La Imaculada Concepción
La fiesta de la Inmaculada entona perfectamente con el espíritu del Adviento: mientras la Iglesia se prepara a la venida del Redentor, es muy justo acordarse de aquella mujer –“la Purísima”– que fue concebida sin pecado porque debía ser su madre. La misma promesa del Salvador está unida, más aún incluida en la promesa de esta Virgen singular. Después de haber maldecido a la serpiente tentadora, dijo el Señor: “Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer, y entre tu linaje y el suyo: éste te aplastará la cabeza” (Gn 3, 15). Con María comienza la lucha entre el linaje de la mujer y el linaje de la serpiente; lucha desde el primer origen de la Virgen, habiendo sido ella concebida sin mancha alguna de pecado y por lo tanto en completa oposición a Satanás. De esta manera la Virgen comenzó su existencia con una riqueza de gracia mucho más abundante y perfecta que la que los más grandes santos alcanzan al final de su vida. Si consideramos luego su absoluta fidelidad y su total disponibilidad para con Dios, se podrá intuir a cuáles alturas de amor y de comunión con el Altísimo haya llegado, precediendo “con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenales” (LG 53).
La Virgen ocupa el primer puesto en la bendición y en la elección de Dios, ya que es la única criatura santa e inmaculada en sentido pleno y absoluto. En María la bendición divina ha producido el fruto más hermoso y perfecto. Y esto no sólo porque fue bendecida y elegida “en Cristo”, en previsión de sus méritos, sino también en función de Cristo, para que fuese su madre. Hoy la Iglesia invita a sus hijos a alabar a Dios por las maravillas realizadas en esta humilde Virgen: “Cantad al Señor un cántico nuevo porque ha obrado maravillas” (Salmo responsorial): la maravilla de haber roto la cadena del pecado de origen que tiene atados a todos los hijos de Adán, aplicando a María, antes que se llevase a efecto históricamente la obra de salvación de Jesús, naciendo de ella, habría de realizar.
La Virgen de Nazaret encabeza así las filas de los redimidos; con ella comienza la historia de la salvación, a la cual ella misma colabora dando al mundo Aquel por quien los hombres serán salvados. Cuantos creen en el Salvador no hacen más que seguir a María, y tras ella y no sin su mediación han sido bendecidos y elegidos por Dios “en Cristo para ser santos e inmaculados… en caridad”. Este maravilloso plan divino que se cumplió en María con una plenitud singular y privilegiada, debe realizarse también en cada uno de los creyentes según la medida establecida por el Altísimo. Para ello no tiene más que seguir cada uno en su vida el modelo de María, imitándola en su fidelidad a la gracia y en su incesante apertura y entrega a Dios. Y así como la plenitud de la gracia de María floreció en plenitud de amor a Dios y a los hombres, también en los creyentes la gracia debe madurar en frutos de caridad hacia Dios y hacia los hombres, para gloria del Altísimo y aumento de la Iglesia.
Es muy justo y conveniente, Dios todopoderoso, que te demos gracias y que con la ayuda de tu poder celebremos la fiesta de la Bienaventurada Virgen María. Pues de su sacrificio floreció la espiga que luego nos alimentó con el Pan de los ángeles. Eva devoró la manzana del pecado, pero María nos restituyó el dulce fruto del Salvador. ¡Cuán diferentes son las empresas de la serpiente y las de la Virgen! De aquélla provino el veneno que nos separó de Dios; en María se iniciaron los misterios de nuestra redención. Por causa de Eva prevaleció la maldad del tentador; en María encontró el Salvador una cooperadora. Eva con el pecado mató a su propia prole; pero ésta resucitó en María por gracia del Creador que sacó a la humana naturaleza de la esclavitud devolviéndola a la antigua libertad. Cuanto perdimos en nuestro común padre Adán, lo hemos recobrado en Cristo. (Prefacio ambrosiano).
P. Gabriel de Sta. M. Magdalena O.C.D.
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