"Comencé a amar la Virgen María"
Stefania Falasca
… antes aún de conocerla… por las noches frente al hogar en las rodillas maternas, la voz de mi madre rezando el rosario…». Así Albino Luciani, papa durante treinta y tres días del 26 de agosto al 28 de septiembre de 1978, habló de su devoción a la Virgen. Su hermana Antonia nos lo cuenta…
Puntual como siempre, ya está lista para ir a la cita. Una tarde de mayo en la basílica romana de San Cosme y Damián. Entra en la iglesia como si fuera al encuentro de su infancia y le parece volver a aquellos años. Allí en Canale. En aquellas tardes lejanas. Cuando al atardecer la plaza de la iglesia se llenaba de golondrinas y muchachos que jugaban con el balón antes de que el tañido de la campana pequeña llamara a todos a entrar en la iglesia. También está Albino que corre detrás del balón. Una anciana refunfuña por el jaleo de los críos. Suena la campaña pequeña, y todos corren adentro. Van deprisa también los hombres que vuelven del trabajo y las mujeres con sus hijos en brazos. Nina corre a su sitio en los escalones del altar de la Inmaculada. Se pone de rodillas como los demás chicos. Así lo quiere don Filippo: los niños delante, todos los demás detrás, primero los hombres, luego las mujeres. «Así comenzaba el rosario», recuerda, y las imágenes corren nítidas como fotografías. «Me parece estar allí, la iglesia llena, las oraciones dichas con mucha devoción, las canciones… se cantaba siempre con las canciones a la Virgen. ¡Qué canciones más bonitas! Nombre dulcísimo, Oh bella esperanza mía, Mira a tu pueblo… me acuerdo de todas, no las he olvidado. Y al volverlas a oír ahora me consuelo. Entonces el rosario se rezaba todo en latín –sigue diciendo– y después de las letanías don Filippo terminaba con las “florecillas”, contando breves episodios de la vida de María o de la devoción de los santos a la Virgen. Un año nos contó toda la historia de Lourdes. Era la primera vez que la oía contar…».
Nina se acuerda de todas aquellas tardes de mayo. Todos en fila como las cuentas del rosario que lleva en el bolsillo de su vestido. Recuerda el puesto de las mujeres en la iglesia, el puesto de Berto y de Albino, las flores que iba a recoger para adornar el altar de la Virgen, las primeras nomeolvides, florecidas después de la nieve, y lo contenta que se sentía por aquella tarea que don Filippo había reservado para las niñas. Se acuerda incluso de aquel mayo cuando, al lado de la Inmaculada, colocaron las estatuas de santa Inés y de santa Teresita del Niño Jesús, que hacía poco había sido canonizada. Era el año 1927. Nina era pequeña, pero se le quedó grabada esa procesión de niñas vestidas de blanco que desde la aldea de Celat llevaban a hombros a la Iglesia de Canale las estatuas de las dos santas. Albino le había contado varias veces algunos detalles de la vida de santa Teresita y así había empezado a conocerla y quererla. «En nuestra zona», dice, «durante todo el año el rosario se rezaba en casa. También la súplica a la Virgen de Pompeya. Las tardes de invierno íbamos con mi madre a casa de los abuelos maternos y allí lo rezábamos todos juntos. Conservo recuerdos entrañables de aquellas tardes… formaron nuestra vida, nuestro afecto familiar. Solamente en mayo y en octubre, los meses dedicados a la Virgen, se iba a la iglesia a rezar el rosario y quien no podía por la hora o porque vivía lejos, lo rezaba delante de los atriòl, las pequeñas capillas que había en los caminos. Hay muchas en Canale, en nuestros valles. En nuestros pueblos era muy sentida la devoción a María». Una de estas capillas está en la calle de la casa de los Luciani, el atriòl de Rividela, una antigua imagen de la Virgen que antaño marcaba una etapa de la procesión de la Santa Cros. Se hacía el 3 de mayo, día dedicado a la Santa Cruz. Ese día no se rezaba el rosario en la iglesia. «La procesión encabezada por el párroco», recuerda, «salía a las cinco y media de la mañana y pasaba por todos lo pueblos del valle. A llegar al atriòl de nuestra casa, se leía un fragmento del Evangelio, luego se iba a la iglesia para la misa solemne. Me acuerdo de la procesión con todas sus letanías como si fuera ayer. De un detalle no me olvidaré nunca. Era un año en que la Pascua llegaba tarde y Albino ese día regresaba al seminario después de las vacaciones. Me acuerdo que cuando la procesión llegó arriba, a la aldea de Carlon que está encima de Canale, me di la vuelta y miré hacia la plaza, vi el autobús que salía hacia Belluno y se llevaba a Albino. Me parece verlo…me eché a llorar pensando que por la tarde no iba a ver a mi hermano en casa… Y lo mismo en octubre, cuando hacia mediados del mes regresaba al seminario. En aquellas tardes de octubre íbamos siempre juntos a la iglesia. Me llevaba de la mano. Me parece verlo. Cuando se iba yo me echaba a llorar… fueron los primeros dolores de mi vida…».
«Así», cuenta Nina, «pasaban los meses marianos de mi infancia. Si hay algo que Albino siempre me recomendó es que me mantuviera fiel a la oración, especialmente al rosario. Cuando íbamos a verle a Venecia lo repetía siempre, y también se lo decía a mi hija Lina».
El rosario que nos hace como niños
«Es imposible concebir nuestra vida, la vida de la Iglesia, sin el rosario, las fiestas marianas, los santuarios marianos y las imágenes de la Virgen», escribía Albino Luciani cuando era patriarca de Venecia. De su veneración llena de ternura y de reconocimiento con que se dirigía a la Virgen y de su amor por la práctica del rosario nos hablan no sólo sus discursos y homilías, sino toda su vida. Hablando una vez en Verona con motivo de una fiesta mariana, dijo del rosario: «Hoy algunos consideran superada esta forma de oración, no apropiada para nuestros tiempos, que requieren, dicen, una Iglesia toda espíritu y carisma. “El amor” decía De Foucauld, “se expresa con pocas palabras, siempre las mismas y que repite siempre”. Repitiendo con la voz y con el corazón las Avemarías hablamos como hijos a nuestra madre. El rosario, oración humilde, sencilla y fácil, ayuda a abandonarse en Dios, a ser como niños». En 1975, la diócesis de Santa María, en el sur de Brasil, le invitó a participar en una peregrinación mariana y en el centenario de la inmigración de los vénetos a aquel país; le pidieron además que llevara una copia de la Virgen de la Salud, muy venerada en Venecia. A Luciani no le gustaba viajar, pero esta vez no pudo decir que no. Al llegar se encontró frente a 200.000 personas. Una pancarta decía: «Cuando vuelva a Italia, dígales a los vénetos que seguimos siendo fieles a la devoción de la Virgen». Al lado habían puesto el monumento al emigrante: un hombre con su hatillo, a su derecha su mujer con el vestido típico véneto y el niño en brazos, de su delantal asomaba el rosario. Luciani se acordó de una carta escrita por un emigrante en Brasil que su párroco había leído en la iglesia cuando era niño. Y recordó con cuanta emoción escuchaba aquellas palabras que contaban de lo triste que era allí la Navidad sin una iglesia, sin un sacerdote para la misa, sólo una pequeña capilla que no tenía siquiera una imagen de la Virgen. Comenzó entonces su homilía diciendo: «Quien ama currit, volat, laetatur. Amar significa correr con el corazón hacia el objeto amado. Comencé a amar a la Virgen María antes aún de conocerla… por las noches frente al hogar en las rodillas maternas, la voz de mi madre rezando el rosario…». Y mirando a la estatua de la mujer emigrante con el rosario, dijo: «Dejad que os diga dos palabras respecto a María madre y hermana: Madre del Señor. Lo vemos también en las bodas de Caná; reveló un corazón materno para con los dos esposos en peligro de quedar en ridículo. ¡Ella arranca el milagro! Casi parece que Jesús se hizo una ley para sí mismo: “Yo hago el milagro, pero que Ella lo pida!”. Como madre, por tanto, hemos de invocarla mucho, tener mucha confianza en ella, venerarla mucho. San Francisco de Sales con ternura la llama “nuestra abuela” para tener el consuelo de ser el nieto que se arroja con total confianza a su seno. Pero Pablo VI, que ha declarado a María Madre de la Iglesia, la llama a menudo también hermana», siguió diciendo Luciani: «María, aunque privilegiada, aunque madre de Dios, es también nuestra hermana. Soror enim nostra est dice san Ambrosio. ¡Es de verdad nuestra hermana! Ha vivido una vida como la nuestra. También ella tuvo que emigrar a Egipto. También ella tuvo necesidad de ser ayudada. Lavaba los platos y la ropa, preparaba la comida, barría el suelo. Hizo estas cosas comunes pero de modo no común porque “ella”, dice el Concilio, “mientras vivió en este mundo una vida igual a la de los demás, llena de preocupaciones familiares y de trabajos, estaba constantemente unida a su Hijo”. De modo que la Virgen nos inspira confianza no sólo porque es tan misericordiosa, sino también porque vivió nuestra misma vida, experimentó muchas de nuestras dificultades y nosotros debemos seguirla e imitarla especialmente en la fe».
Nina recuerda que durante los meses marianos se hacían peregrinaciones en Canale. «Una», dice, «se hizo en el 23 con motivo del Congreso eucarístico diocesano al santuario de Santa María de las Gracias en el valle de Cordevole. Me acuerdo porque, después de muchos años las mujeres ancianas seguían llevando la medalla recordatorio. Pero nunca se iba muy lejos, no podíamos ausentarnos por muchos días. Cuando éramos pequeños nuestra madre nos llevaba a menudo a los pies de la Virgen de la Salud, en Caviola. La iglesia de la infancia del padre Cappello. Era una iglesia pequeñita que luego estuvo a punto de caerse; pero era tanta la devoción que cuando a finales de los años cuarenta se decidió cerrarla para las obras de restauración las mujeres fueron a protestar ante el párroco, no querían que se cerrara por ninguna razón. Recuerdo que una vez Albino me llevó a la Virgen de las Nieves de Garès. “Vamos a llevar esta vela”, me dijo. Yo era muy pequeña y fui con la promesa de una gaseosa; durante el camino tuvo que tomarme en brazos y llegó conmigo a hombros». Albino, sin embargo, hizo otras peregrinaciones. «Lo llevaba don Filippo», dice Antonia. «Berto seguramente se acuerda de la peregrinación que hizo Albino a la Virgen de Pietralba, porque al volver después de tres días», dice riendo, «fue a despertarle a media noche para enseñarle el regalo que le había traído. Albino tendría unos trece o catorce años. Le contó a Berto que había caminado mucho, que durante una parada en casa de un sacerdote amigo de don Filippo, oyendo hablar a los dos curas, se había quedado dormido en una silla y que luego se habían perdido… Esta fue la primera vez que mi hermano fue a Pietralba». El santuario mariano de Pietralba, en Alto Adige, era un lugar especial para Luciani. Allí iba durante los veranos cuando fue obispo de Vittorio Véneto y luego como patriarca de Venecia. Muchas horas de su estancia allí las pasaba en el confesionario. Pero son muchos los santuarios a los que fue Albino Luciani como peregrino. Varias veces acompañó las peregrinaciones diocesanas a Lourdes, Loreto, Fátima. Dijo refiriéndose a esto en una homilía pronunciada en la iglesia de Santa María de las Gracias, de Venecia: «Preparándome a hablar de este santuario mariano he echado un vistazo retrospectivo a mi vida de obispo. Con sorpresa he descubierto que parte de mi servicio pastoral lo he desarrollado en los santuarios». Una vez el superior del convento de la Virgen de los Milagros, en Motta di Livenza, le invitó al convento y Luciani respondió: «Voy con mucho gusto. Cuando era pequeño oía hablar de la Virgen de Motta, pero no he podido nunca cumplir este deseo». Y durante la homilía que pronunció en esta ocasión dijo: «Se escribe y se habla mucho de la Virgen, pero hay que hacerlo de modo que todos entiendan y toque los corazones. Cosa que no es posible si antes no ha sido tocado nuestro corazón. San Alfonso, que era un grande, un teólogo, no dudaba en balbucir para que los pequeños comprendieran, tenía su corazón tocado cuando componía canciones para su pueblo analfabeto, canciones que se han cantado durante más de cien años en toda Italia, especialmente durante las misiones y los meses de mayo. San Juan Bosco se las hacía cantar a sus muchachos. Una por ejemplo dice: «Oh, bella esperanza mía / dulce amor mío María / tú eres mi vida / mi paz eres tú”. Quien escribía así sentía a María cercana, le abría su corazón con confianza. No sólo hablaba de María, sino que hablaba a María con tiernas oraciones intercaladas continuamente. No está bien el estéril y pasajero sentimiento, el sentimentalismo, pero está bien que el corazón, además de la razón y la voluntad, participe en el ejercicio del culto mariano. “Que el hermoso nombre de María no abandone nunca tus labios”, escribía san Bernardo, «no abandone nunca tu corazón”». El 29 de junio de 1978, tres meses antes de su muerte, Luciani volvió a Canale por última vez. El párroco recuerda la última imagen que conserva de él: al entrar en la iglesia lo sorprendí en la penumbra con el rosario en la mano rezando ante el altar de la Inmaculada, en el mismo sitio donde se arrodillaba su madre.
Fuente: 30 días