija.

"Ten piedad de mí, Señor. Mi hija está malamente endemoniada". Esta mujer parte de una realidad: nadie, a excepción de Dios, puede solucionarle eso que atormenta tanto su corazón, el tormento de su hija a manos del demonio. En nuestras vidas cuántas veces Dios no entra en nuestros cálculos humanos: son nuestras propias fuerzas, son los demás, es la esperanza en el progreso, es el psicólogo, las primeras puertas a las que llamamos. Cómo nos cuesta poder decir que aquella sencillez de Marta y María: "Señor, el que amas, está enfermo" Cómo nos cuesta ser niños ante Dios y decirle con esta mujer: "Ten piedad de mí".

Parece que Jesús no escucha aquel grito desgarrado, porque no le responde. Sin embargo, cómo le dolió a Cristo aquella súplica. Quiere poner a prueba la fe de aquella mujer para que su fe fuera más grande si cabía. Y son los discípulos quienes intervienen abogando en favor de ella, pero no por motivos profundos, sino para quitársela de encima, pues ya molestaba. Parece que Dios muchas veces no nos escucha, no nos oye. Nos llega a desesperar a veces el silencio de Dios. Es posible que hasta a veces pensemos que a Dios no le interesamos. Y es ahí justamente cuando Dios está esperando ese último gesto de entrega a él, de confianza en su amor de Padre.


Jesús responde a los discípulos, no a ella, que él no ha sido enviado más que a las ovejas perdidas de la casa de Israel. Es como un gesto de desprecio, de rechazo, como queriendo zanjar todo aquello de golpe. Pero ella insiste en su oración: "Señor, socórreme". Hay que ser humildes para aceptar a Dios. "Si no os hacéis como niños, no entraréis en el Reino de los Cielos". Ante aquel grito de dolor, Cristo va a poner la última prueba. Le dice que no está bien quitarle el pan a los hijos para dárselo a los perritos. Es como un insulto. Hoy diríamos que Cristo ha pisoteado la dignidad humana de aquella persona. Pero Él sabe lo que está haciendo, y lo que está haciendo es purificar aquel corazón plenamente antes de hacer el gran milagro.

Por ello responde la mujer que también los perritos comen de las migajas que caen de la mesa de sus señores. Aquello doblega el corazón de Cristo que ya desde antes venía sufriendo junto con aquella mujer aquel dolor terrible que experimentaba por la enfermedad de su hija. Ya no puede más, y ante tanta humildad dice: "Mujer, grande es tu fe; que te suceda como deseas". Y la hija quedó curada. La fe siempre lo puede todo hasta lo imposible. La fe y la humildad de una pobre mujer cananea habían doblegado el Corazón de Dios. "A los humildes Dios los bendice". ¡Cómo se llenaría de gozo el corazón de aquella mujer que ahora contemplaba a su hija curada! Diría: "Ha valido la pena pasar por esto mil veces", y tal vez no se daba cuenta del todo de que había sido su fe perseverante quien había ganado aquel duelo.

Nosotros los cristianos tenemos que aprender de esta mujer muchas cosas hermosas y bellas. A Dios se le vence con la fe, no con el orgullo. De Dios se obtiene todo no con el racionalismo, sino con la confianza. En Dios siempre encuentra uno acogida cuando se le acerca con humildad, no con auto-suficiencia. Por ello, estos ejercicios nos dan la oportunidad de revisar nuestra fe.

¿Es mi fe la primera actitud que define mi relación personal con Dios? O más bien, ¿la fe es el último recurso, cuando ya no cabe ninguna otra esperanza? A Dios le gusta que mi relación habitual, diaria, personal con Él se de siempre en el campo de la fe. Dios quiere que me fíe de Él, que tenga la suficiente confianza como para pedirle cosas de niño, que nunca ponga en duda su amor y su poder.

¿Es mi fe humilde? Parecería una contradicción porque la fe sin humildad no es tal. Pero conviene preguntarse si sé agarrarme de Dios incluso cuando no entiendo nada de nada, cuando no comprendo sus planes, cuando me resulta imposible ver su amor en algo que me ha sucedido. Entonces, tengo que hacerme pequeño y decirle a Dios: "No te entiendo, pero me fío de ti", como tuvo que hacer María al comprobar que duros eran los planes de Dios sobre el modo y el cómo del Nacimiento de su Hijo, o al ignorar cómo se iba a resolver el tema de su embarazo con José, o al escuchar que una espada iba a atravesar su corazón por culpa de aquel niño que llevaba a presentar ante el Señor.

¿Es mi fe tan grande que, incluso no entendiendo nada de nada de los planes de Dios sobre mí o sobre los demás, pongo por delante siempre mi fe absoluta en Él? ¡Cómo nos gustaría escuchar de los labios del mismo Dios: "Qué grande es tu fe. Que se haga como quieres"! Hay que apostar en la vida por Dios y aceptar que Dios nos sobrepasa y nos supera. No somos nada a su lado. Todo lo que de Él venga será bienvenido. No dejemos nunca que el orgullo nos someta y dejemos de curarnos porque se nos hace humillante bañarnos en el río que nos ha aconsejado Dios cuando tenemos ríos tan bellos en nuestra tierra (2 Re 5, 1-15).

El Evangelio de la gracia, la Buena Nueva de Cristo, nos ha enseñado que la fe es fundamental en el cristiano. Incluso cuando uno ve el futuro y siente ansiedad, incluso cuando uno ve los problemas y siente impotencia, incluso cuando uno constata los graves problemas que afligen al mundo, al hombre, a la familia. No hay otra solución que la fe. Dios es más grande que todo eso. Dios es quien me garantiza mi alegría y mi salvación.
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