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sábado, 15 de agosto de 2015
EL EVANGELIO DE HOY: SÁBADO 15 DE AGOSTO, LA ASUNCIÓN DE MARÍA
El triunfo definitivo de María
Solemnidades y Fiestas
Lucas 1, 39-56. Solemnidad de la Asunción de la Santísima Virgen María. Que asunta hoy al cielo, sea siempre nuestra Madre, guía y compañera de camino hasta la eternidad.
Por: P. Sergio Córdova LC | Fuente: Catholic.net
Del santo Evangelio según san Lucas 1, 39-56
En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia- como había anunciado a nuestros padres - en favor de Abraham y de su linaje por los siglos. María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.
Oración introductoria
María, madre de Jesús y madre mía, tú escuchaste siempre a tu Hijo. Tú supiste glorificarlo y te llenaste de júbilo al saber reconocer a Dios. Estrella de la mañana, refugio de los pecadores, háblame de Él y muéstrame el camino para seguir a Cristo por el camino de la fe.
Petición
María, ayúdanos a imitar tu docilidad, tu silencio y escucha. María, háblanos de Jesús.
Meditación del Papa Francisco
En aquellos días, se levantó María y se fue con prontitud a la región montañosa, a una ciudad de Judá; entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel. Y sucedió que, en cuanto oyó Isabel el saludo de María, saltó de gozo el niño en su seno, e Isabel quedó llena de Espíritu Santo; y exclamando con gran voz, dijo: Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno.¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!Y dijo María: Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia- como había anunciado a nuestros padres - en favor de Abraham y de su linaje por los siglos. María permaneció con ella unos tres meses, y se volvió a su casa.
Oración introductoria
María, madre de Jesús y madre mía, tú escuchaste siempre a tu Hijo. Tú supiste glorificarlo y te llenaste de júbilo al saber reconocer a Dios. Estrella de la mañana, refugio de los pecadores, háblame de Él y muéstrame el camino para seguir a Cristo por el camino de la fe.
Petición
María, ayúdanos a imitar tu docilidad, tu silencio y escucha. María, háblanos de Jesús.
Meditación del Papa Francisco
Esperanza es la virtud del que experimentando el conflicto, la lucha cotidiana entre la vida y la muerte, entre el bien y el mal, cree en la resurrección de Cristo, en la victoria del amor. El Magnificat es el cántico de la esperanza, el cántico del Pueblo de Dios que camina en la historia. Es el cántico de tantos santos y santas, algunos conocidos, otros, muchísimos, desconocidos, pero que Dios conoce bien: mamás, papás, catequistas, misioneros, sacerdotes, religiosas, jóvenes, también niños, que han afrontado la lucha por la vida llevando en el corazón la esperanza de los pequeños y humildes. “Proclama mi alma la grandeza del Señor”, así canta hoy la Iglesia en todo el mundo. Este cántico es especialmente intenso allí donde el Cuerpo de Cristo sufre hoy la Pasión. Y María está allí, cercana a esas comunidades, a esos hermanos nuestros, camina con ellos, sufre con ellos, y canta con ellos el Magnificat de la esperanza.
Queridos hermanos y hermanas, unámonos también nosotros, con el corazón, a este cántico de paciencia y victoria, de lucha y alegría, que une a la Iglesia triunfante con la peregrinante, que une el cielo y la tierra, la historia y la eternidad. (Cf Homilía de S.S. Francisco, 15 de agosto de 2013).
Reflexión
Hay, en Jerusalén, dos basílicas cristianas dedicadas a la Asunción de la Santísima Virgen. Una, más pequeña y modesta en su fachada, pero muy hermosa por dentro, se encuentra al lado del huerto de Getsemaní. Está en el fondo del torrente Cedrón y muy cerquita de la basílica de la "Agonía" o de "Todas las naciones". La fachada es cruzada, pero el interior es la cripta de la primitiva iglesia bizantina construida a finales del siglo IV, durante el reinado de Teodosio el Grande (379-395). Y se cree que en este santo lugar yació el cuerpo de la Virgen María antes de ser asunta a los cielos.
La otra iglesia, ubicada en el Monte Sión, es una de las iglesias católicas más grandes y más magníficas de Jerusalén, y se le conoce con el nombre de "iglesia de la Dormición", pues en ella se pretende recordar y celebrar el "tránsito" de la Virgen de este mundo al otro. Está ubicada a unos cuantos pasos del Cenáculo, en donde nuestro Señor celebró la Última Cena con sus discípulos y en donde instituyó la Eucaristía.
Otra tradición dice que María murió en Éfeso, bajo el cuidado del apóstol san Juan. Pero no consta, ni parece verosímil que la Virgen se fuera a una ciudad tan lejana, ya anciana, siendo que en Jerusalén tendría a muchos de sus familiares. Además, la antiquísima veneración del sepulcro de la Virgen en Getsemaní y la celebración de la fiesta de la Dormición de María en Jerusalén inclinan la balanza hacia esta afirmación.
Sea como sea, el hecho es que, desde los primerísimos años de la Iglesia, ya se hablaba del "tránsito" de la Santísima Virgen, de su "dormición" temporal y de su “asunción” a los cielos. Y, sin embargo, aunque era una creencia general del pueblo cristiano, la Iglesia no proclamó este dogma sino hasta el año santo de 1950. Ha sido, hasta el presente, el último dogma mariano. La bula declaratoria de Pío XII reza así: "Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial".
La Asunción de María no se contiene de modo explícito en la Sagrada Escritura, pero sí implicítamente. El texto del Apocalipsis que escuchamos en la primera lectura de la Misa de hoy puede ser un atisbo, aunque no tiene allí su fundamento bíblico. Más bien, los Santos Padres y los teólogos católicos han visto vislumbrada esta verdad en tres elementos incontestables de nuestra fe: la unión estrecha entre el Hijo y la Madre, atestiguada en los Evangelios de la Infancia; la teología de la nueva Eva, imagen de la mujer nueva y madre nuestra en el orden de la gracia; y la maternidad divina y la perfecta redención de María por parte de Cristo. Todo esto "exigía" la proclamación de la Asunción de nuestra santísima Madre al cielo.
En efecto, la persuasión de todo el orbe católico acerca de la excelsa santidad de María, toda pura e inmaculada desde el primer instante de su concepción; el privilegio singularísimo de su divina maternidad y de su virginidad intacta; y su unión íntima e inseparable con Jesucristo, desde el momento de la Encarnación hasta el pie de la cruz y el día de la Ascensión de su Hijo al cielo, han sido siempre, desde los inicios, los argumentos más contundentes para creer que Dios no permitiría que su Madre se corrompiera en la oscuridad del sepulcro. Ella no podía sufrir las consecuencias de un pecado que no había conocido jamás.
"Con razón no quisiste, Señor –rezamos en el prefacio de la Misa de hoy— que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro".
La Asunción de nuestra Madre santísima constituye, además, una participación muy singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección y del triunfo definitivo de los demás cristianos, hijos suyos.
Ella, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y primicia de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. Y ya desde ahora, María brilla ante el pueblo de Dios, aún peregrino en este mundo, como faro luminoso, como estrella de la mañana, como señal de esperanza cierta, como causa de nuestra alegría, como auxilio de los cristianos, refugio de los pecadores y consuelo de los afligidos. ¡El triunfo de María es ya nuestro triunfo!
Propósito
¡Acójamos hoy a su regazo maternal y que María santísima, asunta hoy al cielo, sea siempre nuestra Madre, nuestra guía, nuestra protectora y abogada, nuestra reina y nuestra compañera de camino hasta la eternidad!
Hay, en Jerusalén, dos basílicas cristianas dedicadas a la Asunción de la Santísima Virgen. Una, más pequeña y modesta en su fachada, pero muy hermosa por dentro, se encuentra al lado del huerto de Getsemaní. Está en el fondo del torrente Cedrón y muy cerquita de la basílica de la "Agonía" o de "Todas las naciones". La fachada es cruzada, pero el interior es la cripta de la primitiva iglesia bizantina construida a finales del siglo IV, durante el reinado de Teodosio el Grande (379-395). Y se cree que en este santo lugar yació el cuerpo de la Virgen María antes de ser asunta a los cielos.
La otra iglesia, ubicada en el Monte Sión, es una de las iglesias católicas más grandes y más magníficas de Jerusalén, y se le conoce con el nombre de "iglesia de la Dormición", pues en ella se pretende recordar y celebrar el "tránsito" de la Virgen de este mundo al otro. Está ubicada a unos cuantos pasos del Cenáculo, en donde nuestro Señor celebró la Última Cena con sus discípulos y en donde instituyó la Eucaristía.
Otra tradición dice que María murió en Éfeso, bajo el cuidado del apóstol san Juan. Pero no consta, ni parece verosímil que la Virgen se fuera a una ciudad tan lejana, ya anciana, siendo que en Jerusalén tendría a muchos de sus familiares. Además, la antiquísima veneración del sepulcro de la Virgen en Getsemaní y la celebración de la fiesta de la Dormición de María en Jerusalén inclinan la balanza hacia esta afirmación.
Sea como sea, el hecho es que, desde los primerísimos años de la Iglesia, ya se hablaba del "tránsito" de la Santísima Virgen, de su "dormición" temporal y de su “asunción” a los cielos. Y, sin embargo, aunque era una creencia general del pueblo cristiano, la Iglesia no proclamó este dogma sino hasta el año santo de 1950. Ha sido, hasta el presente, el último dogma mariano. La bula declaratoria de Pío XII reza así: "Proclamamos, declaramos y definimos ser dogma divinamente revelado que la Inmaculada Madre de Dios, siempre Virgen María, cumplido el curso de su vida terrestre, fue elevada en cuerpo y alma a la gloria celestial".
La Asunción de María no se contiene de modo explícito en la Sagrada Escritura, pero sí implicítamente. El texto del Apocalipsis que escuchamos en la primera lectura de la Misa de hoy puede ser un atisbo, aunque no tiene allí su fundamento bíblico. Más bien, los Santos Padres y los teólogos católicos han visto vislumbrada esta verdad en tres elementos incontestables de nuestra fe: la unión estrecha entre el Hijo y la Madre, atestiguada en los Evangelios de la Infancia; la teología de la nueva Eva, imagen de la mujer nueva y madre nuestra en el orden de la gracia; y la maternidad divina y la perfecta redención de María por parte de Cristo. Todo esto "exigía" la proclamación de la Asunción de nuestra santísima Madre al cielo.
En efecto, la persuasión de todo el orbe católico acerca de la excelsa santidad de María, toda pura e inmaculada desde el primer instante de su concepción; el privilegio singularísimo de su divina maternidad y de su virginidad intacta; y su unión íntima e inseparable con Jesucristo, desde el momento de la Encarnación hasta el pie de la cruz y el día de la Ascensión de su Hijo al cielo, han sido siempre, desde los inicios, los argumentos más contundentes para creer que Dios no permitiría que su Madre se corrompiera en la oscuridad del sepulcro. Ella no podía sufrir las consecuencias de un pecado que no había conocido jamás.
"Con razón no quisiste, Señor –rezamos en el prefacio de la Misa de hoy— que conociera la corrupción del sepulcro la mujer que, por obra del Espíritu, concibió en su seno al autor de la vida, Jesucristo, Hijo tuyo y Señor nuestro".
La Asunción de nuestra Madre santísima constituye, además, una participación muy singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección y del triunfo definitivo de los demás cristianos, hijos suyos.
Ella, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y primicia de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. Y ya desde ahora, María brilla ante el pueblo de Dios, aún peregrino en este mundo, como faro luminoso, como estrella de la mañana, como señal de esperanza cierta, como causa de nuestra alegría, como auxilio de los cristianos, refugio de los pecadores y consuelo de los afligidos. ¡El triunfo de María es ya nuestro triunfo!
Propósito
¡Acójamos hoy a su regazo maternal y que María santísima, asunta hoy al cielo, sea siempre nuestra Madre, nuestra guía, nuestra protectora y abogada, nuestra reina y nuestra compañera de camino hasta la eternidad!
Diálogo con Cristo
"No se aparte María de tus labios ni de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora, no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si la contemplas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; si ella es tu guía, no te fatigarás; y si ella te ampara, llegarás felizmente al puerto". Texto de san Bernardo
Preguntas o comentarios al autor P. Sergio Cordova LC
"No se aparte María de tus labios ni de tu corazón; y para conseguir su ayuda intercesora, no te apartes tú de los ejemplos de su virtud. No te descaminarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si la contemplas. Si ella te tiene de su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; si ella es tu guía, no te fatigarás; y si ella te ampara, llegarás felizmente al puerto". Texto de san Bernardo
Preguntas o comentarios al autor P. Sergio Cordova LC
LA VIRGEN MARÍA EN SAN MATEO
María en San Mateo
María en los Evangelios
Mateo enriquece la figura de María manifestando dos rasgos de la Madre del Mesías: Virgen y esposa de José, hijo de David.
Por: Redacción Catholic.net | Fuente: Catholic.net
1. De Marcos a Mateo
Marcos, cuya imagen de María ya hemos contemplado, escribió su evangelio para la comunidad cristiana de Roma; y lo hizo atendiendo especialmente a explicar un hecho del que sin duda pedían explicación los judíos de la diáspora romana a los misioneros cristianos: ¿cómo es posible que, siendo Jesús el Hijo de Dios y Mesías, no fuera reconocido, sino rechazado y condenado a muerte por los jefes de la nación palestina?
Todo el evangelio de Marcos muestra, por un lado, la revelación de Jesús como Mesías, como Cristo o como Ungido –estos tres términos significan exactamente lo mismo–; y por otro lado, muestra el progresivo descreimiento de muchos, la incomprensión, incluso por parte de sus fieles, respecto del carácter sufriente de su mesianidad. La escueta presentación que Marcos nos hace de María –ya lo vimos– es un engranaje en esta perspectiva marcana. Muestra una de las formas que asumió el rechazo y la oposición de los dirigentes palestinos hacia Jesús y cómo involucraron en su campaña de difamación y hostigamiento la condición humilde y el origen galileo de su parentela.
Ante este ataque, Jesús responde –sin arredrarse– a quienes le pedían un signo genealógico, confrontándolo con la necesidad de creer sin pedir signos, y dando un testimonio –velado para los incrédulos, pero elocuente para quienes creían en Él– a favor de su Madre y sus discípulos.
Mateo, de cuya imagen de María nos ocuparemos ahora, no ignora la visión de Marcos, sino que la retoma en el cuerpo de su evangelio (Mt 12, 46-50; 13, 53-57), como también lo hará San Lucas en el suyo (Lc 8, 19-21; 4, 22). No hay necesidad de volver aquí sobre esos pasajes, que son copia casi textual de Marcos o de una fuente preexistente y en los que Mateo introduce sólo algún ligero retoque. Vamos a ocuparnos más bien de los que Mateo agrega a la figura de María como rasgos de su cosecha. Ellos son un desarrollo de lo que estaba implícito en Marcos.
2. María, Virgen y esposa de José
Mateo enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos manifestando dos rasgos de la Madre del Mesías:
1) María es Virgen.
2) María es esposa de José, hijo de David.
Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías.
Que María es Virgen es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del Espíritu Santo, nos dice Mateo.
Que María sea esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está a su vez en íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del Mesías.
Jesús, el Mesías, es, por tanto, Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo de David por el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David.
3. El origen humano-divino del Mesías, Hijo de David, hecho hijo de mujer
Es inmensa la galería de pintores cristianos que nos presenta a la Madre con el Niño. De esa larga galería, nos parece Mateo el precursor y pionero. Y sin embargo, el texto más antiguo que poseemos de Jesús y su Madre es muy probablemente de San Pablo.
La concisa parquedad mariológica de Pablo merece aquí, aunque sea lateralmente y de paso, el homenaje de nuestra atención. Hacia el año 51 de nuestra era, o sea unos veinte años antes de la fecha probable de composición del evangelio de Mateo, escribe Pablo a los Gálatas:
«Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer, puesto bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4, 4-5).
Y entre diez y doce años más tarde, entre el 61-63 de nuestra era, escribe el mismo Pablo desde su primera cautividad a los fieles de Roma:
«Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, quien había ya prometido por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras a su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder» (Rom 1, 1-3).
Estos dos textos de Pablo nos muestran la presencia, en el estado más primitivo de la tradición, de tres elementos esenciales que vamos a encontrar en los pasajes marianos de Mateo.
El primero consiste en que lo que se dice de Jesucristo se presenta como sucedido según las Escrituras, como cumpliendo las Escrituras, como la realización de lo predicho por los profetas, que hablaron en nombre de Dios e ilustrados por el Espíritu.
El segundo elemento es la doble fijación de Jesús, Hijo de Dios y al mismo tiempo hijo de David. Pablo ve en Jesús dos filiaciones: una filiación espiritual, por la cual es Hijo de Dios por obra del Espíritu que nos permite clamar ¡Abba!, Padre; y una filiación según la carne, por la cual es hijo de David.
Y notemos –tercer elemento a tener en cuenta– que no especifica el cómo de dicha descendencia davídica diciéndonos: «engendrado por José» o «nacido de varón», sino diciéndonos: «hecho hijo de mujer».
He aquí los elementos constitutivos de uno de los problemas al que va a responder Mateo en su evangelio.
Es el mismo problema del origen del Mesías que se trata en los textos de Marcos, que ya vimos. Pero no ya planteado en términos de objeción en boca de los enemigos, sino en términos de respuesta a la objeción. Respuesta que se inspira, sin duda, en la que el mismo Jesús había dado en los tiempos de su carne mortal y que los tres sinópticos nos narran en sus evangelios (Mt 22, 41ss. y paralelos).
«Estando reunidos los fariseos le propuso Jesús esta cuestión: “¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es Hijo?”
«Dícenle: “De David”.
«Replicó: “Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu le llama Señor, cuando dice: `Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies?´ (Sal 110, 1). Si, pues David le llama Señor, cómo puede ser Hijo suyo?”.
«Nadie es capaz de contestarle nada; desde ese día ninguno se atrevió a preguntarle más».
Ya Jesús había alertado, por lo tanto, a sus oyentes contra el peligro de juzgarlo exclusivamente según la carne. No es que rechazara el origen davídico del Mesías, pero señalaba que ese origen davídico encerraba un misterio, y que el misterio de la personalidad del Mesías no se explicaba exclusivamente por su ascendencia davídica, sino por una raíz que lo hacía superior a su antepasado según la carne y que abría espacio, en el misterio de su origen, a la intervención divina, pues, «Señor» era título reservado a Dios.
Y precisamente en esta filiación doble y compleja del Mesías, en la convergencia de estos dos títulos –Hijo de Dios e hijo de David–, es donde Mateo ve enclavado el misterio de María.
4. La revelación de la virginidad de María
Al finalizar su genealogía de Jesús, Mateo nos dice: y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La fórmula es ya intrigante. A lo largo de toda la genealogía con la que comienza su evangelio, Mateo ha hablado empleando el verbo engendrar: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob. Y cuando, contra lo usual en las genealogías hebreas, nombra a una madre, dice: Judá engendró de Tamar a Fares; David engendró de la que fue mujer de Urías a Salomón… Jacob engendró a José, el esposo de María.
José es el último de los «engendrados». De Jesús ya no se dice que haya sido engendrado por José de María, sino que José es el esposo de María de la cual nació Jesús.
Se abre, pues, para cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico, un interrogante al que Mateo va a dar respuesta versículos más abajo:
«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo».
He aquí la revelación de la virginidad de María. Nos asombra la sobriedad, casi frialdad de Mateo al referirse a este portento. No hay ningún énfasis, ninguna consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que exceda el mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su significación teológica que por su rareza, más preocupado por el problema de interpretación que plantea al justo José que el que puede plantear a todas las generaciones humanas después de él.
¿Qué significa –teológicamente hablando– la maternidad virginal de María?
A Mateo no le interesa dar aquí argumentos que la hagan creíble o aceptable. Y no pensemos que sus contemporáneos fueran más crédulos que los nuestros ni más proclives a aceptar sin más este misterio de la madre virgen. Hemos visto las dificultades que levantaban contra un Jesús reputado hijo carnal de José y María. Imaginemos las que podían levantar contra alguien que se presentara –o fuera presentado– con la pretensión de ser Hijo de Madre Virgen, de haber sido engendrado sin participación de varón y por obra directa de Dios en el seno de su madre.
5. La genealogía
Entenderemos mejor por dónde va el interés de Mateo en la concepción virginal de Jesús y su adopción por José tomando a María por esposa; nos explicaremos mejor por qué Mateo engarza esta gema en el contexto –tan poco elocuente para nosotros– de una genealogía, si nos detenemos un poco a considerar qué función cumplía este género literario genealógico en el contexto vital del pueblo judío en tiempos de Jesús.
En tiempos de Jesús, la genealogía de una persona y una familia tenía suma importancia jurídica e implicaba consecuencias en la vida social y religiosa. No era, como hoy entre nosotros, un asunto de curiosidad histórica o de elegancia, o de mera satisfacción de la vanidad.
Una genealogía se custodiaba como un título familiar. Posición social, origen racial y religioso dependían de ella.
Sólo formaban parte del verdadero Israel las familias que conservaban la pureza de origen del pueblo elegido tal como lo había establecido, después del exilio, la reforma religiosa de Esdras.
Todas las dignidades, todos los puestos de confianza, los cargos públicos importantes, estaban reservados a los israelitas puros. La pureza había que demostrarla y el Sanedrín contaba con un tribunal encargado de validar las genealogías e investigar los orígenes de los aspirantes a los cargos.
El principal de todos los privilegios que reportaba una genealogía pura se situaba en el domino estrictamente religioso. Gracias a la pureza de origen, el israelita participaba de los méritos de sus antepasados. En primer lugar, todo israelita participaba en virtud de ser hijo de Abraham, de los méritos del Patriarca y de las promesas que Dios le hiciera a Abraham. Todos los israelitas –por ejemplo– tenían derecho a ser oídos en su oración, protegidos en los peligros, asistidos en la guerra, perdonados de sus pecados, salvados de la Gehena y admitidos a participar del Reino de Dios. Literalmente: el Reino de Dios se adquiría por herencia. Jesús impugna enérgicamente esta creencia:
«Dios puede suscitar de las piedras hijos de Abraham» (Lc 3, 8).
«Los publicanos y prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos» (Mt 21, 31).
Porque, según Jesús, el título que da derecho al Reino no es la pureza genealógica de la raza ni la sangre, sino la fe (Jn 3, 3ss.; 8, 3ss.).
6. Hijo de David
Pero además, y en segundo lugar, la pureza de una línea genealógica daba al descendiente participación en los méritos particulares de sus antepasados propios.
Un descendiente de David, por ejemplo, participaba de los méritos de David y era especialmente acreedor a las promesas divinas hechas a David.
Por eso, cuando Mateo comienza su evangelio ocupándose del origen genealógico del Mesías comienza por un punto candente para todo judío de su época: el origen davídico del Mesías.
Según la convicción común y corriente de los contemporáneos de Jesús, fundada con razón en la Escritura, el Mesías sería un descendiente de David. En la Palestina de los tiempos de Jesús había, además de los hijos de Leví, otros grupos familiares o clanes que llevaban nombres de los ilustres antepasados de los que descendían. Existía un clan de descendientes de David –uno de los cuales era José–, que debía de ser muy numeroso no solo en Belén, ciudad de origen de David, sino también en Jerusalén y en toda Palestina.
No es exagerado estimar el número de los hijos de David, como cifra baja, en unos mil o dos mil. Ser hijo de David era, pues, llevar un apellido corriente que no necesariamente daba al portador demasiado brillo ni gloria. Y si comparamos el título Hijo de David con uno de nuestros apellidos, equivaldría a la frecuencia de nuestros Pérez, González o Rodríguez.
Los parientes cercanos de Jesús aparecen en el evangelio como un grupo numeroso, y seguramente fue importante en la comunidad primitiva de Jerusalén, quizás cerca de un centenar.
Entre los hijos de David había, sin duda, familias pobres y familias acomodadas. Habría, sin duda también, miembros de la aristocracia de Jerusalén. Y la pretensión y lustre mesiánico de Jesús, su éxito y el fervor popular que despertaba su persona, habría levantado ronchas y envidias entre los hijos de David más acomodados e ilustrados, puesto que vendría a frustrar las expectativas de elección divina de más de alguna madre davídica orgullosa de sus hijos, dotados de más títulos, relaciones y letras que el pariente galileo.
La afirmación de Mateo del origen davídico merece toda fe. Que no sea una invención tardía del Nuevo Testamento para fundamentar el origen mesiánico de Jesús, haciéndolo descendiente de David, nos lo muestra el testimonio unánime de todo el Nuevo Testamento y el de otras fuentes históricas. Eusebio registra en su Historia Eclesiástica el testimonio de Hegesipo, que escribe hacia el 180 de nuestra era, recogiendo una tradición palestina, según la cual los nietos de Judas, hermano del Señor, fueron denunciados a Domiciano como descendientes de David y reconocieron en el transcurso del interrogatorio dicho origen davídico.
Igualmente Simón, primo del Señor y sucesor de Santiago en el gobierno de la comunidad de Jerusalén, fue denunciado como hijo de David y de sangre mesiánica, y por eso crucificado. Julio el Africano confirma que los parientes de Jesús se gloriaban de su origen davídico, a todo lo cual se suma que ni los más encarnizados adversarios de Jesús ponen en duda su origen davídico, lo que hubiera sido un poderoso argumento contra él de haberlo podido alegar ante el pueblo.
Para Mateo, todo hubiera sido a primera vista más sencillo si hubiera podido presentar a Jesús como engendrado por José, a semejanza de todos sus antepasados. En realidad, el origen virginal de Jesús le complica las cosas. No sólo introduce un elemento inverosímil en su relato, una verdadera piedra de escándalo para muchos, sino que complica la evidencia del origen davídico de Jesús al transponerlo del plano físico al de los vínculos legales de la adopción.
¿Qué significado teológico encerraba el título Hijo de David –de suyo tan vulgar– aplicado al Mesías? ¿Y cómo lo entiende Mateo como título aplicable a Jesús?
El evangelio de Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús el Ungido, Hijo de David, Hijo de Abrahám.
Mateo parte de los títulos mesiánicos más comunes y recibidos para mostrar en qué medida son falsos y en qué medida son verdaderos; para mostrar que no son ellos los que nos ilustran acerca de la identidad del Mesías, sino que son el Mesías –Jesús– y su vida los que nos enseñan su verdadero sentido.
Como Hijo de David, Jesús es portador de las promesas hechas a David para Israel. Como Hijo de Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos. Como Hijo de David es rey, pero un rey rechazado por su pueblo y perseguido a muerte desde su cuna, pues ya Herodes siente amenazado su poder por su mera existencia y ordena para matarlo la Degollación de los Inocentes. No son los sabios de su pueblo, sino los de los paganos, venidos de Oriente, los que preguntan por el rey de los judíos y le traen presentes y regalos. Como Hijo de David, también le corresponde nacer en Belén, pero su origen es ignorado, pues luego es conocido como galileo nazareno.
El sentido que tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos –Hijo de David, Hijo de Abrahám– lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de María –por obra del Espíritu Santo–, esposa de José.
María y José, al culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que la transfigura. Esta genealogía misma encierra en su humildad carnal el testimonio perpetuo de la libre iniciativa divina, que ha de brillar deslumbrante al término de ella. Porque Abrahám es su comienzo absoluto, puesto por una elección gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa en una mujer estéril. Porque la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac, y más tarde no es Esaú, sino Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera correspondido según la carne; y lo mismo pasa con Judá que hereda en lugar del primogénito, y con David, que es el menor de los hermanos. En la larga lista se cobijan justos, pero también grandes pecadores.
A quienes se enorgullecían de la pureza de su origen davídico, o pensaran el origen davídico del Mesías en orgullosos términos de pureza racial, no podía dejarles de llamar la atención que Mateo introdujera en la genealogía, contra lo habitual, el nombre de cuatro mujeres, todas ellas extranjeras y ajenas no sólo a la estirpe sino a la nación judía:
Tamar, cananea, que disfrazándose de prostituta arranca a su suegro la descendencia que correspondía a su marido muerto, según la ley del levirato, y que sus parientes le negaban. Rajab, otra cananea, gracias a la cual los judíos pueden entrar en Jericó en tiempos de Josué, y que, según las tradiciones rabínicas extra bíblicas, fue madre de Booz, que a su vez, de Rut –extranjera también y, más aún, de la odiada región moabita– engendró a Obed, abuelo de David. BatSeba, por fin, la adúltera presumiblemente hitita como su marido Urías, general de David, a quien éste pecaminosamente hace morir en combate para arrebatarle a su mujer, la cual fue luego nada menos que madre de Salomón, hijo de la promesa.
¿Dónde queda lugar para el orgullo racial, para gloriarse en la pureza de la sangre o en los méritos de los antepasados? No están escritas en el linaje del Mesías, en cuanto provienen de David, ni la impoluta pureza de la sangre ni la justicia sin mancha. Más bien, por el contrario, si el Mesías se debe a sus antepasados, se debe también a los extranjeros y a los pecadores, y también los extranjeros y pecadores tienen títulos de parentesco que alegar sobre el Mesías.
Mateo se complace en señalar así la verdadera lógica genealógica inscrita en la historia del linaje davídico del Mesías y en contradecir con ella el orgullo carnal y el culto al linaje.
Aquellas mujeres extranjeras, a las cuales se debió la perpetuación del linaje de David, son prefiguración de María: ajena también al linaje de David según la carne, despreciable por los que se gloriaban en sus genealogías. María, aunque eternamente extranjera al linaje de mujeres que conciben por obra de varón, es la madre del nuevo linaje de hombres que nace de Dios por la fe.
7. Hijo de David e Hijo de Dios
María Virgen y María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen, sino que se articulan y dan lugar a una explicación teológica: iluminan cómo debe entenderse el título mesiánico Hijo de David. La pertenencia del Mesías al linaje de David no se anuda a través de un vínculo de sangre, pues José, hijo de David, no tiene parte física en su concepción. La pertenencia del Mesías a la casa de David se anuda a través de una Alianza. Una alianza matrimonial, que no se explica tampoco por mera decisión o elección humana, sino por dos consentimientos de fe a la voluntad divina y que, por tanto, a la vez que alianza matrimonial entre dos criaturas, es alianza de fe entre dos criaturas y Dios.
El Mesías no es Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por genealogía, sino que entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de fe que da José, hijo de David, a lo que se le revela como operado por Dios en María.
El Mesías no es Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de un asentimiento de fe que da María a la obra del Espíritu en ella.
Para que el Mesías, Hijo de Dios e Hijo de David, viniera al mundo y entrara en la descendencia davídica, se necesitaron, pues, dos asentimientos de fe: el de María y el de José. Ambos fundan el verdadero Israel, la verdadera descendencia de Abraham, que nace, se propaga y perpetúa no por los medios de la generación humana, sino por la fe.
Mateo subraya que la filiación davídica de JesúsMesías no es signo genealógico que pueda ser leído, rectamente comprendido ni interpretado al margen de la fe. No es un signo que Dios haya dado en el campo de la generación humana, accediendo a la carnalidad de los judíos que pedían signos para creer.
Parece más bien antisigno, porque, en realidad, el Mesías existió anterior e independientemente a su incorporación en el linaje de David a través del matrimonio de su Madre con un varón de ese linaje.
Los hechos, que Mateo no elude, más bien contradicen los modos concretos de la expectación mesiánica judía.
Mateo da muestras de un coraje y una honestidad intelectual muy grandes cuando acomete la tarea de exponer estos hechos –aunque increíbles– sin endulzarlos ni camuflarlos, en la confianza de que ellos manifiestan una coherencia tal con el Antiguo Testamento que no podrán menos de mover a reconocerlos –si se perfora la costra superficial de su apariencia– como signos de credibilidad.
De ahí su recurso al Antiguo Testamento, en paralelo continuo con los hechos, mostrando cómo no son las profecías las que condenan al Jesús Mesías, sino que es la vida real y concreta del JesúsMesías la que arroja luz sobre el contenido profético del Antiguo Testamento y la que amplía la extensión de su sentido profético a regiones insospechadas para los carriles vulgares de la teología judía de su tiempo.
Tanto para justificar la traducción «hecho hijo de mujer», en vez de «nacido de mujer», como para comprender el sentido mesiánico de la alusión a la madre, véase el artículo de José M. Bover, SJ, Un texto de San Pablo (Gál 4, 45) interpretado por San Ireneo («Estudios Eclesiásticos» 17, 1943, pp. 145-181). De él hemos tomado la traducción del pasaje de Gálatas.
Marcos, cuya imagen de María ya hemos contemplado, escribió su evangelio para la comunidad cristiana de Roma; y lo hizo atendiendo especialmente a explicar un hecho del que sin duda pedían explicación los judíos de la diáspora romana a los misioneros cristianos: ¿cómo es posible que, siendo Jesús el Hijo de Dios y Mesías, no fuera reconocido, sino rechazado y condenado a muerte por los jefes de la nación palestina?
Todo el evangelio de Marcos muestra, por un lado, la revelación de Jesús como Mesías, como Cristo o como Ungido –estos tres términos significan exactamente lo mismo–; y por otro lado, muestra el progresivo descreimiento de muchos, la incomprensión, incluso por parte de sus fieles, respecto del carácter sufriente de su mesianidad. La escueta presentación que Marcos nos hace de María –ya lo vimos– es un engranaje en esta perspectiva marcana. Muestra una de las formas que asumió el rechazo y la oposición de los dirigentes palestinos hacia Jesús y cómo involucraron en su campaña de difamación y hostigamiento la condición humilde y el origen galileo de su parentela.
Ante este ataque, Jesús responde –sin arredrarse– a quienes le pedían un signo genealógico, confrontándolo con la necesidad de creer sin pedir signos, y dando un testimonio –velado para los incrédulos, pero elocuente para quienes creían en Él– a favor de su Madre y sus discípulos.
Mateo, de cuya imagen de María nos ocuparemos ahora, no ignora la visión de Marcos, sino que la retoma en el cuerpo de su evangelio (Mt 12, 46-50; 13, 53-57), como también lo hará San Lucas en el suyo (Lc 8, 19-21; 4, 22). No hay necesidad de volver aquí sobre esos pasajes, que son copia casi textual de Marcos o de una fuente preexistente y en los que Mateo introduce sólo algún ligero retoque. Vamos a ocuparnos más bien de los que Mateo agrega a la figura de María como rasgos de su cosecha. Ellos son un desarrollo de lo que estaba implícito en Marcos.
2. María, Virgen y esposa de José
Mateo enriquece la figura de María respecto de la imagen de Marcos manifestando dos rasgos de la Madre del Mesías:
1) María es Virgen.
2) María es esposa de José, hijo de David.
Ambos rasgos los explicita Mateo no por satisfacer curiosidades, sino por lo que ellos significan en el marco de su presentación teológica del misterioso origen del Mesías.
Que María es Virgen es un rasgo mariano que está en íntima conexión con la filiación y origen divino del Mesías. Este nace de María sin mediación del hombre y por obra del Espíritu Santo, nos dice Mateo.
Que María sea esposa de José, hijo de David, es un rasgo mariano que está a su vez en íntima conexión con la filiación davídica y el carácter humano del Mesías.
Jesús, el Mesías, es, por tanto, Hijo de Dios por el misterio de la virginidad de su Madre, e Hijo de David por el no menos misterioso matrimonio con José, hijo de David.
3. El origen humano-divino del Mesías, Hijo de David, hecho hijo de mujer
Es inmensa la galería de pintores cristianos que nos presenta a la Madre con el Niño. De esa larga galería, nos parece Mateo el precursor y pionero. Y sin embargo, el texto más antiguo que poseemos de Jesús y su Madre es muy probablemente de San Pablo.
La concisa parquedad mariológica de Pablo merece aquí, aunque sea lateralmente y de paso, el homenaje de nuestra atención. Hacia el año 51 de nuestra era, o sea unos veinte años antes de la fecha probable de composición del evangelio de Mateo, escribe Pablo a los Gálatas:
«Pero al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, hecho hijo de mujer, puesto bajo la ley para rescatar a los que se hallaban bajo la ley y para que recibiéramos la filiación adoptiva» (Gál 4, 4-5).
Y entre diez y doce años más tarde, entre el 61-63 de nuestra era, escribe el mismo Pablo desde su primera cautividad a los fieles de Roma:
«Pablo, siervo de Cristo Jesús, apóstol por vocación, escogido para el Evangelio de Dios, quien había ya prometido por medio de sus profetas en las Sagradas Escrituras a su Hijo, nacido del linaje de David según la carne, constituido Hijo de Dios con poder» (Rom 1, 1-3).
Estos dos textos de Pablo nos muestran la presencia, en el estado más primitivo de la tradición, de tres elementos esenciales que vamos a encontrar en los pasajes marianos de Mateo.
El primero consiste en que lo que se dice de Jesucristo se presenta como sucedido según las Escrituras, como cumpliendo las Escrituras, como la realización de lo predicho por los profetas, que hablaron en nombre de Dios e ilustrados por el Espíritu.
El segundo elemento es la doble fijación de Jesús, Hijo de Dios y al mismo tiempo hijo de David. Pablo ve en Jesús dos filiaciones: una filiación espiritual, por la cual es Hijo de Dios por obra del Espíritu que nos permite clamar ¡Abba!, Padre; y una filiación según la carne, por la cual es hijo de David.
Y notemos –tercer elemento a tener en cuenta– que no especifica el cómo de dicha descendencia davídica diciéndonos: «engendrado por José» o «nacido de varón», sino diciéndonos: «hecho hijo de mujer».
He aquí los elementos constitutivos de uno de los problemas al que va a responder Mateo en su evangelio.
Es el mismo problema del origen del Mesías que se trata en los textos de Marcos, que ya vimos. Pero no ya planteado en términos de objeción en boca de los enemigos, sino en términos de respuesta a la objeción. Respuesta que se inspira, sin duda, en la que el mismo Jesús había dado en los tiempos de su carne mortal y que los tres sinópticos nos narran en sus evangelios (Mt 22, 41ss. y paralelos).
«Estando reunidos los fariseos le propuso Jesús esta cuestión: “¿Qué pensáis acerca del Mesías? ¿De quién es Hijo?”
«Dícenle: “De David”.
«Replicó: “Pues ¿cómo David, movido por el Espíritu le llama Señor, cuando dice: `Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi diestra hasta que ponga a tus enemigos debajo de tus pies?´ (Sal 110, 1). Si, pues David le llama Señor, cómo puede ser Hijo suyo?”.
«Nadie es capaz de contestarle nada; desde ese día ninguno se atrevió a preguntarle más».
Ya Jesús había alertado, por lo tanto, a sus oyentes contra el peligro de juzgarlo exclusivamente según la carne. No es que rechazara el origen davídico del Mesías, pero señalaba que ese origen davídico encerraba un misterio, y que el misterio de la personalidad del Mesías no se explicaba exclusivamente por su ascendencia davídica, sino por una raíz que lo hacía superior a su antepasado según la carne y que abría espacio, en el misterio de su origen, a la intervención divina, pues, «Señor» era título reservado a Dios.
Y precisamente en esta filiación doble y compleja del Mesías, en la convergencia de estos dos títulos –Hijo de Dios e hijo de David–, es donde Mateo ve enclavado el misterio de María.
4. La revelación de la virginidad de María
Al finalizar su genealogía de Jesús, Mateo nos dice: y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo. La fórmula es ya intrigante. A lo largo de toda la genealogía con la que comienza su evangelio, Mateo ha hablado empleando el verbo engendrar: Abraham engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob. Y cuando, contra lo usual en las genealogías hebreas, nombra a una madre, dice: Judá engendró de Tamar a Fares; David engendró de la que fue mujer de Urías a Salomón… Jacob engendró a José, el esposo de María.
José es el último de los «engendrados». De Jesús ya no se dice que haya sido engendrado por José de María, sino que José es el esposo de María de la cual nació Jesús.
Se abre, pues, para cualquier lector judío avezado en el estilo genealógico, un interrogante al que Mateo va a dar respuesta versículos más abajo:
«El nacimiento de Jesucristo fue de esta manera: Su madre, María, estaba desposada con José y, antes de empezar a convivir ellos, se encontró encinta por obra del Espíritu Santo».
He aquí la revelación de la virginidad de María. Nos asombra la sobriedad, casi frialdad de Mateo al referirse a este portento. No hay ningún énfasis, ninguna consideración encomiosa ni apologética, ninguna apreciación que exceda el mero anunciado del hecho. Mateo está más preocupado por su significación teológica que por su rareza, más preocupado por el problema de interpretación que plantea al justo José que el que puede plantear a todas las generaciones humanas después de él.
¿Qué significa –teológicamente hablando– la maternidad virginal de María?
A Mateo no le interesa dar aquí argumentos que la hagan creíble o aceptable. Y no pensemos que sus contemporáneos fueran más crédulos que los nuestros ni más proclives a aceptar sin más este misterio de la madre virgen. Hemos visto las dificultades que levantaban contra un Jesús reputado hijo carnal de José y María. Imaginemos las que podían levantar contra alguien que se presentara –o fuera presentado– con la pretensión de ser Hijo de Madre Virgen, de haber sido engendrado sin participación de varón y por obra directa de Dios en el seno de su madre.
5. La genealogía
Entenderemos mejor por dónde va el interés de Mateo en la concepción virginal de Jesús y su adopción por José tomando a María por esposa; nos explicaremos mejor por qué Mateo engarza esta gema en el contexto –tan poco elocuente para nosotros– de una genealogía, si nos detenemos un poco a considerar qué función cumplía este género literario genealógico en el contexto vital del pueblo judío en tiempos de Jesús.
En tiempos de Jesús, la genealogía de una persona y una familia tenía suma importancia jurídica e implicaba consecuencias en la vida social y religiosa. No era, como hoy entre nosotros, un asunto de curiosidad histórica o de elegancia, o de mera satisfacción de la vanidad.
Una genealogía se custodiaba como un título familiar. Posición social, origen racial y religioso dependían de ella.
Sólo formaban parte del verdadero Israel las familias que conservaban la pureza de origen del pueblo elegido tal como lo había establecido, después del exilio, la reforma religiosa de Esdras.
Todas las dignidades, todos los puestos de confianza, los cargos públicos importantes, estaban reservados a los israelitas puros. La pureza había que demostrarla y el Sanedrín contaba con un tribunal encargado de validar las genealogías e investigar los orígenes de los aspirantes a los cargos.
El principal de todos los privilegios que reportaba una genealogía pura se situaba en el domino estrictamente religioso. Gracias a la pureza de origen, el israelita participaba de los méritos de sus antepasados. En primer lugar, todo israelita participaba en virtud de ser hijo de Abraham, de los méritos del Patriarca y de las promesas que Dios le hiciera a Abraham. Todos los israelitas –por ejemplo– tenían derecho a ser oídos en su oración, protegidos en los peligros, asistidos en la guerra, perdonados de sus pecados, salvados de la Gehena y admitidos a participar del Reino de Dios. Literalmente: el Reino de Dios se adquiría por herencia. Jesús impugna enérgicamente esta creencia:
«Dios puede suscitar de las piedras hijos de Abraham» (Lc 3, 8).
«Los publicanos y prostitutas los precederán en el Reino de los Cielos» (Mt 21, 31).
Porque, según Jesús, el título que da derecho al Reino no es la pureza genealógica de la raza ni la sangre, sino la fe (Jn 3, 3ss.; 8, 3ss.).
6. Hijo de David
Pero además, y en segundo lugar, la pureza de una línea genealógica daba al descendiente participación en los méritos particulares de sus antepasados propios.
Un descendiente de David, por ejemplo, participaba de los méritos de David y era especialmente acreedor a las promesas divinas hechas a David.
Por eso, cuando Mateo comienza su evangelio ocupándose del origen genealógico del Mesías comienza por un punto candente para todo judío de su época: el origen davídico del Mesías.
Según la convicción común y corriente de los contemporáneos de Jesús, fundada con razón en la Escritura, el Mesías sería un descendiente de David. En la Palestina de los tiempos de Jesús había, además de los hijos de Leví, otros grupos familiares o clanes que llevaban nombres de los ilustres antepasados de los que descendían. Existía un clan de descendientes de David –uno de los cuales era José–, que debía de ser muy numeroso no solo en Belén, ciudad de origen de David, sino también en Jerusalén y en toda Palestina.
No es exagerado estimar el número de los hijos de David, como cifra baja, en unos mil o dos mil. Ser hijo de David era, pues, llevar un apellido corriente que no necesariamente daba al portador demasiado brillo ni gloria. Y si comparamos el título Hijo de David con uno de nuestros apellidos, equivaldría a la frecuencia de nuestros Pérez, González o Rodríguez.
Los parientes cercanos de Jesús aparecen en el evangelio como un grupo numeroso, y seguramente fue importante en la comunidad primitiva de Jerusalén, quizás cerca de un centenar.
Entre los hijos de David había, sin duda, familias pobres y familias acomodadas. Habría, sin duda también, miembros de la aristocracia de Jerusalén. Y la pretensión y lustre mesiánico de Jesús, su éxito y el fervor popular que despertaba su persona, habría levantado ronchas y envidias entre los hijos de David más acomodados e ilustrados, puesto que vendría a frustrar las expectativas de elección divina de más de alguna madre davídica orgullosa de sus hijos, dotados de más títulos, relaciones y letras que el pariente galileo.
La afirmación de Mateo del origen davídico merece toda fe. Que no sea una invención tardía del Nuevo Testamento para fundamentar el origen mesiánico de Jesús, haciéndolo descendiente de David, nos lo muestra el testimonio unánime de todo el Nuevo Testamento y el de otras fuentes históricas. Eusebio registra en su Historia Eclesiástica el testimonio de Hegesipo, que escribe hacia el 180 de nuestra era, recogiendo una tradición palestina, según la cual los nietos de Judas, hermano del Señor, fueron denunciados a Domiciano como descendientes de David y reconocieron en el transcurso del interrogatorio dicho origen davídico.
Igualmente Simón, primo del Señor y sucesor de Santiago en el gobierno de la comunidad de Jerusalén, fue denunciado como hijo de David y de sangre mesiánica, y por eso crucificado. Julio el Africano confirma que los parientes de Jesús se gloriaban de su origen davídico, a todo lo cual se suma que ni los más encarnizados adversarios de Jesús ponen en duda su origen davídico, lo que hubiera sido un poderoso argumento contra él de haberlo podido alegar ante el pueblo.
Para Mateo, todo hubiera sido a primera vista más sencillo si hubiera podido presentar a Jesús como engendrado por José, a semejanza de todos sus antepasados. En realidad, el origen virginal de Jesús le complica las cosas. No sólo introduce un elemento inverosímil en su relato, una verdadera piedra de escándalo para muchos, sino que complica la evidencia del origen davídico de Jesús al transponerlo del plano físico al de los vínculos legales de la adopción.
¿Qué significado teológico encerraba el título Hijo de David –de suyo tan vulgar– aplicado al Mesías? ¿Y cómo lo entiende Mateo como título aplicable a Jesús?
El evangelio de Mateo se abre con las palabras: Libro de la Historia de Jesús el Ungido, Hijo de David, Hijo de Abrahám.
Mateo parte de los títulos mesiánicos más comunes y recibidos para mostrar en qué medida son falsos y en qué medida son verdaderos; para mostrar que no son ellos los que nos ilustran acerca de la identidad del Mesías, sino que son el Mesías –Jesús– y su vida los que nos enseñan su verdadero sentido.
Como Hijo de David, Jesús es portador de las promesas hechas a David para Israel. Como Hijo de Abrahám, trae la promesa a todos los pueblos. Como Hijo de David es rey, pero un rey rechazado por su pueblo y perseguido a muerte desde su cuna, pues ya Herodes siente amenazado su poder por su mera existencia y ordena para matarlo la Degollación de los Inocentes. No son los sabios de su pueblo, sino los de los paganos, venidos de Oriente, los que preguntan por el rey de los judíos y le traen presentes y regalos. Como Hijo de David, también le corresponde nacer en Belén, pero su origen es ignorado, pues luego es conocido como galileo nazareno.
El sentido que tiene este reconocimiento inicial de los dos títulos –Hijo de David, Hijo de Abrahám– lo explicita ya el final de la genealogía: Hijo de María –por obra del Espíritu Santo–, esposa de José.
María y José, al culminar la lista genealógica arrojan sobre ella una luz que la transfigura. Esta genealogía misma encierra en su humildad carnal el testimonio perpetuo de la libre iniciativa divina, que ha de brillar deslumbrante al término de ella. Porque Abrahám es su comienzo absoluto, puesto por una elección gratuita de Dios. Porque este hombre se perpetúa en una mujer estéril. Porque la primogenitura no la tiene Ismael, sino Isaac, y más tarde no es Esaú, sino Jacob, quien la hereda, contra lo que hubiera correspondido según la carne; y lo mismo pasa con Judá que hereda en lugar del primogénito, y con David, que es el menor de los hermanos. En la larga lista se cobijan justos, pero también grandes pecadores.
A quienes se enorgullecían de la pureza de su origen davídico, o pensaran el origen davídico del Mesías en orgullosos términos de pureza racial, no podía dejarles de llamar la atención que Mateo introdujera en la genealogía, contra lo habitual, el nombre de cuatro mujeres, todas ellas extranjeras y ajenas no sólo a la estirpe sino a la nación judía:
Tamar, cananea, que disfrazándose de prostituta arranca a su suegro la descendencia que correspondía a su marido muerto, según la ley del levirato, y que sus parientes le negaban. Rajab, otra cananea, gracias a la cual los judíos pueden entrar en Jericó en tiempos de Josué, y que, según las tradiciones rabínicas extra bíblicas, fue madre de Booz, que a su vez, de Rut –extranjera también y, más aún, de la odiada región moabita– engendró a Obed, abuelo de David. BatSeba, por fin, la adúltera presumiblemente hitita como su marido Urías, general de David, a quien éste pecaminosamente hace morir en combate para arrebatarle a su mujer, la cual fue luego nada menos que madre de Salomón, hijo de la promesa.
¿Dónde queda lugar para el orgullo racial, para gloriarse en la pureza de la sangre o en los méritos de los antepasados? No están escritas en el linaje del Mesías, en cuanto provienen de David, ni la impoluta pureza de la sangre ni la justicia sin mancha. Más bien, por el contrario, si el Mesías se debe a sus antepasados, se debe también a los extranjeros y a los pecadores, y también los extranjeros y pecadores tienen títulos de parentesco que alegar sobre el Mesías.
Mateo se complace en señalar así la verdadera lógica genealógica inscrita en la historia del linaje davídico del Mesías y en contradecir con ella el orgullo carnal y el culto al linaje.
Aquellas mujeres extranjeras, a las cuales se debió la perpetuación del linaje de David, son prefiguración de María: ajena también al linaje de David según la carne, despreciable por los que se gloriaban en sus genealogías. María, aunque eternamente extranjera al linaje de mujeres que conciben por obra de varón, es la madre del nuevo linaje de hombres que nace de Dios por la fe.
7. Hijo de David e Hijo de Dios
María Virgen y María esposa de José no son rasgos que se yuxtaponen, sino que se articulan y dan lugar a una explicación teológica: iluminan cómo debe entenderse el título mesiánico Hijo de David. La pertenencia del Mesías al linaje de David no se anuda a través de un vínculo de sangre, pues José, hijo de David, no tiene parte física en su concepción. La pertenencia del Mesías a la casa de David se anuda a través de una Alianza. Una alianza matrimonial, que no se explica tampoco por mera decisión o elección humana, sino por dos consentimientos de fe a la voluntad divina y que, por tanto, a la vez que alianza matrimonial entre dos criaturas, es alianza de fe entre dos criaturas y Dios.
El Mesías no es Hijo de David por voluntad ni por obra de varón ni por genealogía, sino que entra en la genealogía en virtud de un asentimiento de fe que da José, hijo de David, a lo que se le revela como operado por Dios en María.
El Mesías no es Hijo de Dios por voluntad ni obra de varón, sino en virtud de un asentimiento de fe que da María a la obra del Espíritu en ella.
Para que el Mesías, Hijo de Dios e Hijo de David, viniera al mundo y entrara en la descendencia davídica, se necesitaron, pues, dos asentimientos de fe: el de María y el de José. Ambos fundan el verdadero Israel, la verdadera descendencia de Abraham, que nace, se propaga y perpetúa no por los medios de la generación humana, sino por la fe.
Mateo subraya que la filiación davídica de JesúsMesías no es signo genealógico que pueda ser leído, rectamente comprendido ni interpretado al margen de la fe. No es un signo que Dios haya dado en el campo de la generación humana, accediendo a la carnalidad de los judíos que pedían signos para creer.
Parece más bien antisigno, porque, en realidad, el Mesías existió anterior e independientemente a su incorporación en el linaje de David a través del matrimonio de su Madre con un varón de ese linaje.
Los hechos, que Mateo no elude, más bien contradicen los modos concretos de la expectación mesiánica judía.
Mateo da muestras de un coraje y una honestidad intelectual muy grandes cuando acomete la tarea de exponer estos hechos –aunque increíbles– sin endulzarlos ni camuflarlos, en la confianza de que ellos manifiestan una coherencia tal con el Antiguo Testamento que no podrán menos de mover a reconocerlos –si se perfora la costra superficial de su apariencia– como signos de credibilidad.
De ahí su recurso al Antiguo Testamento, en paralelo continuo con los hechos, mostrando cómo no son las profecías las que condenan al Jesús Mesías, sino que es la vida real y concreta del JesúsMesías la que arroja luz sobre el contenido profético del Antiguo Testamento y la que amplía la extensión de su sentido profético a regiones insospechadas para los carriles vulgares de la teología judía de su tiempo.
Tanto para justificar la traducción «hecho hijo de mujer», en vez de «nacido de mujer», como para comprender el sentido mesiánico de la alusión a la madre, véase el artículo de José M. Bover, SJ, Un texto de San Pablo (Gál 4, 45) interpretado por San Ireneo («Estudios Eclesiásticos» 17, 1943, pp. 145-181). De él hemos tomado la traducción del pasaje de Gálatas.
A LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA - POESÍA
A la Asunción de la Virgen María
Juan López de Ubeda
Virgen pura, hoy quiere Dios
que subáis del suelo al Cielo,
pues cuando quisisteis vos,
Él bajó del Cielo al suelo.
Si en la tierra daros quiso
Dios del bien que allá tenía,
¿Qué os dará en el paraíso,
donde todo es alegría?.
El amor vuestro y de Dios
hoy se encuentran en el vuelo,
pues por Él a Dios vais vos,
y Él a vos vino del Cielo.
El Padre os da la corona,
el Hijo su diestra mano,
y la Tercera Persona
os da su amor soberano.
Alcanzáis, Virgen, de Dios
premios, honras y consuelo,
y por Él sois Cielo vos,
y Él por vos hombre en el suelo.
MARÍA EN CUERPO Y ALMA AL CIELO
María en cuerpo y alma al Cielo
Sentada junto al trono de Jesús, María se ve coronada como Reina de Cielo y Tierra, de los ángeles y de los hombres.
Por: Pedro García, misionero claretiano | Fuente: Catholic.net
La fiesta de la Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo está muy entrañada en el pueblo cristiano. ¡Y cuántos misterios encierra y cuántas realidades nos descubre en nuestra Madre querida!
Se acabó el peregrinar por la tierra, y se ha abierto para siempre la frontera de la Patria.
La espera desde la Ascensión de Jesús ha sido larga, pero al fin ha llegado el momento de ir a dar el abrazo definitivo e irrompible al Hijo adorado.
Ya no queda más que un recuerdo lejano de la espada de Simeón, porque se acabó del todo el sufrimiento, que no volverá a torturar más el alma. Quien se unió como nadie a la pasión y muerte de Jesús, entra ahora a participar, también como nadie, en su gloria inmortal.
Sentada junto al trono de Jesús, María se ve coronada como Reina de Cielo y Tierra, de los ángeles y de los hombres.
La Iglesia, desde aquí abajo, la va a mirar como su imagen y modelo en la peregrinación de la fe. ¡Así, así, igual que la de María, será la consumación de la Iglesia al final de los tiempos!
Ahora María, ya en el Cielo, comprende en su totalidad la misión que Dios le ha confiado. Porque María, como Jesús, no va a estar ociosa mientras goza en plenitud de la gloria de Dios.
Ahora sabe bien lo que es ser la Madre de aquellos hijos que Jesús le confiara desde la cruz.
Madre de la Iglesia, ha de vigilar con ojo atento a los pastores igual que a los fieles, a fin de que la Iglesia realice la obra del Reino de Dios hasta llevarlo a término final.
Madre de todos los hombres, tiene que tener el cuidado de todos y de cada uno, hasta que los vea seguros a todos dentro del Cielo. Allí no puede faltar ninguno de los elegidos.
Para realizar esta su misión de Madre, Dios la constituye Medianera de todas las gracias que nos mereció Jesús con su pasión y muerte redentoras.
María será también una poderosa Abogada nuestra ante Jesucristo el Redentor y ante el Padre.
No fallará María en su misión, porque nos ama con Corazón de Madre, y el corazón de una madre infunde seguridad total.
La Asunción de María en cuerpo y alma al Cielo, nos hace ver todo esto sin más, de buenas a primeras.
Pero, mirada la Asunción desde un punto de vista más concreto, el Concilio nos la ha centrado en una dimensión eclesial verdaderamente grande y consoladora. ¿Por qué Dios ha resucitado a María con tanta anticipación, que no ha querido esperar al fin del mundo, en la resurrección universal? Dios no obra por capricho, y algún fin habrá tenido en su providencia amorosa.
Y lo primero que vemos es lo más natural de todo: Dios ha querido glorificar a su Madre de una manera plena, sin retardar para Ella lo que hará con los demás redimidos. Ha mirado a su Madre sin más.
Pero el Concilio nos ha señalado el otro fin de Dios al hacer Inmaculada a María y al resucitarla y subirla al Cielo en su Asunción: ha sido para presentar a su Iglesia la imagen de lo que será la misma Iglesia en su consumación final. Mirando a María, sabemos lo que vamos a ser cada uno de nosotros.
Antes que nada, Dios nos devolverá, después de eliminar todo pecado, aquella inocencia primera que tuvieron el hombre y la mujer en el paraíso. La misma inocencia también con que salimos de las aguas bautismales.
Seremos santos e inmaculados, de modo que el amor a Dios será ardiente, totalmente puro, y nuestras almas brillarán con una hermosura sin igual. En María Inmaculada contemplamos ya nuestro propio retrato tal como seremos en el Cielo.
Y en María Asunta al Cielo en cuerpo y alma vemos también el término final que nos espera. Dejemos tranquilamente que nuestros cuerpos mortales se vuelvan polvo en el sepulcro... La última que vencerá no será la muerte, sino la vida. La vida de Jesucristo Resucitado, que ha avanzado ya su victoria final en esta criatura privilegiada como es su Madre, y esto para infundirnos a nosotros una esperanza grande. ¿Vemos lo que es María en el Cielo? Pues esto mismo, y no otra cosa, es lo que seremos nosotros.
Hemos visto antes cómo María no está ociosa en los esplendores de su gloria, sino que se preocupa constantemente de la tierra. Y esto nos lleva a otra consideración muy oportuna. ¿Podemos pensar que María, Madre de todos los hombres, esté contenta de las condiciones de vida en que se desenvuelven muchos hijos suyos?...
¿Puede estar conforme con la pobreza extrema de muchos? No.
¿Puede mirar indiferente las condiciones de muchas cárceles? No.
¿Puede gustarle cómo se mata a tanto niño antes de que pueda nacer? No.
¿Puede contemplar sin conmoverse la situación penosa de jóvenes que cayeron el la droga? No.
¿Puede tolerar la explotación de hijas suyas, compradas como esclavas destinadas al vicio? No.
Cuando nosotros hacemos algo para remediar esos males y muchos más de los hijos e hijas de María, no nos damos cuenta quizá de que somos instrumentos del amor materno de la Virgen, que se preocupa desde el Cielo y cuenta con nosotros para que realicemos una obra de amor salida de su Corazón...
¡Madre María! ¡Madre glorificada en el Cielo! En el día de tu nacimiento a la Gloria te felicitamos de corazón. ¡Qué alegría para nosotros tus hijos el saber que tenemos una Madre tan feliz, tan rebosante de gozo, tan colmada de privilegios, tan preocupada por nosotros, tan impaciente por tenernos a su lado!... Danos una mano, ya que te cuesta tan poquito, y arrástranos, a pesar de nuestras resistencias a veces, hasta donde Tú reinas inmortal....
LA ASUNCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA - 15 DE AGOSTO
La Asunción de la Virgen María
Es un dogma de fe que María Santísima fue llevada al cielo en cuerpo y alma, Acontecimiento que celebramos el 15 de agosto
Por: Teresa Vallés | Fuente: Catholic.net
Explicación de la fiesta
La Asunción es un mensaje de esperanza que nos hace pensar en la dicha de alcanzar el Cielo, la gloria de Dios y en la alegría de tener una madre que ha alcanzado la meta a la que nosotros caminamos.
Este día, recordamos que María es una obra maravillosa de Dios. Concebida sin pecado original, el cuerpo de María estuvo siempre libre de pecado. Era totalmente pura. Su alma nunca se corrompió. Su cuerpo nunca fue manchado por el pecado, fue siempre un templo santo e inmaculado.
También, tenemos presente a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre María y cómo ella supo responder a éstas. Ella alcanzó la Gloria de Dios por la vivencia de las virtudes. Se coronó con estas virtudes.
La maternidad divina de María fue el mayor milagro y la fuente de su grandeza, pero Dios no coronó a María por su sola la maternidad, sino por sus virtudes: su caridad, su humildad, su pureza, su paciencia, su mansedumbre, su perfecto homenaje de adoración, amor, alabanza y agradecimiento.
María cumplió perfectamente con la voluntad de Dios en su vida y eso es lo que la llevó a llegar a la gloria de Dios.
En la Tierra todos queremos llegar a Dios y en esto trabajamos todos los días. Esta es nuestra esperanza. María ya ha alcanzado esto. Lo que ella ha alcanzado nos anima a nosotros. Lo que ella posee nos sirve de esperanza.
María tuvo una enorme confianza en Dios y su corazón lo tenía lleno de Dios.
Ella es nuestra Madre del Cielo y está dispuesta a ayudarnos en todo lo que le pidamos.
Un poco de historia
El Papa Pío XII definió como dogma de fe la Asunción de María al Cielo en cuerpo y alma el 1 de noviembre de 1950.
La fiesta de la Asunción es “la fiesta de María”, la más solemne de las fiestas que la Iglesia celebra en su honor. Este día festejamos todos los misterios de su vida.
Es la celebración de su grandeza, de todos sus privilegios y virtudes, que también se celebran por separado en otras fechas.
Este día tenemos presente a Cristo por todas las gracias que derramó sobre su Madre, María. ¡Qué bien supo Ella corresponder a éstas! Por eso, por su vivencia de las virtudes, Ella alcanzó la gloria de Dios: se coronó por estas virtudes.
María es una obra maravillosa de Dios: mujer sencilla y humilde, concebida sin pecado original y, por tanto, creatura purísima. Su alma nunca se corrompió. Su cuerpo nunca fue manchado por el pecado, fue siempre un templo santo e inmaculado de Dios.
En la Tierra todos queremos llegar a Dios y por este fin trabajamos todos los días, ya que ésa es nuestra esperanza. María ya lo ha alcanzado. Lo que ella ya posee nos anima a nosotros a alcanzarlo también.
María tuvo una enorme confianza en Dios, su corazón lo tenía lleno de Dios. Vivió con una inmensa paz porque vivía en Dios, porque cumplió a la perfección con la voluntad de Dios durante toda su vida. Y esto es lo que la llevó a gozar en la gloria de Dios. Desde su Asunción al Cielo, Ella es nuestra Madre del Cielo.
Sugerencias para vivir la fiesta:
Tener una imagen de la Virgen María en el momento de la Asunción y poner junto de ésta un florero para repartir una flor con un letrero de una virtud propia de la Virgen para que cada uno medite en esta virtud y deposite la flor.
Coronar a la virgen María poniéndole una corona y explicando al mismo tiempo por que llegó al Cielo en cuerpo y alma.
Llevar y ofrecer flores a la Virgen.
Rezar el Rosario en familia con mucha devoción.
viernes, 14 de agosto de 2015
EL ORIGEN DE LA VIRGEN DE LA PALOMA
El origen de la Virgen de la Paloma
Según cuenta la tradición la pintura, que realmente representa a la Virgen de la Soledad, se encontraba abandonada en un corral...
Por: Manu | Fuente: www.secretosdemadrid.es
Cada 15 de agosto, a pesar de las altas temperaturas y de ser pleno verano muchos madrileños y madrileñas se engalanan para rendir su homenaje a una de las advocaciones más queridas de la ciudad, la Virgen de la Paloma. Una fiesta castiza, relativamente reciente y con un curioso origen.
La primera peculiaridad que hay que señalar de esta festividad es que, a diferencia de otras en las que se veneran tallas o estatuas que representan a los diferentes santos o vírgenes, en este caso, el centro de todos los actos es un pequeño lienzo del Siglo XVIII abocado, en un principio, al mayor de los anonimatos pero que rápidamente se convirtió en una de las imágenes más veneradas y queridas de Madrid, ¿Cómo es posible?
Retrocedamos al año 1787. Según cuenta la tradición la pintura, que realmente representa a la Virgen de la Soledad, se encontraba abandonada en un corral donde se almacenaba la leña con la que se trataba de aminorar los efectos del frío invierno madrileño. Un hombre se percató de la presencia del lienzo, y de su mal estado, por lo que optó por regalárselo a unos niños que por allí rondaban y que rápidamente comenzaron a jugar con él.
La pintura hubiese quedado en un juego de chicos de no ser por la intervención deAndrea Isabel Tintero, la tía de uno de ellos, quien decidió comprárselo a su sobrino a cambio de unas pocas monedas y optó por restaurarlo, enmarcarlo y colocarlo a la entrada de su casa, ubicada en la Calle de la Paloma. Muy pronto se le comienzan a atribuir cualidades milagrosas a la imagen, su fama y devoción va creciendo de manera incontrolable por el vecindario.
Tal es así que Andrea Isabel habilita uno de los cuartos de su casa para que la gente pueda realizar el culto en mejores condiciones pero también pronto se queda pequeña. Por ese motivo, en 1795, se levanta una capilla para custodiarla. Ya para entonces, eran muchas las madres que se acercaban con sus bebés en busca de protección divina para sus recién nacidos. Una tradición que se sigue realizando en la actualidad y que incluso adoptó la realeza.
Finalmente, en el Siglo XIX, se opta por construir la iglesia que hoy en día sigue guardando aquella imagen que unos niños, inocentemente, rescataron del olvido. Su nombre oficial es el de Parroquia de San Pedro el Real aunque todo el mundo la conoce popularmente como la Iglesia de la Paloma. La Virgen, que además es la patrona de los Bomberos, es posiblemente la más querida de todas las advocaciones madrileñas. Sus festejos, verbenas y la pasión con la que la gente vive su festividad, año tras año, así lo demuestran.
Si estáis por Madrid no dudéis en acercaros hasta La Latina y así disfrutar, en primera persona, de una de las fechas más importantes del calendario. Una fecha, que comenzó a gestarse, de manera inocente, en un corral bajo un montón de leña.
CONSAGRACIÓN A LA INMACULADA VIRGEN MARÍA, COMPUESTA POR SAN MAXIMILIANO KOLBE
Consagración a la Inmaculada Virgen María
compuesta por S. Maximiliano Kolbe
"Oh Inmaculada, reina del cielo y de la tierra,
refugio de los pecadores y Madre nuestra amorosísima,
a quien Dios confió la economía de la misericordia.
Yo....... pecador indigno, me postro ante ti,
suplicando que aceptes todo mi ser como cosa y
posesión tuya.
A ti, Oh Madre, ofrezco todas las dificultades
de mi alma y mi cuerpo, toda la vida, muerte y eternidad.
Dispón también, si lo deseas, de todo mi ser, sin ninguna reserva,
para cumplir lo que de ti ha sido dicho:
"Ella te aplastará la cabeza" (Gen 3:15), y también:
"Tú has derrotado todas las herejías en el mundo".
Haz que en tus manos purísimas y misericordiosas
me convierta en instrumento útil para introducir y aumentar tu gloria en tantas almas tibias e indiferentes, y de este modo,
aumento en cuanto sea posible el bienaventurado
Reino del Sagrado Corazón de Jesús.
Donde tú entras oh Inmaculada, obtienes la gracia
de la conversión y la santificación, ya que toda gracia
que fluye del Corazón de Jesús para nosotros,
nos llega a través de tus manos".
Ayúdame a alabarte, Oh Virgen Santa
y dame fuerza contra tus enemigos."
Amén.
miércoles, 12 de agosto de 2015
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