Juan Pablo II ha elevado a los altares a Jacinta
y Francisco. Se trata de hecho de la primera beatificación de
niños que no son mártires, de ahí la necesidad del
todo peculiar de probar el ejercicio de sus virtudes cristianas
de manera verdaderamente ejemplar.
En lo que respecta a su carácter,
eran muy distintos: Francisco, más bien reflexivo, reservado, bueno, flexible,
conciliador, siempre dispuesto a ceder con tal de que no
hubiera conflictos; Jacinta era sin embargo una niña vivaz, sensible,
pero también --como la describe la propia Lucía-- susceptible y
caprichosa, que fácilmente se encerraba en un enfado cuando había
cualquier disputa. Según cuenta Lucía, prima de los niños en
el Carmelo de Coimbra, Francisco y Jacinta ni siquiera parecían
hermanos, a no ser por sus facciones. En cuanto a
la fisonomía espiritual --muy importante en el contexto de una
beatificación-- hay que destacar que los dos tienen que decir a
sus contemporáneos algo de mucha importancia y lo hacen como
niños, porque permanecieron como auténticos niños, aunque progresaron notablemente en
su madurez y profundización del espíritu cristiano. Así lo explica
a los micrófonos de Radio Vaticana el Postulador de la causa
de beatificación, el padre Paolo Molinari: «Su ejemplo nos dice
que los niños tienen el corazón abierto al Señor y
permanecen dóciles y atentos a las invitaciones de Dios, pueden
y deben crecer constantemente en el auténtico amor personal a
Jesucristo, con un sincero y activo amor hacia las demás personas».
Les
encantaba jugar y llevaban a pastar a las ovejas que
les habían sido confiadas. Según las tradiciones familiares, debían recitar
el Rosario. Con la espontaneidad y la sencillez de los niños,
para tener más tiempo para jugar, habían encontrado ingeniosamente el
modo de recitarlo de una manera muy veloz, diciendo sólo
«Ave María, Ave María, Ave María...». Así lo despachaban
en dos minutos y el resto del tiempo lo dedicaban
a jugar…
«Esto revela toda la autenticidad de la infancia --continúa
explicando Molinari--: permanecen como verdaderos niños aunque , después de
las apariciones y, por lo tanto, dada la docilidad a
las mociones de la gracia de Dios, intensifican su modo de
orar y por ello no sólo rezan el Rosario de
manera apropiada, sino que encuentran incluso tiempo para dedicar a
la meditación de los misterios del Señor».
Ello se hace evidente
en particular en Francisco, quien se ha impresionado sobre todo
por la tristeza de Jesús en Getsemaní por los pecados
de los hombres. Francisco desarrolla un amor personal al Señor,
sintiendo intensamente la necesidad de hacerle compañía para consolarle en
esta tristeza y por lo tanto hacer sacrificios de reparación
y conseguir que los hombres se conviertan.
Jacinta, por su parte,
con su delicadeza de corazón, tiene compasión hacia éstos y
así se sacrifica, ofrece sus oraciones, intensifica todo su modo
de vivir cristiano para obtener que aquellos que ofenden al
Señor cambien de vida y se reduzcan también todas las
penas que deberían derivarse del pecado. Ambos rezan y ofrecen
su propia vida particularmente para obtener la paz: su existencia
transcurre de hecho en los últimos años de la primera
guerra mundial.
«El mensaje de estos dos niños --dice el padre
Molinari--, me parece decisivo: es el de una intensificación de
la vida espiritual, y por lo tanto también de una
auténtica oración, orientada sin embargo a los otros: no se
trata de un intimismo espiritual que no es ciertamente el
verdadero cristianismo. Todo lo que hacen, incluida su oración y
sus sacrificios, está dirigido al bien de los demás y
a obtener que el mundo cambie, que la sociedad se transforme,
para que los hombres no sigan sus instintos malvados y
su egoísmo, sino que piensen mejor en vivir según los
deseos de Dios».
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