lunes, 17 de diciembre de 2018

EL ADVIENTO DE MARÍA SANTÍSIMA


El Adviento de María Santísima
¿Quién es la que ha esperado en perfección la venida del Salvador? La Virgen Santísima


Por: Madre Adela Galindo | Fuente: Corazones.org 




ADVIENTO es tiempo de espera, tiempo en que aguardamos la manifestación de un gran acontecimiento: el nacimiento de Nuestro Salvador. Tiempo de espera gozosa y expectante, ya que lo que esperamos es la llegada de nuestra salvación. Es un tiempo importante y solemne, tiempo favorable, día de salvación, de la paz y de la reconciliación; es el tiempo que estuvieron esperando y ansiando los patriarcas y profetas, y que fue de tantos suspiros; es el tiempo que Simeón vio lleno de alegría, que la Iglesia celebra solemnemente y que también nosotros debemos vivir en todo momento con fervor, alabando y dando gracias al Padre Eterno por la misericordia que en este misterio nos ha manifestado. Por eso escuchamos la exclamación del profeta Simeón al tener ante sus ojos al Salvador tan esperado: “Ahora, Señor, según tu promesa, puedes dejar a tu siervo irse en paz, porque mis ojos han visto tu salvación, la que has preparado ante todos los pueblos. Luz para alumbrar a las naciones y gloria de tu pueblo Israel” 
(Lucas 2:29-32).

Adviento es el tiempo que vivió la profetisa Ana, también en el templo, en oración y ayunos. Por ello, hablaba del niño a los que esperaban la redención de Jerusalén. Adviento es el tiempo de espera y preparación para las manifestaciones de Dios. Siempre las manifestaciones del Señor requerirán de nuestra parte una especial preparación. Todo período anterior a una manifestación de Dios debe considerarse un adviento y vivirse como tal. Esperar sin preparar el corazón para el evento que se espera es desaprovechar el tiempo de gracia que el Señor ha determinado para la humanidad.

Adviento: poner la mirada en el misterio de la Encarnación En el Evangelio de San Lucas, cuando el Señor anuncia el año de gracia, dice que “todos los hombres fijaron su mirada en Él” en medio de las grandes oscuridades del mundo, aparece su luz. “La palabra se hizo carne y habitó entre nosotros, en ella estaba la vida y la vida era la luz de los hombres, y la luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no pudieron apagarla” (Juan 1).

La historia de la salvación tiene en Cristo su punto culminante y su significado supremo. Él es el Alfa y el Omega, el principio y el fin. Todo fue creado por Él y para Él, y todo se mantiene en Él. Es el Señor de la historia y del tiempo. En Él, el Padre ha dicho la palabra definitiva sobre el hombre y la historia. (“Tertio Millennio Adveniente” # 5). Él es el mismo, ayer, hoy y siempre.

La encarnación es la revelación de Dios hecho hombre en el seno de María Santísima por obra del Espíritu Santo. Viene al mundo a través de Ella, prepara con una gracia excelentísima, única y singular, a Aquella que sería su Madre, su portadora, el canal privilegiado y la asociada por excelencia en la obra de redención. Dios intervino en la humanidad a través de la mediación materna de María. Siempre será así. Es a través de Ella que viene el Redentor al mundo. Es Ella quien lo trae y presenta al mundo. Por eso, no podemos fijar la mirada en la Encarnación del Verbo, sin contemplar necesariamente a la Virgen Santísima.

Ella es instrumento singularísimo en la Encarnación. Por su fíat Dios se hace hombre en Ella. San Bernardo dijo: “Nunca la historia del hombre dependió tanto, como entonces, del consentimiento de la criatura humana”.

En este tiempo de Adviento, en que fijamos la mirada en la Encarnación del Verbo, para prepararnos mejor a su manifestación, debemos contemplar a María, Aquella elegida para estar unida a este gran misterio. “La alegría de la Encarnación no sería completa si la mirada no se dirigiese a Aquella que, obedeciendo totalmente al Padre, engendró para nosotros en la carne al Hijo de Dios. Llamada a ser la Madre de Dios, María vivió plenamente su maternidad desde el día de la concepción virginal, culminándola en el Calvario a los pies de la Cruz”.

Ella nos conduce a contemplar el Misterio de la Encarnación, pues es partícipe como nadie. Ella nos dirige como la Estrella que guía con seguridad sus pasos al encuentro del Señor (“Tertio Millennio Adveniente” # 59). Ella es la elegida para traer al Verbo, vive el Adviento, la espera del Salvador, nos enseña a abrir de par en par el Corazón al Redentor, como tanto nos ha pedido San Juan Pablo II. Como se espera con corazón abierto al Redentor. No podemos vivir plenamente el Adviento sin dirigir la mirada al primero y al personaje que lo vive. Ella es el corazón que ha sido preparado por Dios para esperar, para abrir el camino al Salvador.


El Adviento de María

El Señor quiso preparar el corazón de los justos del Antiguo Testamento con las condiciones necesarias para recibir al Mesías. Entre más estuvieran llenos de fe y confianza en las promesas recibidas, más llenos de esperanza por verlas realizadas y más ardieran de amor por el Redentor, más listos estaban para recibir la abundancia de gracias que el Salvador traería al mundo. A medida que pasaba el tiempo, Dios iba preparando con mayor intensidad a su pueblo, derramando gracias, hablando, despertando más el anhelo de ver al Salvador y levantando hombres y mujeres que prefiguraban a quienes estarían en relación directa con el Salvador en su venida.

¿Quién es la que ha esperado en perfección la venida del Salvador?
La Virgen Santísima. Toda esta preparación de Dios a su pueblo alcanza su culmen en la Santísima Virgen María, la escogida para ser la Madre del Redentor. Ella fue preparada por el Señor de manera única y extraordinaria, haciéndola Inmaculada. Tanto le importa a Dios preparar nuestros corazones para recibir las manifestaciones de su presencia y todas las gracias que Él desea darnos, que vemos lo que hizo con la Santísima Virgen María. Ella fue concebida inmaculada, sin mancha de pecado, sin tendencias pecaminosas, sin deseos desordenados, su corazón totalmente puro, espera, ansía y añora solo a Dios. Toda esa acción milagrosa del Espíritu Santo en ella tuvo un propósito: prepararla para llevar en su seno al Salvador del mundo. Eso es lo que requiere ser la Madre del Salvador.

Si entre la fe en las promesas, la esperanza en verlas realizadas y el ardiente amor hacia el Salvador hacía a un corazón más capaz de recibir al Señor, imagínense la intensidad de la fe, la esperanza y la caridad que residían en el Corazón de María, que lo hizo capaz de concebir en su seno al Hijo de Dios.

El Adviento de la Virgen María está marcado por las tres grandes virtudes teologales: Fe, Esperanza y Caridad.


LA FE DE LA VIRGEN MARÍA

La Fe es la virtud por la que creemos firmemente en las verdades que Dios ha revelado. “La fe es la garantía de los bienes que se esperan, la certeza de las realidades que no se ven” (Hebreos 11:1).

La fe es una virtud infusa, o sea, dada por Dios directamente en el alma. Pero hay que alimentarla y hacerla madurar a través de nuestros actos de obediencia y confianza. Creer nunca ha sido fácil, ya que siempre implica una renuncia a las medidas propias para aceptar la medida de Dios, que es infinitamente superior a las nuestras.

La Virgen Santísima tuvo una fe ejemplar. No ha existido criatura alguna que se pueda comparar a la fe de Nuestra Madre, ya que su vida requirió de su corazón una fe heroica capaz de poder responder en plenitud al misterio al cual se le llamó y en el cual siempre viviría.

Según el Evangelista San Lucas, la Virgen María se mueve exclusivamente en el ámbito de la fe.


La fe de MarÍa en la Anunciación

Desde el saludo: “Ave, llena de gracia, el Señor está contigo” (Lucas 1:28), requiere fe, pues el ángel le presentaba toda una identidad de la que ella no estaba consciente. Es por eso que leemos que María se turbó ante aquellas palabras. La razón es porque el ángel la invita a darse cuenta de lo privilegiada que había sido por Dios y de lo sublime que era la elección de Dios hacia ella. Solo la fe le permite aceptarse por lo que el ángel le dice que es en el plan de Dios: la llena de gracia. La fe de María la lleva a aceptar con humildad el misterio de su propio ser, ya que ella es situada en un lugar singular para una criatura humana.

Fe para creer que su Hijo sería llamado hijo del Altísimo. El Dios hecho hombre, la Palabra encarnada.

La pregunta de María: “¿y cómo será esto pues no conozco varón?”, no es una duda o falta de fe, sino como muchos padres de la Iglesia concuerdan en decir, María aparentemente había hecho un voto de virginidad y aunque estaba desposada con José de hecho no intentaba romper su voto. Y es por eso la pregunta, pues ella debía oír de Dios cómo se daría esta concepción siendo ella virgen, ya que humanamente su maternidad era imposible. Pero es precisamente este camino de la imposibilidad el que Dios elige para demostrar que en realidad para Dios todo es posible.

La fe se convierte para María en la única medida para abrazar no solo su propio misterio, sino el de su mismo hijo: un puro don que Dios le ha dado no para su gozo o su exaltación, sino para el bien de todos.

Las palabras con que la Virgen María da su asentimiento: “Hágase en mí según Su Palabra", nos revelan la consciente aceptación de su función ante el desafío de una realidad y de un conjunto de acontecimientos que están más allá de la medida de la inteligencia y de los pensamientos humanos. Y esta respuesta solo la pudo dar un corazón lleno de fe.

“He aquí la esclava del Señor”. Esta es una profunda confesión de humildad y obediencia, pero sobre todo de confianza total en la palabra de Dios que, precisamente porque no encontrar el más mínimo obstáculo o una sombra de vacilación en el corazón de María, se convertirá de manera absoluta en palabra creadora (“La Palabra se hizo carne”). Ella creía tanto en la Palabra de Dios, que se hizo carne en su seno virginal. “Si tuvieran fe como grano de mostaza”, nos dijo el Señor (Mateo 17:20), “dirían a las montañas muévete y se moverían”. Qué clase de fe la de María Santísima que alcanzó ese inexplicable milagro: una concepción virginal....

San Agustín: “Ella concibió primero en su corazón (por la fe) y después en su vientre”.

María escucha plenamente, acoge y medita dentro de su corazón para dar fruto. Esta palabra, que requiere fe, disponibilidad, humildad, prontitud, es aceptada tal como se deben acoger las cosas de Dios. En María debemos reconocer las palabras de Jesús: “Bienaventurados los que escuchan la palabra de Dios y la cumplen” (Lucas 11:27-28) Por lo tanto, la maternidad de María no es solo ni principalmente un proceso biológico. Es ante todo el fruto de la adhesión amorosa y atenta a la palabra de Dios.

Cuando María dijo: "Hágase en mí según Su Palabra", dio su consentimiento no solo a recibir al Niño, sino un sí a todo lo que conllevaba el ser la Madre del Salvador. Este consentimiento de María pone de relieve la calidad excepcional de su acto de fe. Fe es, ante todo, conversión, o sea, entrar en el horizonte de Dios, en la mente de Dios, en los pensamientos de Dios y de sus obras.

En el cántico del Magníficat, Isabel dice a la Virgen María: “Bienaventurada por haber creído que se cumplirá lo que te fue anunciado de parte del Señor” (Lucas 2:45), e inmediatamente después María responde a ese reconocimiento de su fe con el cántico del Magníficat, que considero es un canto de fe profunda, que fluye de un corazón auténticamente humilde. Pues la fe solo nace en un corazón humilde y sencillo.

“Miró con bondad la humillación de su sierva”. Solo reconociéndose nada es que puede apreciar y a la vez necesitar fe para creer en las maravillas que Dios había hecho y haría con ella.

“En adelante me felicitarán todas las generaciones”. Fe de que la vida plena en Dios da frutos abundantes.

“El poderoso ha hecho grandes cosas en mí”. Fe de que Dios interviene en la vida de sus hijos.

“Su misericordia se extiende de generación en generación sobre aquellos que le temen”. Y empieza a describir lo que por fe sabe que Dios hará con su pueblo.


En el nacimiento de Jesús

Todos los demás acontecimientos de la vida de María Santísima pueden comprenderse tan solo a la luz de la fe, que le hace palpar el sentido de las cosas y el signo de la presencia de Dios incluso en donde, humanamente, podía parecer que no había ningún sentido o que Dios se había ocultado de alguna manera.

Pensemos en la extrema pobreza... ¿no era también una prueba para la fe de María, a quien el ángel había anunciado el nacimiento del Mesías, un Mesías Rey tan pobre que ni siquiera tenía casa propia y que recibía tan solo el homenaje de unos humildes pastores? ¿En que consistía entonces ese reino que había mencionado el ángel? ¿No se habría engañado ella al interpretar esas palabras?

Las apariencias parecerían desmentir su fe, pero es por eso que “María guardaba todas las cosas en su corazón”, porque quería a través de la fe descubrir la profundidad de las cosas y llegar incluso a creer con más intensidad. Este guardar todas las cosas en su corazón era una búsqueda honesta del sentido de los acontecimientos que ella se empeña en explorar, porque está segura de que Dios no puede haberla engañado ni puede dejarla desamparada.


María, peregrina en la fe según el Vaticano II

En el documento conciliar “Lumen Gentium” capítulo VII, la Iglesia nos habla acerca de la fe de María Santísima.

1) Itinerario de fe: Siguiendo a María a través de las diversas etapas de su itinerario terreno, se pone de manifiesto su constante y radical confianza en Dios.

-A pesar de que esto es fruto de la gracia, es al mismo tiempo obra de la colaboración propia de María con el plan de Dios. Los padres de la Iglesia nos enseñan que María no fue un instrumento pasivo en manos de Dios, sino que cooperó en la obra de salvación del hombre con fe y obediencia libres.

San Ireneo: “Creyendo y obedeciendo se hizo causa de salvación para sí misma y para todo el género humano”.

“Lo atado por la incredulidad de Eva lo desató María mediante su fe. El nudo de la desobediencia de Eva fue desatado por la obediencia de María” (“Lumen Gentium” # 56).

“Así avanzó también la Santísima Virgen en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente su unión con el Hijo hasta la cruz, junto a la cual, no sin un designio divino, se mantuvo en pie, sufriendo profundamente con su unigénito y asociándose con entrañas maternales a su sacrificio, consintiendo amorosamente en la inmolación de la víctima que ella misma había engendrado” (“Lumen Gentium” # 58).

2) La fe de María es modelo para la Iglesia: pues igual que María, la Iglesia tiene su propio itinerario, y es la fe la que guiará a la Iglesia por todos los instantes de su vida. ¿No fue acaso la fe de María la que pidió a su Hijo el milagro en Caná, a través del cual los discípulos creyeron?

La fe de María fue la más perfecta: las verdades sublimes le fueron presentadas y ella las aceptó con prontitud y con constancia. Ella fue llamada a tener una fe difícil. Pues si es verdad que Dios hizo en ella “cosas grandes” (Lucas 1:49), no debemos olvidar que esto requirió que ella estuviera a la altura de esa dura tarea que le fue confiada. Y la dificultad de su fe se refiere tanto a su maternidad divina y virginal, como a la capacidad de vivir y convivir permanentemente con el misterio de la persona de su Hijo y su plan de redención.



María creyó:

-Con prontitud: No dudo ni un instante. “Hágase en mí según su voluntad”.
-Con constancia: en las tantas pruebas y tribulaciones de su vida, su fe fue siempre fuerte y generosa. Como una roca en el medio del mar, que las tormentas no pueden mover.

La esperanza de María
“Bienaventurado el que espera en Yahveh” (Salmo 33:9).
“Bienaventurado aquel cuya esperanza es Yahveh, su Dios” 
(Salmo 146:5).

La esperanza es una virtud teologal nacida de la fe; la espera es una actitud vital nacida de la esperanza y del amor. “Esperar en”... es tener esperanza; “esperar o aguardar a”.. es anhelar al que es objeto de nuestra fe, nuestra esperanza y nuestro amor.

Por esto es que nadie espera si no cree: “Aguardando la bienaventurada esperanza” (Tito 2:13).

La esperanza se funda en un atributo de Dios; su bondad y su fidelidad a las promesas; la espera se refiere a un encuentro personal con el amado.

María esperó, en primer lugar, que con la gracia de Dios podía ser esposa virgen. Estaba ya desposada con San José y se mantenía firme en su propósito de no conocer varón. El Espíritu Santo, que la iluminó para mostrarle el camino de la vida consagrada a Dios, la fortaleció para confiar que podrían unirse en su vida, el ser verdadera esposa y el mantenerse siempre virgen. Y no fue defraudada en su esperanza: el mismo espíritu que a ella la guía por el camino de pureza inmaculada sembró en el corazón de San José, el varón justo, un amor tan casto que hizo posible un matrimonio virginal.

Cuando el ángel le revela los designios de Dios acerca de su maternidad por obra del Espíritu Santo, y no efecto de unión con ningún varón, María espera también, contra toda esperanza natural, que sin intervención humana se depositase en su seno la semilla de la vida, la encarnación del Verbo.

María advierte la angustia y la duda de su esposo San José al conocer de su embarazo. Ella pudo sencillamente manifestar a José el misterio que a Ella se le había revelado, con lo cual sus angustias hubieran desaparecido; pero ella prefería esperar en el plan perfecto de Dios y repetir como en el salmo 74:22: “Alzate, Oh Dios, y defiende tu causa”. Por eso María callaba, oraba y esperaba en Dios. Y por su espera, un ángel se le aparece en sueños a José y le revela que María concibió por obra del Espíritu Santo y que el fruto de sus entrañas virginales sería el Salvador del mundo, el Emmanuel, el Mesías.


Esperando a Dios

Ya antes de que el arcángel la visitara en Nazaret, María esperaba como fiel israelita, con fe mesiánica, la venida del Redentor. Si las Escrituras nos dicen que Simeón “esperaba la consolación de Israel” y que José de Arimatea “esperaba el reino de Dios”, podemos imaginarnos como María (la inmaculada) esperaba tan ardientemente al Mesías. Lo esperaba con tanta fuerza y anhelo que mereció ser la escogida para tenerle en su seno, siendo así la más "bendita entre las mujeres".

Desde el momento en que María dio su consentimiento al anuncio del ángel, Ella espera ver con sus propios ojos la plenitud de la promesa hecha por el ángel. Lleva en su corazón la expectación de tener a Dios hecho hombre en sus entrañas, su hijo ya presente dentro de ella. Es este precisamente el misterio del Adviento... esperar con alegría y añoranza la revelación del hijo de Dios. Es María quien inicia el Adviento, y es de Ella de quien la Iglesia aprende a esperar, a permanecer en ese estado de expectación. La Iglesia aprende de María Santísima a vivir el adviento.

A partir de aquel momento de la anunciación empezó en María una nueva espera. Ya estaba llena de Dios por dentro; pero quería estarlo también por fuera. Ya tenía al Verbo encarnado en su seno, pero quería tenerlo también en sus brazos y en su regazo. Ya le notaba en sus entrañas, pero ansiaba verlo con sus ojos, oírlo con sus oídos, besarlo con sus labios, abrazarlo con sus brazos, amamantarlo con sus pechos.

Por eso María lo esperaba con tan firme esperanza. Y a medida que se acercaba el día y la hora, aumentaba en María el ansia y el deseo de la llegada del Mesías. Ni los más arrebatadores anhelos de los místicos, cuando en su noche oscura esperan que el Señor se les revele, se puede comparar al anhelo de la espera de María en la noche de Belén.

Con un ardor inmensamente más encendido, con una esperanza sin comparación más firme, con un anhelo infinitamente más vehemente, con un ansia indeciblemente más sosegada, esperó María la hora del alumbramiento.

“Los fieles, considerando el amor inefable con que la Virgen madre esperó a su Hijo, están invitados a tomarla como modelo y a prepararse a salir al encuentro del Salvador que viene, velando en oración y cantando su alabanza" (misal romano prefacio de Adviento).



La caridad de María

Pero la espera de María no era egoísta, no se basaba en la expectación simplemente de su hijo, sino del Mesías, el Salvador del mundo, quien venía por amor a los hombres a salvarlos. Es por esto que desde el principio hasta el final, María tendrá siempre una disposición interior de caridad y pobreza: nunca poseyendo al hijo, sino entregándolo. Por lo tanto, en su espera por el hijo que nacerá, ella está consciente que vendrá para el mundo y no para que ella lo posea. Es por eso que vemos en las Escrituras que María lo coloca en el pesebre y lo acuesta, en vez de estrecharlo para sí.

La espera de María, el adviento de María, es también una preparación al sufrimiento, una preparación para el rechazo, el establo, la pobreza, el martirio de los niños, la huida a Egipto sin saber cuando regresarían; para la pérdida de Jesús en el templo hasta encontrarlo; para la separación a la hora de entrar en su vida pública; para recorrer al lado de su hijo el camino de la cruz; para esperar la Resurrección; para separarse de Él en su Ascensión y para esperar por el momento en que se reunieran en el cielo.

Toda esta esperanza de María la prepara para oír a Simeón, quien le anunció que, por su unión a la misión redentora de Cristo, ella participaría de sus persecuciones hasta el punto de que “una espada traspasaría su alma” (Lucas 2:35). Ella no se atemorizó ante esta profecía, puso en Dios su esperanza y, cuando llegaron las horas sombrías de Egipto, de Jerusalén y del Calvario, sostenida por la gracia del Señor, vio siempre que era verdad que Dios no desampara a los que esperan en Él.

Y esta fe y esperanza de María que fluyen tan abundantemente de su caridad, la preparan para la gran noche del alumbramiento, la noche de Navidad, cuando el hijo de Dios y de María nace en un establo de Belén en medio de vicisitudes, negaciones, rechazo, pobreza... Su espera, su fe, su caridad, la hacen descubrir en esa noche fría y entre animales, la gran noche de la gloria de Dios, donde el Mesías nace para traer a los hombres la salvación.

Vamos a ver en Lucas 2:1-19 cómo sucede esta noche tan esperada por María, la noche en que daría a luz al redentor.

Narración:

“Salieron de Nazaret a Belén para responder a un censo ordenado por el emperador romano César Augusto.

No encontraron sitio de alojamiento. Se quedaron en un establo. Dio a luz a su hijo primogénito. Le envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre”.

Explicación:

Fe: creer que detrás de la aparente orden del emperador estaba el designio de Dios. Pues María sabía que nada sucede sin que Dios lo permita. Había en este evento un designio mayor.

No es fácil para una mujer a punto de dar a luz el tener que hacer un viaje de esta magnitud. Era ir a pie o en burro. María nunca se queja de las vicisitudes del momento.

Cuando José y María buscaban albergue en alguna casa de Belén... Todos le cerraron las puertas y María tuvo que dar a luz en un establo. ¡Imagínense!... Cuántas personas que no abrieron las puertas de su casa a María perdieron la gracia, la bendición de que Jesús naciera en sus hogares.

El aceptar a María Santísima era aceptar a Jesús. Abrir la puerta a María Santísima significaba abrirle la puerta a Jesús, porque la Misión de María es darnos a Jesús, es dar a luz a Jesús en nuestros corazones.

Imagínense, sobre este tema qué nos puede decir la Virgen Santísima si San Pablo nos dice en Gálatas 4:19: “Hijos míos, por quienes de nuevo sufro dolores de parto, hasta ver a Cristo formado en vosotros”. ¡Cómo debe sufrir Ella!

El establo era un sitio para animales, quizás para los limosneros, y pensar que un establo sucio y de mal olor fue donde el Rey de Reyes nació. Me pregunto qué habrá sentido la Virgen. Yo estoy casi segura de que en todo el camino ella iba orando, pidiéndole al Padre Celestial que proveyera un lugar para ellos y para que el Mesías, el Hijo de Dios, pudiera nacer. La fe de María le hacía ver que la puerta que Dios Padre abriera era la que en su plan perfecto debía ser, y el regalo de providencia de Dios fue un establo. ¡Feliz la que ha creído que de cualquier manera se cumplirían las promesas del Señor! María no tiene expectaciones propias, Ella espera en el Señor. María es la perfecta solidaria con aquellos que viven en espera de la providencia de Dios.

En Belén experimentó María lo que es ser pobre y carente de fortuna con todas sus consecuencias: por casa tuvo una cueva; por cuna para su Hijo Divino, un pesebre; por tibio ambiente de hogar, el frío tajante de la noche; por compañía, según la tradición, dos animales de establo. Por eso la Navidad es un evento de pobreza y para los pobres de espíritu y de materia. Debemos vivir la Navidad, no solo celebrarla. Vivirla es encarnar en nosotros lo que pasó en ese evento. Es por eso que la Navidad debe ser más que nunca un momento de abrir nuestros corazones y nuestras casas a los necesitados.

Tuvo su hijo y lo colocó en el pesebre. El primer impulso de una madre es estrechar a su hijo hacia sí. María lo pone en el pesebre. Este es su papel, dar a su hijo al mundo, colocarlo en el pesebre frío de los corazones humanos. Eso es lo que Ella ha hecho desde el nacimiento de Jesús, entregarnos a su hijo.

Los pañales: cuidados propios de una madre. Jesús dependía de su madre en todo. Ella lo alimentó, lo limpió, lo cuidó, lo envolvió. La gran pregunta: Si Dios Padre entregó a su Hijo al cuidado de María, si Dios hecho hombre depende de María y de sus cuidados maternales, ¿cómo es posible que nosotros no busquemos a esta Madre para que lo que Ella hizo en y por Jesús, lo haga hoy en nosotros? ¿Por qué nos cuesta tanto depender de María, si Jesús dependía de Ella?

Los pastores: (son los sencillos los que ven primero a Dios)
A ellos se les anunció que el Salvador ya había llegado.
La señal sería: un niño envuelto en pañales y acostado en un pesebre. Este acto tan insignificante realizado por María se convierte en la señal por la que identificarían a Jesús. Esto nos enseña que todo lo que María hace es para hacernos más fácil el encuentro con Cristo. Ella nos prepara el camino, para que podamos con más rapidez reconocer al Salvador.

Veamos también cómo al Salvador se le encuentra en lo pequeño.

Encontraron al niño al lado de María. Siempre la madre junto a su hijo. Donde esta María ahí está Jesús y donde está Jesús ahí está María.

“María está tan unida a Cristo que sería más fácil separar la luz del mismo sol, el calor del fuego, los santos de Dios, pero no a María de su Hijo querido” (San Luis María Grignon de Montfort).

“No hay lugar donde nosotros, criaturas débiles, encontremos a Jesús más cercano a nuestra debilidad, que hecho niño en los brazos de Su Madre” (San Luis María Grignon de Montfort).

San Antonio -Doctor de la Iglesia-. Ser doctor de la Iglesia significa que su doctrina debe ser aceptada por todos los fieles y ensenada en toda la Iglesia. Él dijo: “Oh, mi adorado Jesús, ¿dónde debo buscarte?, ¿dónde te encontraría?, ¿dónde vives y descansas? Y él mismo se responde: en María.

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