sábado, 15 de agosto de 2015

LA VIRGEN MARÍA EN SAN MATEO



María en San Mateo
María en los Evangelios


Mateo enriquece la figura de María manifestando dos rasgos de la Madre del Mesías: Virgen y esposa de José, hijo de David.


Por: Redacción Catholic.net | Fuente: Catholic.net 



1. De Marcos a Mateo

Marcos, cuya imagen de María ya hemos contemplado, escribió su evangelio para la comunidad cristiana de Roma; y lo hizo atendiendo especialmente a explicar un hecho del que sin duda pedían explicación los judíos de la diáspora romana a los misioneros cristianos: ¿cómo es posible que, siendo Jesús el Hijo de Dios y Mesías, no fuera reconocido, sino rechazado y condenado a muerte por los jefes de la nación palestina?

Todo el evangelio de Marcos muestra, por un lado, la revelación de Jesús como Mesías, como Cristo o como Ungido –estos tres términos significan exactamente lo mismo–; y por otro lado, muestra el progresivo descreimiento de muchos, la incomprensión, incluso por parte de sus fieles, respecto del carácter sufriente de su mesianidad. La escueta presentación que Marcos nos hace de María –ya lo vimos– es un engranaje en esta perspectiva marcana. Muestra una de las formas que asumió el rechazo y la oposición de los dirigentes palestinos hacia Jesús y cómo involucraron en su campaña de difamación y hostigamiento la condición humilde y el origen galileo de su parentela.

Ante este ataque, Jesús responde –sin arredrarse– a quienes le pedían un signo genealógico, confrontándolo con la necesidad de creer sin pedir signos, y dando un testimonio –velado para los incrédulos, pero elocuente para quienes creían en Él– a favor de su Madre y sus discípulos.

Mateo, de cuya imagen de María nos ocuparemos ahora, no ignora la visión de Marcos, sino que la retoma en el cuerpo de su evangelio (Mt 12, 46-50; 13, 53-57), como también lo hará San Lucas en el suyo (Lc 8, 19-21; 4, 22). No hay necesidad de volver aquí sobre esos pasajes, que son copia casi textual de Marcos o de una fuente preexistente y en los que Mateo introduce sólo algún ligero retoque. Vamos a ocuparnos más bien de los que Mateo agrega a la figura de María como rasgos de su cosecha. Ellos son un desarrollo de lo que estaba implícito en Marcos.


2. María, Virgen y esposa de José

Mateo enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos manifestando dos rasgos de la Madre del Mesías:

1) María es Virgen.

2) María es esposa de José, hijo de David.

Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías.

Que María es Virgen es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del Espíritu Santo, nos dice Mateo.

Que María sea esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está a su vez en íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del Mesías.

Jesús, el Mesías, es, por tanto, Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo de David por el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David.


3. El origen humano-divino del Mesías, Hijo de David, hecho hijo de mujer

Es inmensa la galería de pintores cristianos que nos presenta a la Madre con el Niño. De esa larga galería, nos parece Mateo el precursor y pionero. Y sin embargo, el texto más antiguo que poseemos de Jesús y su Madre es muy probablemente de San Pablo.

La concisa parquedad mariológica de Pablo merece aquí, aunque sea lateralmente y de paso, el homenaje de nuestra atención. Hacia el año 51 de nuestra era, o sea unos veinte años antes de la fecha probable de composición del evangelio de Mateo, escribe Pablo a los Gálatas:

«Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer, puesto bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4, 4-5).

Y entre diez y doce años más tarde, entre el 61-63 de nuestra era, escribe el mismo Pablo desde su primera cautividad a los fieles de Roma:

«Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, quien había ya prometido por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras a su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder» (Rom 1, 1-3).

Estos dos textos de Pablo nos muestran la presencia, en el estado más primitivo de la tradición, de tres elementos esenciales que vamos a encontrar en los pasajes marianos de Mateo.

El primero consiste en que lo que se dice de Jesucristo se presenta como sucedido según las Escrituras, como cumpliendo las Escrituras, como la realización de lo predicho por los profetas, que hablaron en nombre de Dios e ilustrados por el Espíritu.

El segundo elemento es la doble fijación de Jesús, Hijo de Dios y al mismo tiempo hijo de David. Pablo ve en Jesús dos filiaciones: una filiación espiritual, por la cual es Hijo de Dios por obra del Espíritu que nos permite clamar ¡Abba!, Padre; y una filiación según la carne, por la cual es hijo de David.

Y notemos –tercer elemento a tener en cuenta– que no especifica el cómo de dicha descendencia davídica diciéndonos: «engendrado por José» o «nacido de varón», sino diciéndonos: «hecho hijo de mujer».

He aquí los elementos constitutivos de uno de los problemas al que va a responder Mateo en su evangelio.

Es el mismo problema del origen del Mesías que se trata en los textos de Marcos, que ya vimos. Pero no ya planteado en términos de objeción en boca de los enemigos, sino en términos de respuesta a la objeción. Respuesta que se inspira, sin duda, en la que el mismo Jesús había dado en los tiempos de su carne mortal y que los tres sinópticos nos narran en sus evangelios (Mt 22, 41ss. y paralelos).

«Estando reunidos los fariseos le propuso Jesús esta cuestión: “¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es Hijo?”

«Dícenle: “De David”.

«Replicó: “Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu le llama Señor, cuando dice: `Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies?´ (Sal 110, 1). Si, pues David le llama Señor, cómo puede ser Hijo suyo?”.

«Nadie es capaz de contestarle nada; desde ese día ninguno se atrevió a preguntarle más».

Ya Jesús había alertado, por lo tanto, a sus oyentes contra el peligro de juzgarlo exclusivamente según la carne. No es que rechazara el origen davídico del Mesías, pero señalaba que ese origen davídico encerraba un misterio, y que el misterio de la personalidad del Mesías no se explicaba exclusivamente por su ascendencia davídica, sino por una raíz que lo hacía superior a su antepasado según la carne y que abría espacio, en el misterio de su origen, a la intervención divina, pues, «Señor» era título reservado a Dios.

Y precisamente en esta filiación doble y compleja del Mesías, en la convergencia de estos dos títulos –Hijo de Dios e hijo de David–, es donde Mateo ve enclavado el misterio de María.


4. La revelación de la virginidad de María

Al finalizar su genealogía de Jesús, Mateo nos dice: y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La fórmula es ya intrigante. A lo largo de toda la genealogía con la que comienza su evangelio, Mateo ha hablado empleando el verbo engendrar: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob. Y cuando, contra lo usual en las genealogías hebreas, nombra a una madre, dice: Judá engendró de Tamar a Fares; David engendró de la que fue mujer de Urías a Salomón… Jacob engendró a José, el esposo de María.

José es el último de los «engendrados». De Jesús ya no se dice que haya sido engendrado por José de María, sino que José es el esposo de María de la cual nació Jesús.

Se abre, pues, para cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico, un interrogante al que Mateo va a dar respuesta versículos más abajo:

«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo».

He aquí la revelación de la virginidad de María. Nos asombra la sobriedad, casi frialdad de Mateo al referirse a este portento. No hay ningún énfasis, ninguna consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que exceda el mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su significación teológica que por su rareza, más preocupado por el problema de interpretación que plantea al justo José que el que puede plantear a todas las generaciones humanas después de él.

¿Qué significa –teológicamente hablando– la maternidad virginal de María?

A Mateo no le interesa dar aquí argumentos que la hagan creíble o aceptable. Y no pensemos que sus contemporáneos fueran más crédulos que los nuestros ni más proclives a aceptar sin más este misterio de la madre virgen. Hemos visto las dificultades que levantaban contra un Jesús reputado hijo carnal de José y María. Imaginemos las que podían levantar contra alguien que se presentara –o fuera presentado– con la pretensión de ser Hijo de Madre Virgen, de haber sido engendrado sin participación de varón y por obra directa de Dios en el seno de su madre.


5. La genealogía

Entenderemos mejor por dónde va el interés de Mateo en la concepción virginal de Jesús y su adopción por José tomando a María por esposa; nos explicaremos mejor por qué Mateo engarza esta gema en el contexto –tan poco elocuente para nosotros– de una genealogía, si nos detenemos un poco a considerar qué función cumplía este género literario genealógico en el contexto vital del pueblo judío en tiempos de Jesús.

En tiempos de Jesús, la genealogía de una persona y una familia tenía suma importancia jurídica e implicaba consecuencias en la vida social y religiosa. No era, como hoy entre nosotros, un asunto de curiosidad histórica o de elegancia, o de mera satisfacción de la vanidad.

Una genealogía se custodiaba como un título familiar. Posición social, origen racial y religioso dependían de ella.

Sólo formaban parte del verdadero Israel las familias que conservaban la pureza de origen del pueblo elegido tal como lo había establecido, después del exilio, la reforma religiosa de Esdras.

Todas las dignidades, todos los puestos de confianza, los cargos públicos importantes, estaban reservados a los israelitas puros. La pureza había que demostrarla y el Sanedrín contaba con un tribunal encargado de validar las genealogías e investigar los orígenes de los aspirantes a los cargos.

El principal de todos los privilegios que reportaba una genealogía pura se situaba en el domino estrictamente religioso. Gracias a la pureza de origen, el israelita participaba de los méritos de sus antepasados. En primer lugar, todo israelita participaba en virtud de ser hijo de Abraham, de los méritos del Patriarca y de las promesas que Dios le hiciera a Abraham. Todos los israelitas –por ejemplo– tenían derecho a ser oídos en su oración, protegidos en los peligros, asistidos en la guerra, perdonados de sus pecados, salvados de la Gehena y admitidos a participar del Reino de Dios. Literalmente: el Reino de Dios se adquiría por herencia. Jesús impugna enérgicamente esta creencia:

«Dios puede suscitar de las piedras hijos de Abraham» (Lc 3, 8).

«Los publicanos y prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos» (Mt 21, 31).

Porque, según Jesús, el título que da derecho al Reino no es la pureza genealógica de la raza ni la sangre, sino la fe (Jn 3, 3ss.; 8, 3ss.).


6. Hijo de David

Pero además, y en segundo lugar, la pureza de una línea genealógica daba al descendiente participación en los méritos particulares de sus antepasados propios.

Un descendiente de David, por ejemplo, participaba de los méritos de David y era especialmente acreedor a las promesas divinas hechas a David.

Por eso, cuando Mateo comienza su evangelio ocupándose del origen genealógico del Mesías comienza por un punto candente para todo judío de su época: el origen davídico del Mesías.

Según la convicción común y corriente de los contemporáneos de Jesús, fundada con razón en la Escritura, el Mesías sería un descendiente de David. En la Palestina de los tiempos de Jesús había, además de los hijos de Leví, otros grupos familiares o clanes que llevaban nombres de los ilustres antepasados de los que descendían. Existía un clan de descendientes de David –uno de los cuales era José–, que debía de ser muy numeroso no solo en Belén, ciudad de origen de David, sino también en Jerusalén y en toda Palestina.

No es exagerado estimar el número de los hijos de David, como cifra baja, en unos mil o dos mil. Ser hijo de David era, pues, llevar un apellido corriente que no necesariamente daba al portador demasiado brillo ni gloria. Y si comparamos el título Hijo de David con uno de nuestros apellidos, equivaldría a la frecuencia de nuestros Pérez, González o Rodríguez.

Los parientes cercanos de Jesús aparecen en el evangelio como un grupo numeroso, y seguramente fue importante en la comunidad primitiva de Jerusalén, quizás cerca de un centenar.

Entre los hijos de David había, sin duda, familias pobres y familias acomodadas. Habría, sin duda también, miembros de la aristocracia de Jerusalén. Y la pretensión y lustre mesiánico de Jesús, su éxito y el fervor popular que despertaba su persona, habría levantado ronchas y envidias entre los hijos de David más acomodados e ilustrados, puesto que vendría a frustrar las expectativas de elección divina de más de alguna madre davídica orgullosa de sus hijos, dotados de más títulos, relaciones y letras que el pariente galileo.

La afirmación de Mateo del origen davídico merece toda fe. Que no sea una invención tardía del Nuevo Testamento para fundamentar el origen mesiánico de Jesús, haciéndolo descendiente de David, nos lo muestra el testimonio unánime de todo el Nuevo Testamento y el de otras fuentes históricas. Eusebio registra en su Historia Eclesiástica el testimonio de Hegesipo, que escribe hacia el 180 de nuestra era, recogiendo una tradición palestina, según la cual los nietos de Judas, hermano del Señor, fueron denunciados a Domiciano como descendientes de David y reconocieron en el transcurso del interrogatorio dicho origen davídico.

Igualmente Simón, primo del Señor y sucesor de Santiago en el gobierno de la comunidad de Jerusalén, fue denunciado como hijo de David y de sangre mesiánica, y por eso crucificado. Julio el Africano confirma que los parientes de Jesús se gloriaban de su origen davídico, a todo lo cual se suma que ni los más encarnizados adversarios de Jesús ponen en duda su origen davídico, lo que hubiera sido un poderoso argumento contra él de haberlo podido alegar ante el pueblo.

Para Mateo, todo hubiera sido a primera vista más sencillo si hubiera podido presentar a Jesús como engendrado por José, a semejanza de todos sus antepasados. En realidad, el origen virginal de Jesús le complica las cosas. No sólo introduce un elemento inverosímil en su relato, una verdadera piedra de escándalo para muchos, sino que complica la evidencia del origen davídico de Jesús al transponerlo del plano físico al de los vínculos legales de la adopción.

¿Qué significado teológico encerraba el título Hijo de David –de suyo tan vulgar– aplicado al Mesías? ¿Y cómo lo entiende Mateo como título aplicable a Jesús?

El evangelio de Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús el Ungido, Hijo de David, Hijo de Abrahám.

Mateo parte de los títulos mesiánicos más comunes y recibidos para mostrar en qué medida son falsos y en qué medida son verdaderos; para mostrar que no son ellos los que nos ilustran acerca de la identidad del Mesías, sino que son el Mesías –Jesús– y su vida los que nos enseñan su verdadero sentido.

Como Hijo de David, Jesús es portador de las promesas hechas a David para Israel. Como Hijo de Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos. Como Hijo de David es rey, pero un rey rechazado por su pueblo y perseguido a muerte desde su cuna, pues ya Herodes siente amenazado su poder por su mera existencia y ordena para matarlo la Degollación de los Inocentes. No son los sabios de su pueblo, sino los de los paganos, venidos de Oriente, los que preguntan por el rey de los judíos y le traen presentes y regalos. Como Hijo de David, también le corresponde nacer en Belén, pero su origen es ignorado, pues luego es conocido como galileo nazareno.

El sentido que tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos –Hijo de David, Hijo de Abrahám– lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de María –por obra del Espíritu Santo–, esposa de José.

María y José, al culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que la transfigura. Esta genealogía misma encierra en su humildad carnal el testimonio perpetuo de la libre iniciativa divina, que ha de brillar deslumbrante al término de ella. Porque Abrahám es su comienzo absoluto, puesto por una elección gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa en una mujer estéril. Porque la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac, y más tarde no es Esaú, sino Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera correspondido según la carne; y lo mismo pasa con Judá que hereda en lugar del primogénito, y con David, que es el menor de los hermanos. En la larga lista se cobijan justos, pero también grandes pecadores.

A quienes se enorgullecían de la pureza de su origen davídico, o pensaran el origen davídico del Mesías en orgullosos términos de pureza racial, no podía dejarles de llamar la atención que Mateo introdujera en la genealogía, contra lo habitual, el nombre de cuatro mujeres, todas ellas extranjeras y ajenas no sólo a la estirpe sino a la nación judía:

Tamar, cananea, que disfrazándose de prostituta arranca a su suegro la descendencia que correspondía a su marido muerto, según la ley del levirato, y que sus parientes le negaban. Rajab, otra cananea, gracias a la cual los judíos pueden entrar en Jericó en tiempos de Josué, y que, según las tradiciones rabínicas extra bíblicas, fue madre de Booz, que a su vez, de Rut –extranjera también y, más aún, de la odiada región moabita– engendró a Obed, abuelo de David. BatSeba, por fin, la adúltera presumiblemente hitita como su marido Urías, general de David, a quien éste pecaminosamente hace morir en combate para arrebatarle a su mujer, la cual fue luego nada menos que madre de Salomón, hijo de la promesa.

¿Dónde queda lugar para el orgullo racial, para gloriarse en la pureza de la sangre o en los méritos de los antepasados? No están escritas en el linaje del Mesías, en cuanto provienen de David, ni la impoluta pureza de la sangre ni la justicia sin mancha. Más bien, por el contrario, si el Mesías se debe a sus antepasados, se debe también a los extranjeros y a los pecadores, y también los extranjeros y pecadores tienen títulos de parentesco que alegar sobre el Mesías.

Mateo se complace en señalar así la verdadera lógica genealógica inscrita en la historia del linaje davídico del Mesías y en contradecir con ella el orgullo carnal y el culto al linaje.

Aquellas mujeres extranjeras, a las cuales se debió la perpetuación del linaje de David, son prefiguración de María: ajena también al linaje de David según la carne, despreciable por los que se gloriaban en sus genealogías. María, aunque eternamente extranjera al linaje de mujeres que conciben por obra de varón, es la madre del nuevo linaje de hombres que nace de Dios por la fe.


7. Hijo de David e Hijo de Dios

María Virgen y María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen, sino que se articulan y dan lugar a una explicación teológica: iluminan cómo debe entenderse el título mesiánico Hijo de David. La pertenencia del Mesías al linaje de David no se anuda a través de un vínculo de sangre, pues José, hijo de David, no tiene parte física en su concepción. La pertenencia del Mesías a la casa de David se anuda a través de una Alianza. Una alianza matrimonial, que no se explica tampoco por mera decisión o elección humana, sino por dos consentimientos de fe a la voluntad divina y que, por tanto, a la vez que alianza matrimonial entre dos criaturas, es alianza de fe entre dos criaturas y Dios.

El Mesías no es Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por genealogía, sino que entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de fe que da José, hijo de David, a lo que se le revela como operado por Dios en María.

El Mesías no es Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de un asentimiento de fe que da María a la obra del Espíritu en ella.

Para que el Mesías, Hijo de Dios e Hijo de David, viniera al mundo y entrara en la descendencia davídica, se necesitaron, pues, dos asentimientos de fe: el de María y el de José. Ambos fundan el verdadero Israel, la verdadera descendencia de Abraham, que nace, se propaga y perpetúa no por los medios de la generación humana, sino por la fe.

Mateo subraya que la filiación davídica de JesúsMesías no es signo genealógico que pueda ser leído, rectamente comprendido ni interpretado al margen de la fe. No es un signo que Dios haya dado en el campo de la generación humana, accediendo a la carnalidad de los judíos que pedían signos para creer.

Parece más bien antisigno, porque, en realidad, el Mesías existió anterior e independientemente a su incorporación en el linaje de David a través del matrimonio de su Madre con un varón de ese linaje.

Los hechos, que Mateo no elude, más bien contradicen los modos concretos de la expectación mesiánica judía.

Mateo da muestras de un coraje y una honestidad intelectual muy grandes cuando acomete la tarea de exponer estos hechos –aunque increíbles– sin endulzarlos ni camuflarlos, en la confianza de que ellos manifiestan una coherencia tal con el Antiguo Testamento que no podrán menos de mover a reconocerlos –si se perfora la costra superficial de su apariencia– como signos de credibilidad.

De ahí su recurso al Antiguo Testamento, en paralelo continuo con los hechos, mostrando cómo no son las profecías las que condenan al Jesús Mesías, sino que es la vida real y concreta del JesúsMesías la que arroja luz sobre el contenido profético del Antiguo Testamento y la que amplía la extensión de su sentido profético a regiones insospechadas para los carriles vulgares de la teología judía de su tiempo.

Tanto para justificar la traducción «hecho hijo de mujer», en vez de «nacido de mujer», como para comprender el sentido mesiánico de la alusión a la madre, véase el artículo de José M. Bover, SJ, Un texto de San Pablo (Gál 4, 45) interpretado por San Ireneo («Estudios Eclesiásticos» 17, 1943, pp. 145-181). De él hemos tomado la traducción del pasaje de Gálatas.

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