La figura de María en el Tiempo litúrgico del Adviento
Hno. Aquilino de Pedro
“El tiempo de Adviento tiene una doble índole: es el tiempo de preparación para las solemnidades de Navidad, en las que se conmemora la primera venida del Hijo de Dios a los hombres, y es a la vez el tiempo en el que por este recuerdo se dirigen las mentes hacia la expectación de la segunda venida de Cristo al final de los tiempos. Por estas dos razones el Adviento se nos manifiesta como el tiempo de una expectación piadosa y alegre” (NUALC 39)
El sentido central, por tanto, como el de todo el año litúrgico, es celebrar a Cristo. Esto ha de tenerse muy presente en siempre en toda consideración acerca del espíritu del Adviento. Cualquier debilitamiento de ese espíritu afecta al sentido mismo de la liturgia y al pensamiento de la Iglesia, y será un peligro para una correcta espiritualidad.
El buen enfoque de la espiritualidad es esencial en la vida cristiana. De hecho, la liturgia misma queda vacía de su genuino sentido si no llega a ser vivencia espiritual.
María en la centralidad de Cristo
Ahora bien, la centralidad de Cristo implica un puesto privilegiado de María en todos los aspectos de la vida cristiana: doctrina, celebración y vivencia (dogma, culto y comportamiento).
Doctrinalmente, el sentido radical de María en la Iglesia lo da el hecho de que ella es Madre del Verbo Encarnado. El principio fundamental de la mariología es que María es Madre de Dios. En torno a ese principio se estructura todo el estudio sobre la Virgen María.
Por lo mismo, el culto refleja y es testigo de esa realidad. A María la honramos ante todo por ser la Madre de Dios. Así la ve la liturgia, que contempla variados aspectos de lo que es María, pero todos en torno a su función de Madre de Dios.
Es interesante recordar que María entró en el culto litúrgico por un motivo distinto del de los demás santos. Entre los santos los primeros venerados fueron los mártires. En el aniversario de su martirio los fieles acudían a celebrar la asamblea junto a su sepulcro o al lugar de su martirio. La Virgen entró en forma distinta: aparece en la liturgia al celebrar a Cristo. No se podía celebrar la Encarnación sin que estuviera presente aquella en la cual se había encarnado. No se podía celebrar el Nacimiento de Jesús sin expresar de quién nacía. Cosa similar en la Presentación de Jesús al templo y en toda la infancia de Jesús. Luego, en forma similar, se la vio junto a la Cruz del Hijo por un título o motivo más profundo que el de los demás que lo acompañaron en ese momento. En forma similar, María no podía desentenderse de la misión de su Hijo cuando éste creció y ya no fue dependiente de ella y de José. La madre, unida en cuerpo y en espíritu al Hijo, no podía dejar de estar presente en los sucesivos misterios del Hijo.
Tan medular es la Virgen María en el cristianismo, que el Cristo que existe tiene su ser humano con sus características básicas, recibidas de su Madre.
De lo dicho se desprende que, entre las variadas fiestas o celebraciones marianas, no todas tienen la misma importancia. No es comparable el significado de una aparición, por mucha devoción que se le tenga, con una misterio de la historia de María. No se puede poner en el mismo plano a la Virgen de tal pueblo o grupo por un favor atribuido a ella, que con lo relativo a su misión junto al Hijo.
Por esa unión con su Hijo, la veneración de la Iglesia está centrada en el papel que María tuvo y tiene en la historia de la salvación de todo el género humano. Eso se expresa no sólo en fiestas, sino en la liturgia diaria. En todas las Plegarias eucarísticas hacemos memoria de “La Virgen Madre de Dios” al dirigirnos al Padre. Lo mismo en la Liturgia de las Horas en himnos, antífonas, lecturas bíblicas y de diversos autores desde la antigüedad hasta nuestros días.
María en el Adviento
Veamos ahora en otro documento oficial el sentido de la presencia de María en la liturgia de este mismo Tiempo. Escribe Pablo VI en la hermosa exhortación apostólica "Marialis cultus”:
“Durante el tiempo de Adviento la liturgia recuerda frecuentemente a la santísima Virgen –aparte de la solemnidad del día 8 de diciembre, en que se celebra conjuntamente la Inmaculada concepción de María, la preparación radical (cf. Is 11,1.10) a la venida del Salvador y el feliz comienzo de la Iglesia sin mancha ni arruga-, sobre todo en los días feriales desde el 17 al 24 de diciembre y, más concretamente, el Domingo anterior a la Navidad, en que hace resonar antiguas voces proféticas sobre la Virgen Madre y el Mesías, y se leen episodios evangélicos relativos al nacimiento inminente de Cristo y del Precursor” (MC, 3).
“De este modo, los fieles que viven con la liturgia el espíritu del Adviento, al considerar el inefable amor con que la Virgen Madre esperó al Hijo (Cf. Prefacio II de Adviento), se sentirán animados a tomarla como modelo y a prepararse, vigilantes en la oración y... jubilosos en la alabanza” (ibid), para salir al encuentro del Salvador que viene.” (MC 4).
Basta recorrer el misal y la Liturgia de las Horas para comprobar esa abundante frecuencia de textos referentes a María durante el Adviento. Recordemos sólo una expresión del II Prefacio de este tiempo, el cual resume la vivencia de María que la Iglesia nos hace contemplar: Al que habían anunciado los profetas “la Virgen lo esperó con inefable amor de madre”. Los últimos días del Adviento son acentuadamente marianos, como reconoce Pablo VI en el documento citado.
El Adviento, ¿“Mes de María?”
Pablo VI se hace eco de una idea que ha cundido en algunos ambientes acerca de hacer coincidir el “Mes de María” con el Adviento.
“Este período, como han observado los especialistas en Liturgia, debe ser considerado como un tiempo particularmente apto para el culto a la Madre del Señor: orientación que confirmamos y deseamos ver acogida y seguida en todas partes” (MC 4).
“Tiempo particularmente apto para el culto mariano”, sí. Pero no dice el Papa que se haga coincidir con el Mes de María. Los mismos liturgistas a los cuales alude el Papa, en general no verían bien que se hiciera esa fusión, que fácilmente llevaría a confusión.
No es que la liturgia esté reñida con la religiosidad popular. Al contrario, debe existir armonía entre ambas. Pero no confusión. El pueblo cristiano debe tener bien claro que los ejercicios piadosos (y el Mes de María es uno de ellos) no deben mezclarse con los ejercicios litúrgicos. Esto no quiere decir que la Iglesia no los aprecie. Al contrario, los alaba, aunque con ciertas condiciones que aseguren su valor. Dice el Concilio Vaticano II:
“Se recomiendan encarecidamente los ejercicios piadosos del pueblo cristiano, con tal que sean conformes a las leyes y a las normas de la Iglesia...
”Ahora bien, es preciso que estos mismos ejercicios se organicen teniendo en cuenta los tiempos litúrgicos, de modo que vayan de acuerdo con la sagrada liturgia, en cierto modo deriven de ella y a ella conduzcan al pueblo, ya que la liturgia, por su naturaleza, está muy por encima de ellos.” (SC 13).
De modo que el Concilio no habla de fusionar, sino de armonizar, manteniendo siempre la distinción.
Por su parte Pablo VI, hablando de la relación entre ejercicios litúrgicos y “ejercicios piadosos”,
en primer lugar reprueba “la actitud de algunos que tienen cura de almas y que despreciando “a priori" los ejercicios piadosos..., los abandonan y crean un vacío que no prevén colmar; olvidan que el Concilio ha dicho que hay que armonizar los ejercicios piadosos con la Liturgia, no suprimirlos”.
Y continúa:
“En segundo lugar, (reprueba) la actitud de otros que, al margen de un sano criterio litúrgico y pastoral, unen al mismo tiempo ejercicios piadosos y actos litúrgicos en celebraciones híbridas” (MC 31). Como ejemplo reprobable menciona la práctica de novenas u otras prácticas piadosas durante la Misa.
Según ese criterio, sería riesgoso hacer coincidir el Mes de María con el Adviento. Muy fácilmente se caería en esas “celebraciones híbridas” de las que habla Pablo VI. Lo más perjudicial sería introducir unas celebraciones no centradas en Cristo. Psicológicamente la religiosidad popular polariza más que la litúrgica. Fácilmente se vería debilitado el rico sentido cristocéntrico del Adviento, que aparece en la cita con la que iniciamos este artículo.
Esta “precaución” no debilita el carácter mariano del Adviento, sino que, al contrario, asegura su corrección y solidez. Nunca será mayor honra de María lo que en su culto haga brillar mejor la figura de Cristo. Y nunca agradará a María nada que debilite la atención a Cristo. No hay que olvidar que el mejor homenaje a María es nuestra mayor cercanía a Dios.
La frase del II Prefacio de Adviento que ya hemos citado, “a quien la Virgen esperó con inefable amor de Madre”, puede servirnos de ejemplo del modo como María debe es tenida presente en el culto. La oración no va dirigida a María, sino al Padre y, recordando al anunciado por los profetas, está presente María, que lo espera con inefable amor de Madre. No iríamos al fondo de un texto tan hermoso si nos detuviéramos en María. La oración de la Iglesia se dirige al Padre, que envía al Hijo. Pero María sale con naturalidad en la oración y nos presenta la imagen de lo que nosotros, la Iglesia, debemos reproducir.
Una observación final. En la mayor parte del Hemisferio Sur, el final del Mes de María coincide con los primeros días del Adviento. Ya en esos días hemos de tener presente cuanto aquí llevamos dicho o sugerido sobre la relación entre religiosidad popular y liturgia, según la mentalidad y la letra del Concilio Vaticano II: María muy presente, pero conduciéndonos al centro: su Hijo.