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jueves, 13 de julio de 2017

DOS RIESGOS AL UTILIZAR LA FRASE: Y ME CONFIESO POR TODOS LOS PECADOS OLVIDADOS


Dos riesgos al utilizar la frase: y me confieso por todos los pecados olvidados
Decir esa frase es algo que hay que alabar, siempre y cuando se haga bien


Por: P. Samuel Bonilla | Fuente: PadreSam.com 




En ciertos lugares, muchos fieles tienen la costumbre de, al terminar de confesar sus pecados, añadir “y me acuso de todos los pecados olvidados”. Esto es algo que hay que alabar, siempre y cuando se haga bien. Sin embargo, hoy quiero mencionarte dos riesgos de esta “práctica”.

1. No hacer bien el examen de conciencia

Uno de los 5 pasos para hacer una buena confesión es haber hecho bien el examen de conciencia, esto es, examinar bien en qué le hemos fallado a Dios. Por lo tanto, si has hecho bien el examen de conciencia, pero al momento de confesar, algún pecado se te olvidó, está bien añadir dicha frase. Ahora bien, si esa frase (“me acuso de todos los pecados olvidados”) es sólo para justificar de no haber preparado la confesión, sería un grave error. El primer riesgo entonces es que nos lleve a una pereza espiritual, de no preparar bien la confesión.

2. Vergüenza de los pecados

Otro riesgo de utilizar dicha frase sería el hecho de tener algún pecado que me da pena que el sacerdote lo escuche, y por lo tanto prefiero omitirlo con la frase “y me acuso de todos los pecados olvidados”. Nunca debemos olvidar que la confesión es “quedar “mal” con el sacerdote para quedar “bien” con Dios“, y no al revés. Entonces, si “para quedar bien” con el sacerdote decido omitir voluntariamente un pecado, esa confesión sería inválida.

En síntesis, no hay problema en utilizar dicha frase si te has examinado y esforzado en preparar la confesión, pero por diversos motivos al momento de confesarte se te olvida algún pecado. Sin embargo, sería un grave error que por no preparar la confesión o por pena al sacerdote que me confiesa decida emplear “y me acuso de todos los pecados olvidados”.

Dios te bendiga.

lunes, 12 de junio de 2017

DE QUÉ MANERA EL SACERDOTE NOS AYUDA A PREPARARNOS PARA LA MUERTE?


¿De qué manera el sacerdote nos ayuda a prepararnos para la muerte?
Cuando se aproxima a la muerte debe asegurarse a la persona el amor y la misericordia de Dios


Por: Roxanne KIing | Fuente: es.denvercatholic.org 




Dios siempre da una oportunidad a quien se arrepiente y quiere volver hacia Él. Aún si está a pocos segundos de morir. Así sucedió al Buen Ladrón a quien Jesús le dijo: “Hoy estarás conmigo en el paraíso” (Lc 23, 43).

Para saber más sobre el apostolado a los moribundos, entrevistamos al padre Joseph Hearty, vicario parroquial de Our Lady of Mount Carmel en Littleton, cuyo ministerio se ha basado especialmente en asistir con los sacramentos a quienes están en la fase final de sus vidas.

¿Qué sacramentos se ofrecen a las personas que están en una fase terminal?

“El sacramento principal es la Unción de los enfermos, y se les motiva también a que recurran al sacramento de la Confesión. La gracia que reciben a través de estos sacramentos y la paz que se les otorga -especialmente desde el perdón de los pecados hasta la preparación para la eternidad- y desde la recepción de la Eucaristía es un gran regalo. Entonces les administramos la Unción de los enfermos, la Confesión y la Comunión (llamados también el viático, cuando se recibe por última vez. Cuando se reciben estos tres sacramentos a la vez lo llamamos “los últimos ritos”)”.

¿Cómo la Unción de los enfermos prepara a la persona para la muerte?

“Hay un aumento de la gracia, como en cualquier otro sacramento, y una ayuda sobrenatural de Dios. La carta del apóstol Santiago 5, 14-15 dice: ‘¿Está enfermo alguno entre vosotros? Llame a los presbíteros de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados’. Este sacramento prepara al alma para el juicio y para la eternidad”.

¿Qué tipo de oraciones se pueden decir ante los moribundos?

“Las más comunes: Padre Nuestro, Avemaría, Gloria y el Acto de Contrición. Pedimos a Dios la gracia para que la persona se esfuerce -como deberíamos también esforzarnos nosotros- en hacer una enmienda de vida. Pedimos perdón por los pecados, buscamos cooperar con la gracia de Dios y vivir como Dios quiere, de acuerdo con los mandamientos y con nuestro estado de vida.

Hay también oraciones particulares en el Ritual Romano que ha preparado la Iglesia para los moribundos. Oraciones a Santa María, a San José, patrón de la buena muerte, y algunos salmos particulares que ayudan a la persona a que se dé cuenta de la realidad de la vida eterna. Todo esto es para facilitar, para disponernos a la gracia de Dios y para pensar en la realidad de nuestros últimos días y del juicio que todos enfrentaremos; ya sea que vivamos una vida larga o corta, debemos darle cuentas a Dios sobre esto.

En mis homilías durante los funerales yo siempre menciono dos citas: Una de San Roberto Belarmino: “El primero y más universal precepto para morir bien, es vivir bien”, y San Agustín quien dijo: “Dios promete la misericordia, pero no promete el mañana””.

¿Cómo se aproximan los sacerdotes a la persona moribunda?

“Normalmente no conoces a la persona ni sabes de su vida. Yo trato de no generar temor. Aunque el Concilio Vaticano II cambió el nombre de Extremaunción a Unción de los enfermos, la gente sigue teniendo miedo de que venga un sacerdote a ungirte, porque eso significa que vas a morir. Este nunca ha sido el sentido de la Unción de los enfermos. La Iglesia le ha cambiado el nombre para enfatizar que el sacramento puede ser recibido no solo en los últimos momentos.

Cuando nos aproximamos a la muerte, debemos asegurar a la persona el amor y la misericordia de Dios. En mi ministerio, he visto muchas veces que este sacramento se da por la providencia de Dios. Es así como Él quiere acercarse a prepararnos para la eternidad.

Yo trato de conocer un poco más a las personas a quienes asisto, quiénes son y qué tanto fe tienen. Trato de aliviarlos diciéndoles que éste es el tiempo que Dios les está concediendo y que vamos a usarlo para que pueda aprovecharlo de la mejor manera. Cuando el paciente o el feligrés se da cuenta de que tú no vas a predicar “fuego y azufre”, se abre con más facilidad. Éste es un momento de gracia. Tratamos de facilitar esta apertura lo más que podemos con los sacramentos, con visitas, y con tiempo para la oración, no solo para el paciente sino también para la familia”.

¿Cómo conforta a las personas?

“Les ayudo a que se den cuenta de que son hijos de Dios y por virtud de su Bautismo ellos tienen ahora la oportunidad de alcanzar mucho más y de usar estos últimos días o meses para que sean conscientes de la eternidad y cuál es la mejor manera de emplear este tiempo, no con desesperación sino con esperanza.

Nos enfocamos en lo que Cristo ha hecho por nosotros y en que el paciente se pregunte: ¿Qué puedo hacer yo por Él? Dios respeta nuestra libertad y nuestra capacidad de elegir. Yo los ayudo a hacer un acto de contrición, les ofrezco los sacramentos, las bendiciones apostólicas. Les aliento a que se entreguen a la Virgen rezando el rosario o la Coronilla de la Divina Misericordia. Estas cosas recuerdan que Dios los ama”.

¿Qué palabras les dice?

“Depende de cada individuo. No existe una fórmula. Muchos de ellos han sido buenos católicos que practican su fe, lo cual es muy fácil. En otros casos, depende de en qué punto están en su fe y de cuántas luchas han tenido. Yo siempre les digo que Dios los ama y que siempre es providente con ellos, y los animo para que sean positivos, buenos y santos”.

¿Cómo se siente al ejercer el ministerio de los moribundos?

“Siempre he tenido una sensibilidad hacia los enfermos y los moribundos. Recuerdo que cuando estaba en la escuela, era voluntario en un hospital. Siempre me han interesado estos aspectos del sacerdocio. Es una parte importante de nuestra vocación como sacerdotes. Un santo dijo que, si ayudamos a facilitar la salvación a un alma, esto contribuirá a nuestra propia salvación. Como dicen las escrituras “La caridad cubre multitud de pecados” (1 Pe 4, 8)”.

Santa Faustina dijo que incluso si la persona es inconsciente, su alma aún está despierta y puede responder al llamado de Dios a la salvación ¿Cuál es su experiencia en estas situaciones?

“Dicen que el ultimo sentido que se pierde antes de la muerte es el del oído y esto siempre me alienta. Incluso si la persona no da ninguna respuesta, yo me puedo inclinar a su oído, decirle quién soy, por qué estoy ahí y alentarlo a decir una oración conmigo. Incluso si no son receptivos, pueden escuchar y saber que estoy ahí”.

¿Hay alguna promesa especial relacionada con la oración de la coronilla de la misericordia a los moribundos?

“Incluso si el paciente no conoce la Coronilla y no está orando con nosotros, nosotros estamos orando por ellos. Como dijo nuestro Señor a Santa Faustina, las promesas de gracia y misericordia están disponibles incluso para aquellos que la escuchan. Nosotros también alentamos a que fomenten esta devoción por su cuenta”.

¿Y qué pasaje bíblico se les lee a los moribundos?

“Algunos salmos, especialmente el salmo 51 Miserere (Ten Misericordia), que es hermoso. “Pues no te agrada el sacrificio, si ofrezco un holocausto no lo aceptas. El sacrificio a Dios es un espíritu contrito; un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias”. También se lee antes del funeral, antes de la procesión del cuerpo a la Iglesia. Yo me pongo un poco emocional con esto porque es verdad, podemos hacer cosas grandes, pero si estuviéramos lejos de Dios, esto no significaría nada”.

Artículo originalmente publicado en DenverCatholic.org

miércoles, 26 de abril de 2017

HACER EXAMEN DE CONCIENCIA


Hacer examen de conciencia     



Hay gente que termina creyendo que lo que hace mal es lícito, simplemente porque al haberlo hecho tantas veces, su conciencia ya no le recrimina nada. 

En muchos aspectos de la vida, la actual sociedad ha perdido la conciencia de pecado, terminando por pensar que lo que hace mal es normal. Esta grave insensibilidad moral es un terrible circulo vicioso: porque se ha perdido la conciencia de pecado se transgrede más y porque así se actúa, se pierde la conciencia de pecado. 

Cada vez se hace más necesaria la recta formación y la justa sensibilidad de las conciencias.  No se trata de despertar escrúpulos o de suscitar manías, sino de detectar con clarividencia donde está el mal y procurar evitarlo o remediarlo, mediante una adecuada información y formación moral. 

Una conciencia insensible ante el mal también lo será ante el bien. Los valores de la veracidad, de la justicia y de la fraternidad no podrán ser cultivados por aquéllos que han perdido la conciencia de pecado, porque quien no hace nada por evitar el mal, muy dificilmente puede tener sensibilidad para obrar el bien.

lunes, 20 de febrero de 2017

LA VIRGEN MARÍA Y EL SACRAMENTO DE LA CONFESIÓN


La Virgen María y el sacramento de la Confesión




La Virgen María ocupa un lugar muy particular para los creyentes en Cristo. Ella fue concebida inmaculada. Ella aceptó plenamente la voluntad de Dios en su vida. Ella, como Puerta del cielo, dio permiso a Dios para entrar en la historia humana. Ella estuvo al pie de la Cruz de su Hijo. Ella oraba con la primera comunidad cristiana en la espera del Espíritu Santo.

Por eso María está presente, de un modo discreto pero no por ello menos importante, en el sacramento de la Eucaristía. Las distintas plegarias la mencionan, pues no podemos participar en el misterio pascual de la Pasión, Muerte y Resurrección de Cristo sin recordar a la Madre del Redentor.

¿Está también presente la Virgen en el sacramento de la confesión? En el ritual de la Penitencia no hay menciones específicas de María. Ni en los saludos, ni en la fórmula de absolución, ni en la despedida.

En algunos lugares, es cierto, se conserva la devoción popular de iniciar la confesión con el saludo “Ave María purísima. Sin pecado concebida”. Pero se trata de un saludo no recogido por el ritual, y que muchos ya no utilizan.

Sin embargo, aunque el rito no haga mención explícita de la Virgen, Ella está muy presente en este sacramento.

En la tradición de la Iglesia María recibe títulos y advocaciones concretas que la relacionan con el perdón de los pecados. Así, la recordamos como Refugio de los pecadores, como Madre de la divina gracia, como Madre de la misericordia, como Madre del Redentor y del Salvador, como Virgen clemente, como Salud de los enfermos.

A lo largo del camino cristiano, Ella nos acompaña y nos conduce, poco a poco, hacia Cristo. La invitación en las bodas de Caná, “haced lo que Él os diga” (cf. Jn 2,5) se convierte en un estímulo para romper con el pecado, para acudir al Salvador, para abrirnos a la gracia, para iniciar una vida nueva en el Hijo.

Por eso, en cada confesión la Virgen está muy presente. Tal vez no mencionamos su nombre, ni tenemos ninguna imagen suya en el confesionario. Pero si resulta posible escuchar las palabras de perdón y de misericordia que pronuncia el sacerdote en nombre de Cristo es porque María abrió su corazón, desde la fe, a la acción del Espíritu Santo, para acoger el milagro magnífico de la Encarnación del Hijo.

La Virgen, de este modo, acompaña a cada sacerdote que confiesa y a cada penitente que pide humildemente perdón. Su presencia nos permite entrar en el mundo de Dios, que hizo cosas grandes en Ella, que derrama su misericordia de generación en generación (cf. Lc 1,48-50), hasta llegar a nosotros también en el sacramento de la Penitencia.


©Fernando Pascual

lunes, 4 de julio de 2016

16 EXCUSAS PARA NO CONFESARME


16 excusas para no confesarse
(Respondidas) 



Muchas veces por temor, vergüenza o por influencias del mundo que nos dice que no necesitamos a Dios, dejamos pasar o tratamos de no darle importancia a un sacramento tan bello y lleno de misericordia como es el de la Reconciliación. Este sacramento nos abre las puertas a ser partícipes del banquete de la Eucaristía y revestirnos de la santidad y gracia que Dios nos regala.
Les dejamos esta galería para que saquemos de nuestra vida estas excusas, vayamos corriendo al encuentro del Señor y ayudemos a otros a hacerlo.

1. Me da vergüenza que me miren en la fila de la confesión:
«Incluso la vergüenza es buena, es salud tener un poco de vergüenza, porque avergonzarse es saludable. Cuando una persona no tiene vergüenza, en mi país decimos que es un «sinvergüenza». Pero incluso la vergüenza hace bien, porque nos hace humildes, y el sacerdote recibe con amor y con ternura esta confesión, y en nombre de Dios perdona […] No tener miedo de la Confesión. Uno, cuando está en la fila para confesarse, siente todas estas cosas, incluso la vergüenza, pero después, cuando termina la Confesión sale libre, grande, hermoso, perdonado, blanco, feliz. ¡Esto es lo hermoso de la Confesión!»

2. No me siento perdonado cuando me confieso:
Hay una formula teológica en latín que suena complicada, pero en verdad es sencilla. Dice así: los sacramentos actúan “ex opere operato”. Si lo traduce literalmente la frase quedaría así, “los sacramentos actúan con el trabajo que se realiza”. Claro como el agua, ¿no? En otras palabras, si se realizan en “buena ley” la eficacia de los sacramentos no falla. Es decir, si se celebran correctamente, los sacramentos tienen una fuerza tal, que por gracia divina realizan aquello que dicen, independientemente del estado de ánimo o de gracia de la persona que lo realiza (no depende ni de la santidad del sacerdote ni de la mía, ni de cómo nos sentimos en ese momento). Claro está, que mientras mejor es mi disposición interior, mayor serán los efectos de aquella gracia recibida en mi vida.

3. Ese sacerdote siempre me reta, es muy exagerado:
El orgullo entre otras cosas genera una alta sensibilidad y susceptibilidad ante todo lo que tenga que ver con nuestra persona, especialmente en lo que se refiere a nuestros defectos y errores. En algunos casos incluso llega a crear una serie de complejos, delirios de persecución, y agresividad contra quienes nos cuestionan en dicho ámbito. Teniendo esto en cuenta, pregúntese con humildad ¿No será más bien que yo estoy siendo orgulloso y le echo la culpa al cura porque me duele aceptar mis pecados? Si no fuese este el caso, entonces pregúntese ¿Quizá Dios se vale de este curita gruñón para hacerme crecer en humildad? Si tampoco este es el caso, entonces busque un sacerdote más calmado, y rece mucho por aquel a quien no le tiene mucha estima.

4. No me gusta el sacerdote, no me escucha:
Hable con el sacerdote si puede, dígale lo que piensa con caridad, explíquele su situación. Si no, busque otro sacerdote. Y sobre todo rece mucho para Dios mande cada vez más sacerdotes atentos, pacientes… santos.

5. Yo me confieso directamente con Dios:
Si esto es verdad, entonces vaya a confesarse. Pues este sacramento es la vía más segura para confesarse directamente con Dios. Si no está convencido, revise que entiende usted por directo e indirecto. A mí al menos, cuando quiero hablar directamente con alguien, no me basta solo con entablar un diálogo interior y espiritual. Me gusta ir a ver a la persona y conversar cara a cara. Soy más como esos griegos que le dicen a Felipe: “Señor, queremos ver a Jesús”. Hay un impulso, un deseo profundo e irresistible que me arrastra a buscar el contacto; a querer ver, escuchar, tocar. Dios sabe perfectamente cuánto necesitamos esta certeza concreta y física. Por eso el Logos se hizo carne y habitó entre nosotros. Por eso también instituyó los sacramentos, como mediaciones visibles, concretas, tangibles, encarnadas… para acceder a las gracias invisibles. Esto son los verdaderos diálogos directos. Así es, es tiempo de revisar las definiciones.

6. Hay mucha fila, me da pereza esperar:
Respondo con un proverbio y una cita. Dice el Proverbio: «He pasado junto al campo de un perezoso, y junto a la viña de un hombre insensato, y estaba todo invadido de ortigas, los cardos cubrían el suelo, la cerca de piedras estaba derruida. Al verlo, medité en mi corazón, al contemplarlo aprendí la lección: Un poco dormir, otro poco dormitar, otro poco tumbarse con los brazos cruzados y llegará, como vagabundo, tu miseria y como un mendigo tu pobreza» (Pr 24,30-34). Dice la cita: «Si por pereza dejas de poner los medios necesarios para alcanzar la humildad, te sentirás pesaroso, inquieto, descontento, y harás la vida imposible a ti mismo y quizá también a los demás y, lo que más importa, correrás gran peligro de perderte eternamente» (J.Pecci –León XIII -, Práctica de la humildad, 49). Mejor haga la fila.

7. No he matado, no he robado, soy bueno:
Aquí se aplica el “efecto socrático”. Me explico: Sócrates cuando recibió el oráculo en el templo de Delfos que lo proclamaba el hombre más sabio de Atenas, no lo podría creer. Él no podía ser más sabio que los hombres más cultos de su época (que bien conocía). Entonces se paseó por la polis tratando de desmentir el oráculo de la Pitonisa. Lo paradójico fue que al aceptar su ignorancia y los límites de su sabiduría comenzó a formular una serie de preguntas tan incisivas que acabaron por convertirlo en el más sabio entre sus pares. Salvando las distancias del caso, a los santos les pasa algo semejante. A ellos les parece tan increíble que la gente los considere santos, que van por el mundo desmintiendo los oráculos. Han percibido con tal sensibilidad el amor de Dios, que se experimentan siempre en falta. Pero mientras más confiesan su pecado y los límites de su amor, más se abren a la misericordia de Dios, y así irónicamente más confirman y afianzan su santidad. Por el contrario, quien se cree bueno sufre del “efecto farisaico”, y comete el pecado más terrible: la soberbia de sentirse justificado. Si usted sufre de este efecto preocúpese, porque es inversamente proporcional.

8. Escuchar misa, eso sí es importante:
Dejo que Jesús le responda: «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí, y yo en él. Lo mismo que el Padre, que vive, me ha enviado y yo vivo por el Padre, también el que me coma vivirá por mí. Este es el pan bajado del cielo; no como el que comieron vuestros padres, y murieron: el que coma este pan vivirá para siempre» (Jn6 56-58). Usted replicará: «Está bien, entonces no solo escucharé la misa, comeré también del pan que da Vida Eterna». Dejo que San Pablo le responda: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29). Ya sabe entonces: no solo vaya a escuchar, es importante comulgar, y para comulgar, los pecados hay que confesar.

9. Lo haré cuando esté realmente arrepentido:
Esta afirmación es en parte correcta. La confesión requiere del arrepentimiento auténtico para que sea fructuosa. En todo caso sería bueno que se esfuerce y se proponga alcanzarlo lo antes posible. ¿Cómo? Rece más, lea la Biblia, medite más y haga un profundo examen de conciencia. ¿Por qué? Porque la vida pasa y todos necesitamos arrepentirnos para poder pedir con sinceridad perdón, y pedir perdón es fundamental para poder convertirnos; y convertirnos, para llegar al cielo. «No te desesperes – decía San Agustín- se te ha prometido el perdón -Gracias a Dios por estas promesas –respondía otro– a ellas me atengo. «Ahora, pues, vive bien –replicaba este– Mañana viviré bien- el otro contestó: Te ha prometido Dios el perdón, pero el día de mañana nadie te lo ha prometido» (San Agustín, Comentario sobre el salmo 101).

10. No tengo tiempo, mejor comulgo y luego me confieso:
Lo decíamos en otro punto. Si realmente no ha podido confesarse por motivos de fuerza mayor (no valen argumentos como “no alcancé porque estaba viendo el partido de fútbol”) y realiza una contrición perfecta, usted podría comulgar. Lo dice el Catecismo en el 1452. Ahora bien, obtiene el perdón de los pecados mortales con esta contrición, bajo una condición importante: «si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677)». Esto quiere decir, que al final de la misa debe buscar al sacerdote para pedir la confesión (o lo antes posible). Si no es esta su intención, pone en cuestión la perfección de su contrición y por lo mismo el perdón de los pecados mortales cometidos. En todo no es muy aconsejable aprovecharse de esta posibilidad, pues es muy difícil tener la certeza de la perfección de la contrición. Vaya por lo seguro. Llegue a tiempo y confiésese con tranquilidad. No se arriesgue. Recuerde también de las palabras de San Pablo: «Quien coma el pan o beba la copa del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma así el pan y beba de la copa. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» (I Cor 11, 27-29).

11. Con las oraciones que hago diario, los sacrificios, las obras de caridad, se me perdonan los pecados:
Esto es verdad. Lo dice la Biblia: «el amor cubre multitud de pecados» (1Pe 4,8). Y lo confirma el Catecismo en el número 1452: «La contrición cuando brota del amor de Dios amado sobre todas las cosas se llama “contrición perfecta” (contrición de caridad). Semejante contrición perdona las faltas». Sin embargo, la Biblia también dice: «Reciban el Espíritu Santo. A quienes perdonen los pecados, les quedarán perdonados y a quienes se los retengan, les quedarán retenidos» (Jn. 20, 22-23). Y el Catecismo continúa diciendo: «semejante contrición perdona las faltas veniales; obtiene también el perdón de los pecados mortales, si comprende la firme resolución de recurrir tan pronto sea posible a la confesión sacramental (cf Concilio de Trento: DS 1677).». No se debe oponer una verdad con la otra. Ambas deben ser integradas. La confesión no es una imposición externa o una cuestión opcional, es más bien el regalo que nos hace Dios para “concretar” con seguridad esa experiencia de misericordia que hemos recibido. Es muy difícil estar seguros de haber hecho una contrición perfecta, y por eso Dios nos regala maneras para confirmarla. Es poco aconsejable comulgar sin tener certeza del perdón. De hecho quien pudiéndolo confirmar a través de las mediaciones seguras, prefiriese no hacerlo, por considerarlas innecesarias, pone en cuestión al mismo Dios e ipso facto pone en cuestión la perfección de su contrición.

12. No me confieso con un pecador, él no puede perdonarme:
Cuando el sacerdote dice “Yo te absuelvo” ocurre un gran milagro. Sucede lo mismo que cuando dice: “este es mi Cuerpo”. No es el Cuerpo del sacerdote. Sépalo usted, allí quien habla ya no es solo el sacerdote. Ese “Yo” que usted escucha es la voz del mismo Cristo. Sí, es una voz que viene desde lo más alto de los cielos y desde las profundidades del corazón. Qué no la engañen sus sentidos. Ese “Yo” le pertenece a Cristo. Es difícil de creer, pero es la pura verdad. A usted quien lo perdona es Cristo, cierto, a través del sacerdote.

13. No lo necesito, soy consciente de mis errores y puedo corregirlos solo:
Habría que distinguir. Mejorar sus errores es una cosa, perdonar sus pecados es otra. Sobre lo primero tiene usted razón. Puede y debe mejorar sus errores. Eso sí, no diría solo, porque la gracia de Dios es siempre necesaria. Sobre lo segundo en cambio se equivoca. Si se trata de pecados, la confesión es imprescindible. Solo Dios perdona los pecados. Esta potente verdad fue uno de los motivos de la conversión de Chesterton, que decía con gran lucidez: «Cuando la gente me pregunta a mí o a cualquier otro ¿Por qué te uniste a la Iglesia de Roma?, la primera respuesta esencial, aunque sea en parte incompleta es: “para librarme de mis pecados”. Porque no hay ningún otro sistema religioso que declare verdaderamente que libra a la gente de los pecados. (…) El sacramento de la penitencia da una vida nueva, y reconcilia al hombre con todo lo que vive: pero no como lo hacen los optimistas y los predicadores paganos de la felicidad. El don viene dado a un precio y condicionado a la confesión. He encontrado una religión que osa descender conmigo a las profundidades de mí mismo”»

14. Dios no me va a perdonar:
Es cierto. Dios no lo va a poder perdonar si sigue creyendo que no lo va a perdonar. La misericordia de Dios llama con insistencia, pero jamás bota abajo la puerta. Pruebe usted mejor a cambiar de idea. Repita conmigo: “Dios sí que me va a perdonar. Dios quiere, puede y me va a perdonar. Dios es infinitamente misericordioso”. Es cierto. Dios ahora la va a perdonar, sin importar lo que haya hecho. Dios no se cansa de perdonarlo. Dios es siempre fiel y llama todo el tiempo a nuestra puerta. Somos nosotros los que por desconfianza, vergüenza, falsa autocompasión, etc. nos quedamos comiendo solos, encerrados en los pequeños y terribles rincones de nuestra pusilánime soledad.

15. Conozco al sacerdote, me da mucha vergüenza contarle lo que he hecho:
Dicen algunos que el pudor es la experiencia interior que nos lleva a reconocer el valor que debe ser protegido (ocultado muchas veces). Esto salva por ejemplo a la desnudez del mal gusto (lo sabemos es de mal gusto andar desnudos por la calle). La vergüenza en cambio, que en algo se le parece, es la experiencia interior del valor que ha sido transgredido, y nos lleva a protegernos (a ocultarnos también tantas veces). Esto nos salva de ser unos sinvergüenzas (lo sabemos es feo cometer un pecado grave y luego andar por la vida como si nada hubiese sucedido). Ahora bien, la vergüenza puede ser negativa si es que se repliega en sí misma. Decía el santo Cura de Ars que el demonio antes de pecar te quita la vergüenza y te la restituye cuando vas a confesarte. Pero por el contario, la sana vergüenza, puede ser muy positiva si es que nos lleva a una confesión más profunda y dolida, y evita que volvamos a caer muy seguido en los mismos pecados. Por eso usted tiene que aprovechar su mucha vergüenza como catalizador, para -después de entrar en su interior y replegarse- salir como el hijo pródigo decidido a la casa del Padre. Si le cuesta mucho, entonces busque a otro sacerdote o un confesionario con rejilla. Eso sí, no se olvide: evite quedarse oculto.

16. No tengo por qué contarle mis pecados a otro, es un asunto privado:
En este asunto San Juan es taxativo: «Si decimos que no pecamos, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros; pero si confesamos nuestros pecados, Dios nos perdonará. Él es fiel y justo para limpiarnos de toda maldad.» (1Jn1, 8-10) Además «Uno puede decir: yo me confieso sólo con Dios. Sí, tú puedes decir a Dios «perdóname», y decir tus pecados, pero nuestros pecados son también contra los hermanos, contra la Iglesia. Por ello es necesario pedir perdón a la Iglesia, a los hermanos, en la persona del sacerdote


*Daniel Prieto - CatholicLink
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