domingo, 13 de abril de 2025

HOMILÍA DEL PAPA FRANCISCO EN EL DOMINGO DE RAMOS 2025



 Homilía del Papa Francisco en el Domingo de Ramos 2025


Debido a su convalecencia y delicado estado de salud, el Papa Francisco no participó en la Misa del Domingo de Ramos en la Plaza de San Pedro, que estuvo presidida por el Cardenal Leonardo Sandri, Vicedecano del Colegio Cardenalicio.


A continuación, la homilía del Papa Francisco:

¡Bendito sea el Rey que viene en nombre del Señor!» (Lc 19,38). De este modo la multitud  aclama a Jesús al entrar en Jerusalén. El Mesías atraviesa la puerta de la ciudad santa, abierta de par  en par para recibir a Aquel que, pocos días después, saldrá de allí proscrito y condenado, cargado con  la cruz. 

Hoy también nosotros hemos seguido a Jesús, primero acompañándolo festivamente y después  en una vía dolorosa, inaugurando la Semana Santa que nos prepara a celebrar la pasión, muerte y  resurrección del Señor. 

Mientras contemplamos, entre la multitud, los rostros de los soldados y las lágrimas de las  mujeres, llama nuestra atención un desconocido, cuyo nombre entra en el Evangelio de improviso:  Simón de Cirene. Este hombre fue detenido por los soldados, que «lo cargaron con la cruz, para que  la llevara detrás de Jesús» (Lc 23,26). Él regresaba en ese momento del campo, pasaba por ahí, y se  vio envuelto en una situación inquietante, como el pesado madero cargado sobre sus espaldas. 

De camino hacia el Calvario, reflexionemos un momento sobre el gesto de Simón, busquemos  su corazón, sigamos sus pasos junto a Jesús. 

En primer lugar, su gesto, que tiene un doble significado. Por un lado, en efecto, el Cireneo  es forzado a llevar la cruz; no ayuda a Jesús por convicción sino por obligación. Por otro lado, se  encuentra en primera persona participando en la pasión del Señor. La cruz de Jesús se convierte en la  cruz de Simón. Pero no de aquel Simón llamado Pedro que había prometido seguir siempre al  Maestro. Ese Simón había desaparecido en la noche de la traición, después de haber afirmado: “Señor  […], estoy dispuesto a ir contigo a la cárcel y a la muerte” (Lc 22,33). Detrás de Jesús no camina ya  el discípulo, sino este cireneo. Sin embargo, el Maestro había enseñado claramente: “El que quiera  venir detrás de mí, que renuncie a sí mismo, que cargue con su cruz cada día y me siga” (Lc 9,23).  Simón de Galilea dice, pero no hace. Simón de Cirene hace, pero no dice; entre él y Jesús no hay  ningún diálogo, no se pronuncia ninguna palabra. Entre él y Jesús sólo está el madero de la cruz. 

Para saber si el Cireneo socorrió o detestó al exhausto Jesús, con el que debía compartir la  pena; para entender si llevó o soportó la cruz, debemos mirar su corazón. Mientras el corazón de Dios  está a punto de abrirse, traspasado por un dolor que revela su misericordia, el corazón del hombre  permanece cerrado. 

No sabemos qué hay en el corazón del Cireneo. Pongámonos en su lugar:  ¿sentiríamos rabia o piedad, tristeza o fastidio? Si recordamos lo que hizo Simón por Jesús,  recordemos también lo que hizo Jesús por Simón —como lo hizo por mí, por ti, por cada uno de  nosotros—: redimió al mundo. La cruz de madera, que el Cireneo sostiene, es la de Cristo, que carga  con el pecado de todos los hombres. La lleva por amor a nosotros, en obediencia al Padre (cf. Lc 22,42), sufriendo con nosotros y por nosotros. Este es precisamente el modo, inesperado y  desconcertante, en el que el Cireneo se ve involucrado en la historia de la salvación, donde ninguno  es extranjero, ninguno es ajeno. 

Sigamos ahora los pasos de Simón, porque nos enseña que Jesús sale al encuentro de todos,  en cualquier situación. Cuando vemos la multitud de hombres y mujeres que manifiestan odio y  violencia en el camino del Calvario, recordemos que Dios transforma este camino en lugar de  redención, porque lo recorrió dando su vida por nosotros. ¡Cuántos cireneos llevan la cruz de Cristo!  ¿Los reconocemos? ¿Vemos al Señor en sus rostros, desgarrados por la guerra y la miseria? Frente a  la atroz injusticia del mal, llevar la cruz nunca es en vano, más aún, es la manera más concreta de  compartir su amor salvífico. 

La pasión de Jesús se vuelve compasión cuando tendemos la mano al que ya no puede más,  cuando levantamos al que está caído, cuando abrazamos al que está desconsolado. Hermanos, hermanas, para experimentar este gran milagro de la misericordia, decidamos durante la Semana  Santa cómo llevar la cruz; no al cuello, sino en el corazón. No sólo la nuestra, sino también la de  aquellos que sufren a nuestro alrededor; quizá la de aquella persona desconocida que una casualidad  —pero, ¿es justo una casualidad?— hizo que encontráramos. Preparémonos a la Pascua del Señor  convirtiéndonos en cireneos los unos para los otros.  

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