miércoles, 15 de noviembre de 2017

QUÉ SIGNIFICA CREER EN DIOS?


¿Qué significa creer en Dios?
Nuestro mayor problema hoy es vivir en una superficialidad, separados de lo profundamente esencial.


Por: Monseñor Jorge De los Santos | Fuente: elpueblocatolico.com 




Se habla a veces de manera tan superficial sobre las cuestiones más importantes de la vida, y se opina con tal ignorancia sobre la religión, que ahora se hace necesario aclarar, incluso, las cosas más elementales como el ¿qué significa creer en Dios?

A los cristianos de hoy nos toca vivir en un mundo en el que muchos hombres han desplazado a Dios de su vida y viven como si Dios no existiera; bastantes incluso niegan explícitamente su existencia. La increencia, la indiferencia, el ateísmo, nos rodean y acechan nuestra vida de fe.

Cuando una persona habla “desde fuera”, sin conocer por experiencia personal lo que es creer en Dios, piensa: Creo que Dios existe, pero no lo puedo asegurar. Sin embargo, para el que vive desde la fe, creer en Dios es otra cosa. Cuando el creyente dice a Dios “yo creo en Ti”, está diciendo: “No estoy solo, Tú estás en mi origen y en mi destino último; Tú me conoces y me amas; no me dejarás nunca abandonado, en Ti apoyo mi existencia; nada ni nadie podrá separarme de tu amor y comprensión”.

El Catecismo de la Iglesia Católica nos dice “Por su revelación, «Dios invisible habla a los hombres como amigos, movido por su gran amor y mora con ellos para invitarlos a la comunicación consigo y recibirlos en su compañía» (DV 2). La respuesta adecuada a esta invitación es la fe.

Por la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad a Dios. Con todo su ser, el hombre da su asentimiento a Dios que revela (cf. DV 5). La sagrada Escritura llama «obediencia de la fe» a esta respuesta del hombre a Dios que revela”.


Entonces, la fe es la respuesta del hombre a la revelación divina. Dios ha querido comunicarse a sí mismo, darse a conocer, para invitar a los hombres a participar de la vida divina. A través de la mediación de la Iglesia, la revelación divina llega a nosotros. En el creer se manifiestan la confianza, la obediencia y la entrega. Esto lo podemos ver reflejado en los grandes personajes de la Sagrada Escritura. Como en Abraham, que al escuchar lo que Dios le pedía lo puso en práctica, en la Virgen María que igualmente escucha y obedece.

Le creemos a Dios. La fe se fundamenta, en la autoridad de Dios que se revela a sí mismo, Dios ni se engaña ni nos engaña, su autoridad es la autoridad de la Verdad. Creemos a Dios y creemos en Dios, porque Él constituye el centro y el contenido de la fe. La revelación divina nos da a conocer, ante todo, el Misterio que es Dios, en el cual el hombre encuentra la salvación.

Por eso, para creer, lo decisivo no son las “pruebas” a favor o en contra de la existencia de Dios, sino la postura interior que uno adopta ante el misterio último de la vida. Nuestro mayor problema hoy es no vivir desde el fondo de nuestro ser. Vivimos por lo general, en una superficialidad, separados de lo profundamente esencial.

CATEQUESIS DEL PAPA FRANCISCO SOBRE LA EUCARISTÍA COMO ENCUENTRO CON DIOS


TEXTO: Catequesis del Papa Francisco sobre la Eucaristía como encuentro con Dios
 Foto: Daniel Ibáñez / ACI Prensa




VATICANO, 15 Nov. 17 / 05:50 am (ACI).- El Papa Francisco ofreció una segunda catequesis sobre la Misa durante la Audiencia General en la Plaza de San Pedro.

El Pontífice explicó que la Eucaristía es la mejor oración y afirmó que hay que “ser humildes, reconocerse hijos, descansar en el Padre, confiar en Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario hacerse pequeños como niños”.

A continuación, la catequesis completa del Papa:

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!


Continuamos con las catequesis sobre la Santa Misa. Para comprender la belleza de la celebración eucarística deseo iniciar con un aspecto muy simple: la Misa es oración, es más, es la oración por excelencia, la más alta, la más sublime, y al mismo tiempo la más “concreta”. De hecho, es el encuentro de amor con Dios mediante su Palabra y el Cuerpo y Sangre de Jesús. Es un encuentro con el Señor.

Pero antes debemos responder a una pregunta. ¿Qué cosa es verdaderamente la oración? Ella es sobre todo diálogo, relación personal con Dios. Y el hombre ha sido creado como ser en relación personal con Dios que encuentra su plena realización solamente en el encuentro con su Creador. El camino de la vida es hacia el encuentro definitivo con el Señor.

El Libro del Génesis afirma que el hombre ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, quien es Padre e Hijo y Espíritu Santo, una relación perfecta de amor que es unidad. De esto podemos comprender que todos nosotros hemos sido creados para entrar en una relación perfecta de amor, en un continuo donarnos y recibirnos para poder encontrar así la plenitud de nuestro ser.

Cuando Moisés, ante la zarza ardiente, recibe la llamada de Dios, le pregunta cuál es su nombre. Y, ¿qué cosa responde Dios?: «Yo soy el que soy» (Ex 3,14). Esta expresión, en sentido original, expresa presencia y gracia, y de hecho enseguida Dios agrega: « El Señor, el Dios de sus padres, el Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob» (v. 15). Así también Cristo, cuando llama a sus discípulos, los llama para que estén con Él. Esta pues es la gracia más grande: poder experimentar que la Misa, la Eucaristía es el momento privilegiado para estar con Jesús, y, a través de Él, con Dios y con los hermanos.

Orar, como todo verdadero diálogo, es también saber permanecer en silencio – en los diálogos existen momentos de silencio –, en silencio junto a Jesús. Y cuando nosotros vamos a Misa, tal vez llegamos cinco minutos antes y comenzamos a conversar con quien está al lado nuestro. Pero no es el momento de conversar: es el momento del silencio para prepararnos al diálogo. Es el momento de recogernos en nuestro propio corazón para prepararnos al encuentro con Jesús. ¡El silencio es muy importante! Recuerden lo que les he dicho la semana pasada: no vamos a un espectáculo, vamos al encuentro con el Señor y el silencio nos prepara y nos acompaña. Permanecer en silencio junto a Jesús. Y del misterioso silencio de Dios emerge su Palabra que resuena en nuestro corazón. Jesús mismo nos enseña como realmente es posible “estar” con el Padre y nos lo demuestra con su oración. Los Evangelios nos muestran a Jesús que se retira en lugares apartados para orar; los discípulos, viendo esto su íntima relación con el Padre, sienten el deseo de poder participar, y le piden: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11,1). Hemos escuchado en la Lectura antes, al inicio de la audiencia. Jesús responde que la primera cosa necesaria para orar es saber decir “Padre”. Estén atentos: si yo no soy capaz de decir “Padre” a Dios, no soy capaz de orar. Debemos aprender a decir “Padre”, es decir, ponerse en su presencia con confianza filial. Pero para poder aprender, se necesita reconocer humildemente que tenemos necesidad de estar instruidos, y decir con simplicidad: Señor enséñanos a orar.

Este es el primer punto: ser humildes, reconocerse hijos, descansar en el Padre, confiar en Él. Para entrar en el Reino de los cielos es necesario hacerse pequeños como niños. En el sentido que los niños saben confiar, saben que alguien se preocupará de ellos, de lo que comerán, de lo que se pondrán y otras cosas más (cfr. Mt 6,25-32). Esta es la primera actitud: confianza y familiaridad, como el niño hacia los padres; saber que Dios se recuerda de ti, cuida de ti, de ti, de mí, de todos.


La segunda predisposición, también esta propia de los niños, es dejarse sorprender. El niño hace siempre mil preguntas porque desea descubrir el mundo; y se maravilla incluso de cosas pequeñas porque todo es nuevo para él. Para entrar en el Reino de los cielos se necesita dejarse maravillar. ¿En nuestra relación con el Señor, en la oración – pregunto – nos dejamos maravillar o pensamos que la oración es hablar a Dios como hacen los papagayos? No, es confiar y abrir el corazón para dejarse maravillar. ¿Nos dejamos sorprender por Dios que es siempre el Dios de las sorpresas? Porque el encuentro con el Señor es siempre un encuentro vivo, no es un encuentro de museo. Es un encuentro vivo y nosotros vamos a la Misa, no a un museo. Vamos a un encuentro vivo con el Señor.

En el Evangelio se habla de un cierto Nicodemo (Jn 3,1-21), un hombre anciano, una autoridad en Israel, que donde Jesús para conocerlo; y el Señor le habla de la necesidad de “renacer de lo alto” (Cfr. v. 3). Pero, ¿qué cosa significa? ¿Se puede “renacer”? ¿Volver a tener el gusto, la alegría, la maravilla de la vida, es posible, también ante tantas tragedias? Esta es una pregunta fundamental de nuestra fe y este es el deseo de todo verdadero creyente: el deseo de renacer, la alegría de reiniciar. ¿Nosotros tenemos este deseo? ¿Cada uno de nosotros tiene deseo de renacer siempre para encontrar al Señor? ¿Tienen este deseo? De hecho, se puede perderlo fácilmente porque, a causa de tantas actividades, de tantos proyectos de poner en acto, al final nos queda poco tiempo y perdemos de vista aquello que es fundamental: nuestra vida del corazón, nuestra vida espiritual, nuestra vida que es encuentro con el Señor en la oración.

En verdad, el Señor nos sorprende mostrándonos que Él nos ama incluso en nuestras debilidades. «Jesucristo […] es la Víctima propiciatoria por nuestros pecados, y no sólo por los nuestros, sino también por los del mundo entero» (1 Jn 2,2). Este don, fuente de verdadera consolación – pero el Señor nos perdona siempre – esto, consuela, es una verdadera consolación, es un don que nos es dado a través de la Eucaristía, de aquel banquete nupcial en el cual el Esposo encuentra nuestra fragilidad. Puedo decir que, ¿Cuándo recibo la comunión en la Misa, el Señor encuentra mi fragilidad? ¡Sí! ¡Podemos decirlo porque esto es verdad! El Señor encuentra nuestra fragilidad para llevarnos a nuestra primera llamada: aquella de ser imagen y semejanza de Dios. Este es el ambiente de la Eucaristía, esta es la oración.

LOS CINCO MINUTOS DE MARÍA, 15 NOVIEMBRE


Los cinco minutos de María
Noviembre 15




El Evangelio debe ser la norma de tu conducta, el fundamento de tus criterios, la escala de tus valores, al fin y al cabo el Evangelio es Cristo viviendo, enseñando, muriendo, resucitando y salvando a los hombres de todos los tiempos.

En el Evangelio hallamos a su Madre Santísima, la Virgen María. Allí se nos narran las virtudes de la Virgen, ya en su vida privada de Belén y de Nazaret, ya en la vida pública y apostólica de Jesús. Su humildad, su sencillez, su silencio y mansedumbre, su disponibilidad a la voluntad de Dios trazan lo que podríamos llamar “el evangelio mariano”.

María del Evangelio, conviértenos en anuncio viviente del Reino.



* P. Alfonso Milagro

FELIZ MIÉRCOLES




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