lunes, 5 de mayo de 2014

MARÍA, LA VIRGEN TRABAJADORA

Autor: El paraíso de Nazaret | Fuente: El paraíso de Nazaret
María, la Virgen trabajadora
Las manos de María tenían la belleza que se refleja cuando han trabajado, consolado, se han tendido abiertas a los demás.
 
María, la Virgen trabajadora
María, la Virgen trabajadora
Siempre que pienso en el trabajo, me viene a la mente lo que San Pablo escribió al enterarse de que había algunos por ahí que se dedicaban a hacer el vago: "el que no trabaje, que no coma". Bien dicho.

Desde que nuestros primeros padres tuvieron la desgracia de pecar, toda su parentela hemos tenido que cargar con las consecuencias. Una de ellas fue precisamente aquel: "comerás el pan con el sudor de tu frente". Todos quedamos sometidos a la ley de trabajo y la fatiga.

Pero resulta que no todos los humanos han nacido con el pecado original. Hay dos excepciones: Jesús y María. Y en justicia, ninguno de los dos tenía que haberse ganado el pan con el sudor de su frente. Sin embargo, ambos prefirieron no reclamar para sí ese privilegio. Decidieron someterse al trabajo y al cansancio que conlleva. Y vaya si trabajaron y se agotaron durante su vida...

Así es, María fue muy trabajadora. Lo atestiguan claramente sus manos. Las manos de María.

Manos de una ama de casa. La primera en levantarse y la última al acostarse. Manos de mujer a la que -como suele decirse- "le faltaban manos" para todos los quehaceres propios (y también ajenos); y a la que se le quedaba corto el día con sus 24 horas por todo lo que metía en él.

Manos repletas de tantas cosas grandes y pequeñas, muy pequeñas, de las que depende la felicidad y el bienestar de un hogar, de un barrio, de un pueblo.

María, seguramente, no tenía demasiado tiempo para andar cuidándose y arreglandose las manos. (Cuánto tiempo dedican hoy algunas mujeres a arreglarse las manos...) Cuánto tiempo gastamos nosotros en preocuparnos nada más que de nosotros mismos. Y cuántas cosas dejamos de hacer por eso. Se nos van de las manos tantas posibilidades por no haber sido capaces de mover ni un dedo...

No me apena afirmar que las manos de María no eran tan bonitas como otras. Pero sí eran mucho más bellas. Las manos de María tenían toda esa belleza que se refleja en las manos que han trabajado, que han consolado, que se han tendido abiertas a los demás sin tregua ni medida.

Las manos de María lucían toda esa belleza más espiritual que transpiran las manos de una esposa y de una madre que trabaja con ellas. Esa belleza que poseen las manos femeninas que han hecho, precisamente por trabajar, el sacrificio de parecer menos bonitas.

Sí, sin duda eran las manos de una verdadera Reina, de una auténtica Señora; que ahora se elevaban hasta acariciar al mismo Dios y, poco después, andaban entre los pucheros, la ropa sucia, o dándole a la escoba y al trapeador... Admirable contraste: de traer entre manos lo más elevado y puro (el Hijo mismo de Dios), a estar arreglando las cosas rotas, sucias y sencillas de los hombres.

Manos hechas al trabajo, al agua fría del lavandero del pueblo, a la limpieza de la casa, a lijar y mover maderas ayudando a José... Pero manos que nunca perdieron por eso su finura encantadora.

Manos, por tanto, laboriosas, aplicadas, usadas... Pero sin dejar de ser bellas, tiernas y delicadas. Que sabían también lavar y peinar y acariciar a un Niño que era Dios, su Hijo.

Manos abiertas y disponibles a las necesidades de todos; de los vecinos, de los enfermos, de los marginados de su sencilla aldea de Nazaret. Manos que tocaron muchas puertas para ofrecer ayuda, y muchas llagas para curarlas y vendarlas. Manos discretas, llenas de bondad generosa y callada. Nunca su derecha no supo lo que hacía su izquierda. Por eso esa labor en favor de los otros valía el doble, pues lo hacía oculto.

Manos por las que pasaban otras realidades además de las materiales. Por las manos de María pasaban diariamente quintales de gracias de Dios para otras almas. Manos que daban gloria a Dios en cada trabajo sencillo y humilde. Manos que siguen trabajando sin descanso y a través de las cuales nos llegan copiosas todas las gracias de Dios para cada uno de nosotros.

Y nuestras manos, las manos de sus hijos, ¿cómo están nuestras manos? ¿Las usamos, las empleamos para la gloria de Dios? "¿Nos manchamos las manos?" Es decir, ¿trabajamos, nos esforzamos, nos metemos a fondo en todo lo que tenemos que hacer cada día? ¿Nos manchamos las manos en el trabajo? ¿Nos las manchamos en los propios estudios? ¿Nos las manchamos en obras de caridad y misericordia para con los necesitados? O quizá se nos puede aplicar eso de que "tiene las manos tan limpias, que no tiene manos".

Sí, nuestras manos, que son nuestros talentos, nuestras cualidades, los denarios que Dios nos ha entregado para negociar con ellos, para ponerlos a producir para el bien y provecho de los demás. A lo mejor los tenemos sin estrenar, nuevecitos, enterrados bajo tierra, bien envueltos en un pañuelo. Pero, sin dar gloria a Dios, sin ganar méritos, sin producir fruto para nadie. Ahí están, bien sepultados, a ver si florecen por generación espontánea...

Es una lástima que muchas veces no nos parezcamos más a nuestra Madre María, la Virgen de las manos trabajadoras. Nosotros, tantas veces, en vez de "ensuciarnos las manos", nos las lavamos. Nos "lavamos las manos" ante nuestros deberes y responsabilidades personales como hombres y como cristianos. Le sacamos el bulto. Nos desentendemos. Y tristemente, lavándonos las manos, nos ensuciamos la conciencia.

Abramos los ojos a todo lo que podemos hacer en casa y fuera de ella también. No seamos fáciles en pensar que no hay tiempo para más cosas. No nos engañemos, cuando se tienen muchas cosas que meter en él, el día tiene cien bolsillos. Sólo el que se los busca los encuentra.

El trabajo digno y humano no mata, no. Lo que sí mata es la ociosidad y la pereza. El trabajo es salud y vida que se dona a los demás. Bien lo sabe María, siempre trabajadora y dispuesta a hacer más por los demás con una sonrisa envidiable. Bien lo saben tantos hombres y mujeres que minuto a minuto desgastan con alegría su vida y sus manos en un trabajo fecundo mucho más allá de las fronteras del propio egoísmo.

Qué diverso sería nuestro mundo si cada uno de nosotros fuésemos más como María, la Virgen trabajadora. Ojalá que nunca olvidemos que no podemos matar el tiempo, sin herir la eternidad. La nuestra y también la de otros...


  • Preguntas o comentarios al autor
  • P. Marcelino de Andrés

    ORACIÓN A LA VIRGEN DE LA SONRISA


    Oración a la Virgen de la Sonrisa

    Esta oración a la Virgen de la Sonrisa está destinada a quienes se sienten deprimidos, tristes o con alguna enfermedad física o espiritual. En un momento de tristeza de Santa Teresita le rezó a la Virgen, y como ella cuenta en "Historia de un Alma":
    "De repente, la Santísima Virgen me pareció hermosa, tan hermosa, que yo nunca había visto nada tan bello. Su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables. Pero lo que me caló hasta el fondo del alma fue la encantadora sonrisa de la Santísima Virgen.
    En aquel momento, todas mis penas se disiparon. Dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y se deslizaron silenciosamente por mis mejillas, pero eran lágrimas de pura alegría...¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! ¡Qué feliz soy!

    La Fiesta de la Virgen de la Sonrisa es el 13 de mayo.


    Oración:

     Madre mía, Virgencita, apiádate de mí que estoy
    deprimido, afligido, triste y me siento solo.
    Virgen de la Sonrisa, devuélveme el ánimo, las ganas de vivir y la esperanza.
    Ayúdame en este momento de depresión en el cual no siento ganas de vivir y de seguir luchando.
    Así como ayudaste a Santa Teresita a liberarse de la
    depresión y la tristeza, alcánzame el consuelo de Tu
    Hijo Jesús, y sáname de esta enfermedad.

    (hacer la petición deseada)
    Rezar un Padrenuestro, Avemaría y Gloria

    Oremos: Virgen de la Sonrisa, Madre de Jesús y
    Madre mía, tú que fuiste la intercesora ante Tu Hijo
    durante la depresión de Teresita y le concediste la gracia de la sanación, intercede por mí y por todos los que sufrimos enfermedad del alma y de la psiquis, 
    para que el Señor nos conceda la salud que tanto esperamos. Por Jesucristo, Nuestro Señor. Amén.


    IMAGEN DE LA VIRGEN DE FÁTIMA PARA COLOREAR





    LA VIRGEN MARÍA, LA VIRGEN ALEGRE


    Autor: P. Marcelino de Andrés | Fuente: El Paraíso de Nazaret 
    María, la Virgen alegre
    A María le faltaron muchas cosas durante su vida: riquezas, honores, fama, y no por eso disminuyó la plenitud de su alegría.




    En las letanías lauretanas invocamos a María como "causa de nuestra alegría". Y es lógico preguntarse ¿cómo va a causar en otros algo que Ella misma no tiene en abundancia? Nadie da lo que no posee. Si María puede ser la causa de nuestra la alegría es porque Ella misma no cabía en sí de felicidad. Rebosaba alegría y la contagiaba por doquier.

    Es sabido que la sonrisa sincera es manifestación de la felicidad de una persona. Estoy seguro de que en el rostro de María era habitual ver dibujada una de esas sonrisas perennes. Verla sonreír es palpar la satisfacción y el gozo de que rebosaba su alma.

    ¡Qué sonrisa luciría la Virgen! Sonrisa delicada y amable en su trato con el prójimo, con los cercanos y lejanos, con los simpáticos y antipáticos; con todos. Sonrisa agradecida para con los pastores de Belén, los Magos de Oriente, y todo el que le hizo algún bien por pequeño e insignificante que haya sido. Sonrisa comprensiva y misericordiosa ante aquel buen posadero que no pudo ofrecerles un lugar apropiado en su posada; y también ante las incomprensiones, las calumnias y molestias recibidas de tantos otros. Sonrisa admirativa ante las maravillas incompresibles que Dios obró en su vida y que rodearon la de su Hijo.

    Sonrisa indulgente cuando el pequeño Jesús le hacía alguna de sus travesuras inocentes; o cuando intuía que José y el niño, confabulados, le querían gastar una broma. Sonrisa curativa de las angustias de José cuando el trabajo no iba bien y llegaba a casa sin sestercios suficientes. Sonrisa generosa ante el desconsuelo de los marginados y necesitados que acudían a Ella cuando ya sólo podía ofrecerles lo que era necesario en casa, acompañado de su sonrisa. Sonrisa pícara y confiada de María, al decirles en Caná a los criados: "haced lo que Él os diga...", sabiendo que Jesús no parecía estar muy de acuerdo en adelantar su hora... Sonrisa festiva en momentos grandes e importantes como al presenciar el nacimiento de Juan el Bautista, o al celebrar cada cumpleaños de Jesús y de José, o al abrazar a Jesús, entre lágrimas de alegría, aquella mañana espléndida del domingo de resurrección.

    También sonrisa sufrida tantas veces, pero al cabo sonrisa, en los momentos de prueba y dolor. Sonrisa siempre y sonrisa en todo. Sonrisa eterna de María.

    Pero ¿de dónde le brotaba a María tan exuberante felicidad? ¿Qué producía en Ella semejante manantial de dicha? "¿Cuál es la fuente misteriosa, oculta de tal alegría?", se preguntaba Juan Pablo II. La respuesta no pudo ser otra: "Es Jesús, al que Ella ha concebido por obra del Espíritu Santo". Uno sólo es el origen, una sola la fuente: Jesús, Dios. María se sabía con Él y Él copaba su ser entero, impregnándolo de gozo hasta los tuétanos. Estaba llena de gracia, llena de Dios y por tanto, llena de la más auténtica y genuina felicidad. Toda esa alegría hecha sonrisa en su rostro no era más que una leve manifestación al exterior del volcán en ebullición que la presencia de Dios producía dentro de su corazón.

    Fray Pedro de Pradilla escribió estos versos sobre María: "En la Virgen con tal arte / usó Dios de su primor, / que lo más en lo menor, / y el todo encerró en la parte". La alegría de la Virgen es grande como Ella y más grande que Ella, pues el todo de alegría que es Dios quiso encerrarse dentro de Ella.

    A María le faltaron muchas cosas durante su vida: riquezas, honores, fama, placeres corporales; y no por eso disminuyó ni una pizca la plenitud de su alegría. Porque tenía a Dios y para Ella tener a Dios era su riqueza, su honor y su más intenso placer. Supo convivir alegremente con todas esas privaciones.

    María tuvo que pasar por muchos calvarios íntimos y muy amargos; y en ninguno de ellos se opacó el brillo de su dicha. Porque en Dios tuvo siempre un consuelo infalible y en Él se apoyó siempre como fortaleza indestructible. Fue capaz de hacer lo que pocos hombres consiguen: sufrir con alegría.

    La vida de María estuvo sembrada de manifestaciones de la voluntad de Dios sumamente incompresibles y difíciles de aceptar. Viajar a Belén en tan delicado estado. Dar a luz a su Hijo en una cueva-establo y reclinarlo en un pesebre. Huir a Egipto. Aceptar que una espada atravesara su alma. Sufrir la soledad después de tal compañía. Padecer en su alma con su Hijo su pasión y muerte. Y en cada una de estas circunstancias obedeció no con mera resignación, sino con la alegría propia de quien ama y cree y confía en Dios.

    Qué difícil nos resulta a nosotros sonreír cuando nos asaltan tan leves motivos para llorar o estar tristes. Qué imposible nos resulta a veces aceptar con alegría interior las pequeñas cruces y sufrimientos que Dios permite en nuestras vidas. Qué pocos hay entre nosotros que sepan encajar con ánimo alegre todas las privaciones, del tipo que sean, que vienen a ¿despintar? nuestra existencia. ¿No será que nos falta lo fundamental para ser felices que es Dios? O es que quizá Dios no lo es todo para nosotros. Lo tenemos arrinconado en el alma. Ya no le damos tanta importancia como a otras muchas cosas. Y ¿por qué esas otras cosas no nos hacen dichosos? ¿No será que los verdaderos motivos de nuestra felicidad son caducos, pasajeros e inconsistentes y no poseemos un fundamento indestructible donde apoyarla?

    El secreto de la alegría perenne de la Santísima Virgen es el secreto de la felicidad de todo hombre. María fue feliz porque tenía a Dios y lo amaba en el cumplimiento fiel de su voluntad sobre Ella. No hay otro camino. 

    LA VIRGEN MARÍA, LA VIRGEN DEL AMOR




    Autor: P. Marcelino de Andrés LC | Fuente: Catholic.net 
    María, la Virgen del amor
    Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.



    Entre los muchos títulos con los que nos referimos a María está el de Madre del Amor hermoso. Es la Madre de Cristo, la Madre de Dios. Y Dios es amor. Dios quiso, sin duda, escogerse una Madre adornada especialmente de la cualidad o virtud que a Él lo define. Por eso María debió vivir la virtud del amor, de la caridad en grado elevadísimo. Fue, ciertamente, uno de sus principales distintivos. Es más, Ella ha sido la única creatura capaz de un amor perfecto y puro, sin sombra de egoísmo o desorden. Porque sólo Ella ha sido inmaculada; y por eso sólo Ella ha sido capaz de amar a Dios, su Hijo, como Él merecía y quería ser amado.

    Fue ese amor suyo un amor concreto y real. El amor no son palabras bonitas. Son obras. “El amor es el hecho mismo de amar”, dirá San Agustín. La caridad no son buenos deseos. Es entrega desinteresada a los demás. Y eso es precisamente lo que encontramos en la vida de la Santísima Virgen: un amor auténtico, traducido en donación de sí a Dios y a los demás.

    María irradiaba amor por los cuatro costados y a varios kilómetros a la redonda. La casa de la sagrada familia debía estar impregnada de caridad. Como también su barrio, el pueblo entero e incluso gran parte de la comarca... Las hondas expansivas del amor, cuando es real, se difunden prodigiosamente con longitudes insospechadas.

    El amor de la Virgen en la casa de Nazaret, como en las otras donde vivió, haría que allí oliese de verdad a cielo. Ese gran amor de esposa, de madre, de amiga que se respiraba en torno suyo, estaba entretejido con mil y un detalles.

    Con qué sonrisa y ternura abriría la Santísima Virgen cada nuevo día de José y del niño con su puntual y acogedor “buenos días”; y de igual modo lo cerraría con un “buenas noches” cargado de solicitud y cariño. Cuántas agradables sorpresas y regalos aguardaban al Niño Dios detrás de cada “feliz cumpleaños” seguido del beso y abrazo de su Madre.

    Cómo sabía Ella preparar los guisos que más le agradaban a José; y aquellos otros que le encantaban al niño Jesús. Qué bien se le daba a Ella eso de tener siempre limpia y arreglada la ropa de los dos hombres de la casa. Con cuánta atención y paciencia escucharía las peripecias infantiles que le contaba Jesús tras sus incansables aventuras con sus amigos; y también los éxitos e infortunios de la jornada carpintera de José. Cuántas veces se habrá apresurado María en terminar las labores de la casa para llevarle un refrigerio a su esposo y echarle una mano en el trabajo.

    Era el amor lo que transformaba en sublimes cada uno de esos actos aparentemente normales y banales. Donde hay amor lo más normal se hace extraordinario y no existe lo banal. En María ninguna caricia era superficial o mecánica, ningún abrazo cansado o distraído, ningún beso de repertorio, ninguna sonrisa postiza.

    “En Ella -afirma San Bernardo- no hay nada de severo, nada de terrible; todo es dulzura”. Todo lo que hacía estaba impregnado de aquella viveza del amor que nunca se marchita.

    ¡Qué mujer tan encantadora la Virgen! ¡Qué madre tan cariñosa y solícita! ¡Qué ama de casa tan atenta y maravillosa!

    No sería tampoco difícil encontrar a María en casa de alguna vecina. Hoy en la de una, más tarde o mañana en la de otra. Porque a la una le han llovido muchos huéspedes y la Virgen intuye que allí será bienvenida una ayudita en el servicio. Porque la otra está enferma en cama y, con cinco chiquillos sueltos, la casa necesita no una sino dos manos femeninas que pongan un poco de orden. Porque a la de más allá le llegó momento de dar a luz y la Virgen quería estarle cerca y hacerle más llevadero ese trance que para Ella, en su momento y por las circunstancias, fue bastante difícil.

    Y todo eso lo adivinaba e intuía Ella y se adelantaba a ofrecerse sin que nadie le dijera o pidiera nada. ¡Qué corazón tan atento el suyo!

    En fin, que no era raro el día en que la Virgen prepararía y serviría no una sino dos o más comidas. No era desusual que además de ordenar y limpiar en su casa, lo hiciese en alguna otra de la vecindad. Como no era tampoco extraño comprobar que entre la ropa que Ella dejaba como nueva en el lavadero del pueblo, había prendas demás; y a veces muchas...

    Ni siquiera debió ser insólito sorprender a María consolando y aconsejando a una coterránea que había reñido con su esposo; o visitando y atendiendo, en las afueras de la aldea, a los indeseables leprosos; o dando limosna a los pobres, aun a costa de estrechar un poco más la ya apretada situación económica de su hogar.

    Todo eso lo aprendió y practicó María desde niña. La Virgen estaba habituada a preocuparse de las necesidades de los demás y a ofrecerse voluntariosa para remediarlas. Sólo así se comprende la presteza con la que salió de casa para visitar a su prima Isabel, apenas supo que estaba encinta e intuyó que necesitaba sus servicios y ayuda.

    Su exquisita sensibilidad estaba al servicio del amor. Da la impresión de que llegaba a sentir como en carne propia los aprietos y apuros de todos aquellos que convivían junto Ella. Por eso no es de extrañar que en la boda aquella de Caná, mientras colaboraba con el servicio, percibiera enseguida la angustia de los anfitriones porque se había terminado el vino. De inmediato puso su amor en acto para remediar la bochornosa situación. Ella sabía quién asistía también al banquete. Tenía muy claro quién podía poner solución al asunto. Ni corta ni perezosa, pidió a Jesús, su Hijo, que hiciera un milagro. Y, aunque Él pareció resistirse al inicio, no pudo ante aquella mirada de ternura y cariño de su Madre. El amor de María precipitó la hora de Cristo.

    El amor de María no conoció límites y traspasó las fronteras de lo comprensible. Ella perdonó y olvidó las ofensas recibidas, aun teniendo (humanamente hablando) motivos más que suficientes para odiar y guardar rencor. Perdonó y olvidó la maldad y crueldad de Herodes que quiso dar muerte a su pequeñín. Perdonó y olvidó las malas lenguas que la maldecían y calumniaban a causa de su Hijo. Perdonó y olvidó a los íntimos del Maestro tras el abandono traidor la noche del prendimiento. Perdonó y olvidó, en sintonía con el corazón de Jesús, a los que el viernes Santo crucificaron al que era el fruto de sus entrañas. Y también hoy sigue perdonando y olvidando a todos los que pecando continuamos ultrajando a su divino Jesús.

    ¡Cuánto tenemos nosotros que imitar a nuestra Madre! Porque pensamos mucho más en nosotros mismos que en el vecino. A nosotros nos cuesta mucho estar atentos a las necesidades de los demás y echarles una mano para remediarlas. Nosotros no estamos siempre dispuestos a escuchar con paciencia a todo el que quiere decirnos algo. Nosotros distinguimos muy bien lo que “en justicia” nos toca hacer y lo que le toca al prójimo, y rara vez arrimamos el hombro para hacer más llevadera la carga de los que caminan a nuestro lado. Nosotros en vez de amor, muchas veces irradiamos egoísmo. En vez de afecto y ternura traspiramos indiferencia y frialdad. En vez de comprensión y perdón, nuestros ojos y corazón despiden rencor y deseo de venganza. ¡Qué diferentes a veces de nuestra Madre del cielo!

    María, la Virgen del amor, puede llenar de ese amor verdadero nuestro corazón para que sea más semejante al suyo y al de su Hijo Jesucristo. Pidámoselo.

    ORACIÓN A LA VIRGEN DE FÁTIMA


    ORACIÓN A LA VIRGEN DE FÁTIMA

    Oh Virgen Santísima, Vos os aparecisteis repetidas veces a los niños; yo también quisiera veros, oír vuestra voz y deciros: Madre mía, llevadme al Cielo. Confiando en vuestro amor, os pido me alcancéis de vuestro Hijo Jesús una fe viva, inteligencia para conocerle y amarle, paciencia y gracia para servirle a Él a mis hermanos, y un día poder unirnos con Vos allí en el Cielo.

    Padre nuestro, Avemaría y Gloria.

    Madre mía también os pido por mis padres, para que vivan unidos en el amor; por mis hermanos, familiares y amigos, para que viviendo unidos en familia un día podamos gozar con Vos en la vida eterna.

    Padre nuestro, Avemaría y Gloria.

    Os pido de un modo especial por la conversión de los pecadores y la paz del mundo; por los niños, para que nunca les falten los auxilios divinos y lo necesario para sus cuerpos, y un día conseguir la vida eterna.

    Padre nuestro, Avemaría y Gloria

    Oh Madre mía, sé que escucharás, y me conseguirás estas y cuantas gracias te pida, pues las pido por el amor que tienes de tu Hijo Jesús. Amén.

    ¡Madre mía, aquí tienes a tu hijo, sé tu mi Madre!
    ¡Oh dulce Corazón de María, sed la salvación mía!

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