miércoles, 13 de noviembre de 2013

ORAR CON MARÍA


Orar como María
Padre Eusebio Gómez Navarro OCD
 

En un artículo aparecido en Selecciones, abril del 88, se narra la historia de un joven de 15 años que sufría de leucemia. Para nada habían servido el cuidado de doctores, enfermeras y el cariño de su madre. La enfermedad y la depresión se habían adueñado seriamente de aquel joven. Sin embargo, un día se le antojó tener flores en la habitación. Su madre encargó un hermoso arreglo floral. Además de la tarjeta de su madre venía otra, escondida entre las flores que decía, “Douglas, fui yo, Laura, quien atendió el pedido de tus flores. De niña, a mis 7 años, padecí también, igual que tú, de leucemia. Hoy tengo 22 años y me siento muy bien. No lo olvides, te puedes curar. Mi corazón está contigo.

“Mi corazón está contigo”. El amor de aquella madre estaba siempre con su hijo, con él estaba, además, la compasión de Laura, quien conocía en carne propia los estragos de la leucemia. Fueron esos dos amores, hechos presencia y oración, los que lograron vencer la depresión y enfermedad de aquel joven. Con la fuerza del amor, Douglas se animó, enfrentó la enfermedad y salió adelante.
Hay muchas definiciones de oración. Orar, es, también estar con él y con los otros. Un gran ejemplo de esta clase de oración fue María, ella siempre supo estar con Dios, con los otros, con su hijo y con nosotros.

María estuvo con Dios. En la soledad descubrió su presencia y su omnipotencia; nada era imposible para el Dios que vivía en ella (Lc 1,36). Y como ella había dejado entrada total al Hacedor de Maravillas, Dios se hace transparencia en sus entrañas y ella se hace portadora de la inmensidad de Dios, del misterio, de la salvación.

María estuvo con los otros. Quien vive en comunión con Dios, logra descubrir a los otros. Quien se rinde a Dios y se abandona en sus manos, ofrece éstas para atender las necesidades de los otros. El ver y sentir por los otros exige ponerse en camino y salir del mundo familiar para ir a la casa del necesitado. La visita de María a Isabel es un llevar el misterio de la sencillez y grandeza que llevaba en sus entrañas; ella es testigo de la transformación que el Todopoderoso ha hecho en su vida, por eso alaba, engrandece y se alegra en el Dios que la ha salvado (Lc 1,46-47).

María estuvo con su hijo. El Dios que llevaba en sus entrañas se hacía ahora más visible, lo podía tener en sus manos, tocarlo, acariciarlo, mostrárselo a los pobres pastores y a los magos ricos.
Fue su misión mostrar la luz a todos, estar cerca de él: recibirle, acompañarle, protegerle y alimentarle.

La Virgen María oró y es modelo de oración para el cristiano. Dice Pablo VI, en la Marialis Cultus, n. 18: “María es la ‘Virgen orante’. Así aparece ella en su visita a la madre del Precursor, donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el ‘Magnificat’ (Lc, 46-55), la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque – como parece sugerir San Ireneo– en el cántico de María fluyó el regocijo de Abrahán que presencia el Mesías ( Jn 8,56) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia: “Saltando de gozo, María proclamaba proféticamente en nombre de la Iglesia: Mi alma engrandece al Señor…” 

En efecto, el cántico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos. “Virgen orante” aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo con delicada súplica una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la gracia: que Jesús, realizando el primero de sus “signos”, confirme a sus discípulos en la fe en él (Jn 2, 1-12). También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración: “los apóstoles perseveraban unánimes en la oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y con sus hermanos” (Act 1, 14): presencia orante de María en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todo tiempo, porque ella asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación”.

María, como Abraham, intercede por la humanidad, por los que no tenían vino y manda hacer lo que el Señor dice. Faltaba el vino en aquella boda de Caná de Galilea. El vino es signo de alegría, de fortaleza. Faltar el vino en una boda, en el ambiente judío, significaba el fin de la fiesta. Y María, que se dio cuenta, dijo a Jesús: “no tienen vino”. Y a los sirvientes les mandó: “Hagan lo que él les diga” (Jn 2, 1-11). Su acción fue salvadora. 

María fue y sigue siendo intercesora. Silvano el Archimandrita cuenta cómo san Antonio había orado al Señor que le mostrara a quién se podría parecer. “Dios le hizo comprender que no había alcanzado la medida de un zapatero de Alejandría. Antonio dejó el desierto, se fue a casa del zapatero y le preguntó cómo vivía. Él le respondió que daba un tercio de su renta a la Iglesia, otro a los pobres y que guardaba el resto para él. Esto no le pareció nada extraordinario a Antonio que había abandonado todos sus bienes y vivía en el desierto en la mayor pobreza. Ahí no estaba pues su superioridad. Entonces Antonio le dijo: 

“El Señor me ha enviado para ver cómo vives”. El humilde artesano, que veneraba a Antonio, le confió entonces el secreto de su alma: “No hago nada especial. Solamente, cuando trabajo, miro a todos los que pasan y digo: que todos se salven, sólo yo pereceré”.

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