jueves, 18 de septiembre de 2014

A LA VIRGEN DE LA CARIDAD


A la Virgen de la Caridad
Autor: Rubén D. Rumbaut

Te llamaron tres voces aterradas.
Respondiste colmando sus anhelos,
serenando las iras de los cielos
y aquietando las aguas sublevadas.

Subiste luego grácilmente sobre
el frágil bote que la fe salvara,
y porque siempre en Cuba se te amara
te posaste en lo verde, allá en el Cobre.

Fuiste madre al hacer callar el agua,
marinera al subir a la piragua
y gaviota al posarte en el oriente.

Y tus hijos, tus olas y tus montes
-toda Cuba, partida en horizontes-
a tus plantas están eternamente.

LA ORACIÓN A MARÍA A TRAVÉS DE LOS SIGLOS, JUAN PABLO II



La Oración a María a través de los siglos
Juan Pablo II

1. A lo largo de los siglos el culto mariano ha experimentado un desarrollo ininterrumpido. Además de las fiestas litúrgicas tradicionales dedicadas a la Madre del Señor, ha visto florecer innumerables expresiones de piedad, a menudo aprobadas y fomentadas por el Magisterio de la Iglesia.

Muchas devociones y plegarias marianas constituyen una prolongación de la misma liturgia y a veces han contribuido a enriquecerla, como en el caso del Oficio en honor de la Bienaventurada Virgen María y de otras composiciones que han entrado a formar parte del Breviario.

La primera invocación mariana que se conoce se remonta al siglo III y comienza con las palabras:  "Bajo tu amparo (Sub tuum praesidium) nos acogemos, santa Madre de Dios...". Pero la oración a la Virgen más común entre los cristianos desde el siglo XIV es el "Ave María".

Repitiendo las primeras palabras que el ángel dirigió a María, introduce a los fieles en la contemplación del misterio de la Encarnación. La palabra latina "Ave", que corresponde al vocablo griego xa|re, constituye una invitación a la alegría y se podría traducir como "Alégrate". El himno oriental "Akáthistos" repite con insistencia este "alégrate". En el Ave María llamamos a la Virgen "llena de gracia" y de este modo reconocemos la perfección y belleza de su alma.

La expresión "El señor está contigo" revela la especial relación personal entre Dios y María, que se sitúa en el gran designio de la alianza de Dios con toda la humanidad. Además, la expresión "Bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús", afirma la realización del designio divino en el cuerpo virginal de la Hija de Sión.

Al invocar "Santa María, Madre de Dios", los cristianos suplican a aquella que por singular privilegio es inmaculada Madre del Señor:  "Ruega por nosotros pecadores", y se encomiendan a ella ahora y en la hora suprema de la muerte.

2. También la oración tradicional del Ángelus invita a meditar el misterio de la Encarnación, exhortando al cristiano a tomar a María como punto de referencia en los diversos momentos de su jornada para imitarla en su disponibilidad a realizar el plan divino de la salvación. Esta oración nos hace revivir el gran evento de la historia de la humanidad, la Encarnación, al que hace ya referencia cada "Ave María". He aquí el valor y el atractivo del Ángelus, que tantas veces han puesto de manifiesto no sólo teólogos y pastores, sino también poetas y pintores.

En la devoción mariana ha adquirido un puesto de relieve el rosario, que a través de la repetición del "Ave María" lleva a contemplar los misterios de la fe. También esta plegaria sencilla, que alimenta el amor del pueblo cristiano a la Madre de Dios, orienta más claramente la plegaria mariana a su fin:  la glorificación de Cristo.

El Papa Pablo VI, como sus predecesores, especialmente León XIII, Pío XII y Juan XXIII, tuvo en gran consideración el rezo del rosario y recomendó su difusión en las familias. Además, en la exhortación apostólica Marialis cultus, ilustró su doctrina, recordando que se trata de una "oración evangélica, centrada en el misterio de la Encarnación redentora", y reafirmando su "orientación claramente cristológica" (n. 46).

A menudo, la piedad popular une al rosario las letanías, entre las cuales las más conocidas son las que se rezan en el santuario de Loreto y por eso se llaman "lauretanas".

Con invocaciones muy sencillas, ayudan a concentrarse en la persona de María para captar la riqueza espiritual que el amor del Padre ha derramado en ella.

3. Como la liturgia y la piedad cristiana demuestran, la Iglesia ha tenido siempre en gran estima el culto a María, considerándolo indisolublemente vinculado a la fe en Cristo. En efecto, halla su fundamento en el designio del Padre, en la voluntad del Salvador y en la acción inspiradora del Paráclito.

La Virgen, habiendo recibido de Cristo la salvación y la gracia, está llamada a desempeñar un papel relevante en la redención de la humanidad. Con la devoción mariana los cristianos reconocen el valor de la presencia de María en el camino hacia la salvación, acudiendo a ella para obtener todo tipo de gracias. Sobre todo, saben que pueden contar con su maternal intercesión para recibir del Señor cuanto necesitan para el desarrollo de la vida divina y a fin de alcanzar la salvación eterna.

Como atestiguan los numerosos títulos atribuidos a la Virgen y las peregrinaciones ininterrumpidas a los santuarios marianos, la confianza de los fieles en la Madre de Jesús los impulsa a invocarla en sus necesidades diarias. 
Están seguros de que su corazón materno no puede permanecer insensible ante las miserias materiales y espirituales de sus hijos.

Así, la devoción a la Madre de Dios, alentando la confianza y la espontaneidad,  contribuye  a  infundir serenidad en la vida espiritual y hace progresar a los fieles por el camino exigente de las bienaventuranzas.

4. Finalmente, queremos recordar que la devoción a María, dando relieve a la dimensión humana de la Encarnación, ayuda a descubrir mejor el rostro de un Dios que comparte las alegrías y los sufrimientos de la humanidad, el "Dios con nosotros", que ella concibió como hombre en su seno purísimo, engendró, asistió y siguió con inefable amor desde los días de Nazaret y de Belén a los de la cruz y la resurrección. 

L'Osservatore Romano - 7 de noviembre de 1997

ORACIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA POR LOS SACERDOTES


Oración a la Santísima Virgen por los sacerdotes 


Madre Nuestra María Santísima, Madre del verdadero Dios por quien, en quien y con quien vivimos, hoy te suplico humildemente que intercedas por tu hijo, _________.

 Pídele a Dios Espíritu Santo, encender en el corazón de este sacerdote tuyo el FUEGO DE SU AMOR. Un fuego que le de calor a él primero y luego que la chispa de ese fuego contagie a todos los que se acerquen a él. Un fuego que caliente a los que tengan frío en su corazón, que sea una llama de amor que no se apague nunca, ni de noche ni de día.

 Que sea un fuego que queme todo los resentimientos, todos los malos recuerdos, todo lo negativo, todo el dolor, toda la falta de amor, todo lo que necesita renovarse. Y luego que brote de ese mismo corazón un RÍO DE AGUA VIVA, un río que apague primero la sed de este tu siervo, su sed de Dios, su sed del Amor de Dios, su sed por la salvación de las almas. 

Y después que sea una fuente de donde las almas puedan encontrar y experimentar el AMOR DE DIOS, su misericordia, su perdón por medio de la absolución dada por Tu Hijo Jesucristo a través de las manos de este sacerdote tuyo. Madre Nuestra, este AMOR, este Fuego, esta AGUA VIVA es urgente que Dios le permita a este sacerdote experimentarlos, para su propia paz, alegría y salvación y para compartirlas con todas las almas que Dios tenga destinadas que se salven a través de su contacto con este humilde sacerdote tuyo. Gracias por tu amor y tus cuidados maternales. 

Cúbrenos con tu manto y protégenos de todos los males y de las asechanzas del demonio. Sé tú nuestra guía, nuestro lucero, nuestro faro, enséñanos el camino al Cielo donde por medio del amor, la misericordia y el perdón de Dios esperamos gozar por siempre del Amor de Dios, junto contigo por siempre. Amén

lunes, 15 de septiembre de 2014

MARÍA, UNA ESPADA ATRAVESARÁ EL CORAZÓN



Autor: P. Clemente González | Fuente: Catholic.net
María, una espada te atravesará el corazón
Lucas 2, 33-35. Nuestra Señora de los Dolores. Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor.
María, una espada te atravesará el corazón
María, una espada te atravesará el corazón
Del santo Evangelio según san Lucas 2, 33-35

Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de él. Simeón les bendijo y dijo a María, su madre: "Este está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para ser señal de contradicción -¡y a ti misma una espada te atravesará el alma! - a fin de que queden al descubierto las intenciones de muchos corazones."

Oración introductoria

Jesús, hoy no quiero pedirte nada, quiero ofrecerte más bien todo lo que soy y mi humilde esfuerzo de imitar a María, que ante el inmenso e inmerecido dolor que sufrió, supo guardar en su corazón todo lo que no logró comprender. Con mucha fe, confianza y amor te suplico, Madre santísima, que intercedas por mí ante tu amado Hijo.

Petición

María, acompáñame en mi camino de vida, como lo hiciste con tu Hijo Jesús.

Meditación del Papa Francisco

Porque cada vez que miramos a María volvemos a creer en lo revolucionario de la ternura y del cariño. En ella vemos que la humildad y la ternura no son virtudes de los débiles sino de los fuertes, que no necesitan maltratar a otros para sentirse importantes. Mirándola descubrimos que la misma que alababa a Dios porque "derribó de su trono a los poderosos" y "despidió vacíos a los ricos" es la que pone calidez de hogar en nuestra búsqueda de justicia. Es también la que conserva cuidadosamente "todas las cosas meditándolas en su corazón".
María sabe reconocer las huellas del Espíritu de Dios en los grandes acontecimientos y también en aquellos que parecen imperceptibles. Es contemplativa del misterio de Dios en el mundo, en la historia y en la vida cotidiana de cada uno y de todos. Es la mujer orante y trabajadora en Nazaret, y también es nuestra Señora de la prontitud, la que sale de su pueblo para auxiliar a los demás "sin demora".
Esta dinámica de justicia y ternura, de contemplar y caminar hacia los demás, es lo que hace de ella un modelo eclesial para la evangelización. Le rogamos que con su oración maternal nos ayude para que la Iglesia llegue a ser una casa para muchos, una madre para todos los pueblos, y haga posible el nacimiento de un mundo nuevo. (S.S. Francisco, exhortación apostólica Evangelii gaudium n. 288) .

Reflexión

Cuando Dios había decidido venir a la tierra había pensado ya desde toda la eternidad en encarnarse por medio de la criatura más bella jamás creada. Su madre habría de ser la más hermosa de entre las hijas de esta tierra de dolor, embellecida con la altísima dignidad de su pureza inmaculada y virginal. Y así fue. Todos conocemos la grandeza de María.

Pero María no fue obligada a recibir al Hijo del Altísimo. Ella quiso libremente cooperar. Y sabía, además, que el precio del amor habría de ser muy caro. "Una espada de dolor atravesará tu alma" le profetizó el viejo Simeón. Pero, ¡cómo no dejar que el Verbo de Dios se entrañara en ella! Lo concibió, lo portó en su vientre, lo dio a luz en un pobre pesebre, lo cargó en sus brazos de huida a Egipto, lo educó con esmero en Nazaret, lo vio partir con lágrimas en los ojos a los 33 años, lo siguió silenciosa, como fue su vida, en su predicación apostólica...

Lo seguiría incondicionalmente. No se había arrepentido de haber dicho al ángel en la Anunciación: "Hágase". A pesar de los sufrimientos que habría de padecer. ¡Pero si el amor es donación total al amado! Ahora allí, fiel como siempre, a los pies de la cruz, dejaba que la espada de dolor le desencarnara el corazón tan sensible, tan puro de ella, su madre. A Jesús debieron estremecérsele todas las entrañas de ver a su Purísima Madre, tan delicada como la más bella rosa, con sus ojos desencajados de dolor. Los dos más inocentes de esta tierra. Aquella única inocente, a la que no cargaba sus pecados. La Virgen de los Dolores. La Corredentora.

Ella nos enseña la gallardía con que el cristiano debe sobrellevar el dolor. El dolor es el precio del amor a los demás. No es el castigo de un Dios que se regocija en hacer sufrir a sus criaturas, es el momento en que podemos ofrecer ese dolor por el bien espiritual de los demás, es la experiencia de la corredención, como María. Ella miró la cruz y a su Hijo y ofreció su dolor por todos nosotros.

¿No podríamos hacer también lo mismo cuando sufrimos? Mirar la cruz. Salvar almas. La diferencia con Nuestra Madre es que en esa cruz el sufrir de nuestra vida está cargado en las carnes del Hijo de Dios. Él sufrió por nuestros pecados. Él nos redimió sufriendo. Ella simplemente miró y ayudó a su Hijo a redimirnos.

Propósito

Rezar el saludo a la Virgen (Ángelus), preferentemente en familia, o una oración dedicada a Ella, para acompañarla en su dolor.

Diálogo con Cristo 

Jesús, mi gran anhelo es tener muy cerca de mí a María, mi dulce Madre del cielo. Señor, gracias por este maravilloso don. En María tengo el mejor ejemplo del seguimiento fiel, amoroso y sacrificado que debo vivir.

MARÍA, LA VIRGEN DOLOROSA



Autor: P. Marcelino de Andrés | Fuente: Catholic.net 
María, la Virgen dolorosa
Cuánto admiramos a la Virgen dolorosa por haber sufrido como sufrió, por haber amado como amó. ¡Cómo quisiéramos ser como Ella!

 María, la Virgen dolorosa



El dolor, desde que entró el pecado en el mundo, se ha aficionado a nosotros. Es compañero inseparable de nuestro peregrinar por esta vida terrena. Antes o después aparece por el camino de nuestra existencia y se pone a nuestro lado. Tarde o temprano toca a nuestras puertas. Y no nos pide permiso para pasar. Entra y sale como si fuese uno más de casa.

El sufrimiento parece que se aficiona a algunas personas de un modo especial. La vida de la Santísima Virgen estuvo profundamente marcada por el dolor. Dios quiso probar a su Madre, nuestra Madre, en el crisol del sacrificio. Y la probó como a pocos. María padeció mucho. Pero fue capaz de hacerlo con entereza y con amor. Ella es para nosotros un precioso ejemplo también ante el dolor. Sí, Ella es la Virgen dolorosa.

Asomémonos de nuevo a la vida de María. Descubramos y repasemos algunos de sus padecimientos. Y sobre todo, apreciemos detrás de cada sufrimiento el amor que le permitió vivirlos como lo hizo.

El dolor ante las palabras de Simeón.

El anciano profeta no le predijo grandes alegrías y consuelos a nivel humano. Al contrario: “este niño será puesto como signo de contradicción, -le aseguró-. Y a ti una espada de dolor te atravesará el alma”. 
María, a esas alturas, sabía de sobra que todo lo que se le dijese con relación a su Hijo iba muy en serio. Ya bastantes signos había tenido que admirar y no pocos acontecimientos asombrosos se habían verificado, como para tomarse a la ligera las palabras inspiradas del sabio Simeón.

Seguramente María tuvo esa sensación que nos asalta cuando se nos pronostica algo que nos va a costar horrores. Como cuando nos anuncian un sufrimiento, un dolor, una enfermedad terrible, o la muerte cercana... Algo similar debió sentir María ante semejantes presagios.

Pero en su corazón no acampó la desconfianza, el desasosiego, la desesperación. En lo profundo de su alma seguía reinando la paz y la confianza en Dios. Y en su interior volvería a resonar con fuerza y seguridad el fiat aquel lleno de amor de la anunciación.

Para nosotros Cristo mismo predijo no pocos males, dolores y sufrimientos. Cristo nos pidió como condición de su seguimiento el negarse a uno mismo y el tomar la propia cruz cada día. Nos prometió persecuciones por causa suya. Nos aseguró que seríamos objeto de todo género de mal por ser sus discípulos; que nos llevarían ante los tribunales; que nos insultarían y despreciarían; que nos darían muerte. ¡Qué importante es, ante estas exigencias, recordar el ejemplo de nuestra Madre! El verdadero cristiano, el buen hijo de María, no se amedrenta ni se echa atrás ante la cruz. Demuestra su amor acogiendo la voluntad de Dios con decisión y entereza, con amor.

El dolor ante la matanza de los inocentes por Herodes.

María debió sufrir mucho al enterarse de la barbarie perpetrada por el rey Herodes. La matanza de los inocentes. ¿Qué corazón con un mínimo de sensibilidad no sufriría ante esa monstruosidad? Ella también era madre. Y ¡qué Madre! ¡con qué corazón! ¡con qué sensibilidad! ¿Cómo no le iba a doler a María el asesinato de esos niños indefensos? Además, seguramente, María conocía a muchos de esos pequeñines. Conocía a sus madres... Sí, es muy diverso cuando te dicen que murieron X personas en un atentado en Medio Oriente, a cuando te comunican que han matado a uno o varios amigos y conocidos tuyos... Entonces la cosa cambia.

A lo mejor hasta María se sintió un poco culpable por lo ocurrido. Y eso agudizaría su dolor. Quizá comprendió que aún no había llegado el momento de ofrecer a su Jesús en rescate por aquellos pequeñines (Dios no lo dispuso así). Quizá también en la mente de María surgió la eterna pregunta: ¿por qué el mal, el sufrimiento, la muerte de los inocentes? Sabemos que en este caso la respuesta podría ser otra pregunta: ¿porqué la prepotencia, maldad y crueldad demoniaca de Herodes...?

Ciertamente rezaría por ellos y, sobre todo por sus inconsolables madres. Se unió a su sufrimiento, que no le era ajeno (eran quizá los primeros mártires de Cristo), e hizo así fecundo su propio padecer.

También nuestro corazón cristiano ha de mostrarse sensible al sufrimiento ajeno. Compadecerse. Socorrer. O al menos, consolar. Como alguien dijo -y con razón- “si podéis curar, curad; si no podéis curar, calmad; si no podéis calmar, consolad”. Siempre estaremos en grado de ofrecer un poco de consuelo y también de rezar por los que sufren.

El dolor de haber perdido al Niño.

¡Cómo sufre una madre cuando se le ha perdido su niño! Sufre angustiada por la incertidumbre. ¿Dónde estará? ¿cómo estará? ¿le habrá pasado algo? ¿estará en peligro? ¿le habrá atropellado un coche? ¿lo habrán raptado? ¿estará llorado desconsolado porque no nos encuentra? Todo eso pasaría por la mente de María. Y más cosas aún: ¿y si lo ha atrapado algún pariente de Herodes que lo buscaba para matarlo? Así son las madres y su amor por sus hijos...

Pues imaginemos a María. La más sensible de la madres, la más responsable, la más cuidadosa... Y resulta que no encuentra a su Hijo. Es motivo más que suficiente para angustiarla terriblemente. Aparte de que no era un hijo cualquiera. A María se le ha extraviado el Mesías. Se le ha perdido Dios... ¡Qué apuro el de María!

¡Qué tres días de angustiosa incertidumbre, de verdadera congoja! ¿Habrá dormido María esos días? Seguro que no. Desde luego que no durmió. ¿Cómo va a dormir una madre que tiene perdido a su hijo? Pero sí rezó y mucho. Sí confió en Dios. Sí ofreció su sufrimiento con amor porque era Dios el que permitía esa situación.

No termina todo aquí. A todo esto siguió otro dolor, y quizá aún mayor que el anterior. La incompresible e inesperada respuesta de Jesús: “¿porqué me buscabais...?” ¡Qué efecto habrán causado esas palabras en el corazón de su Madre, María...!

Tratemos de meternos en el corazón de una madre o de un padre en esas circunstancias. Llevan tres días y tres noches buscando angustiados a su Hijo. Temiéndose lo peor. Y de repente, lo encuentran tan contento, sentadito en medio de la flor y nata intelectual de Jerusalén, dándoles unas lecciones de catecismo y de Sagrada Escritura... Y además, les responde de esa manera...

Es verdad, por una parte, sentirían un gran alivio: “¡ahí está! ¡está bien! ¡por fin lo hemos encontrado!” Pero, acto seguido, cuenta el evangelio, María tuvo la reacción normal de una madre: “Hijo, mío. ¿Por qué nos has hecho esto?” (se merecía una regañina, aunque fuera leve).Y por otra parte, asegura el evangelista que “ellos no comprendieron la respuesta que les dio”. El dolor de esa incomprensión calaría hondo en el alma de sus padres.

Y María, en vez de enfadarse con el crío (con perdón y todo respeto), no dijo nada. Lo sufrió todo en su corazón y lo llevó todo a la oración. Quién sabe si en la intimidad de su alma ya comenzaría a comprender que Cristo no iba a poder estar siempre con Ella. Que su misión requeriría un día la inevitable separación...

A veces en nuestra vida puede sucedernos algo parecido. De repente Cristo se nos esconde. “Desaparece”. Y entonces puede invadirnos la angustia y el desasosiego. Sí, a veces Dios nos prueba. Se nos pierde de vista. ¿Qué hacer entonces? Lo mismo que María. Buscarlo sin descanso. Sufrir con paciencia y confianza. Orar. Actuar nuestra fe y amor. Esperar la hora de Dios. Él no falla, volverá a aparecer.

Otras veces el problema es que nosotros olvidamos con quién deberíamos ir. Dejamos de lado a Cristo. Nos escondemos de El. Nos sorprendemos buscándonos sólo a nosotros mismos y nuestras cosillas. Y, claro, nos perdemos. Incluso nos atrevemos a echárselo en cara a Cristo, teniendo nosotros la culpa. Aquí la solución es otra. Hay que salir de sí mismo. Volver a buscar a Cristo. Volver a mirarlo y ponerse a amarlo de nuevo.

El dolor de la separación y la primera soledad.

Llegó el día. Después de pasar treinta años juntos. Treinta años de experiencias inolvidables, vividos en ese ambiente tan increíblemente divino y a la vez tan increíblemente humano de Nazaret. Treinta años de silencio, trabajo, oración, alegría, entrega mutua, amor. Treinta años de familia unida y maravillosa.

¡Qué momento aquel! ¡Lástima de video para volver a verlo enterito ahora...! Fue temprano. Muy de mañana. En el pueblo, dormido aún, nadie se enteró de lo que estaba ocurriendo. Pocas palabras. Abundantes e intensos sentimientos. “Adiós, Hijo. Adiós, madre...” 

Todos hemos intuido lo que pasa por el corazón de una madre en una despedida así. Lo hemos visto quizá en los ojos de nuestra madre en alguna ocasión...

María volvió a casa con el corazón oprimiéndosele un poco a cada paso. Y al entrar, fue la primera vez que sintió que la casa estaba sola. Experimentó esa terrible sensación de saber que ya no se oirían en la casa otros pasos que suyos; que ningún objeto cambiaría de sitio, a menos que Ella misma lo moviese.

La soledad es una de las penas más profundas de los seres humanos, pues hemos nacido para vivir en compañía de los demás. ¡Qué dura fue la soledad de María, después de estar con quien estuvo y por tanto tiempo! Sí, la soledad de la Virgen comenzó mucho antes del Viernes Santo y duró mucho más...

María también supo vivir ese sufrimiento de la separación y de la soledad con amor, con fe, con serenidad interior. Adhiriéndose obediente a la voluntad de Dios. Ofreciéndolo por ese Hijo suyo que comenzaba su vida pública y que tanto iba a necesitar del sostén de sus oraciones y sacrificios.

Necesitamos, como María, ser fuertes en la soledad y en las despedidas. Fuertes por el amor que hace llevadero todo sacrificio y renuncia. Fuertes por la fe y la confianza en Dios. Fuertes por la oración y el ofrecimiento.


El dolor del vía crucis y la pasión junto a su Hijo.

La tradición del viacrucis recoge una escena sobrecogedora: Jesús camino del calvario, con la cruz a cuestas, se encuentra con su Madre. ¡Qué momento tan extraordinariamente duro para una madre! ¿Lo habremos meditado y contemplado lo suficiente?

¡Que fortaleza interior la de María! ¡Qué temple el de su delicada alma de mujer fuerte! ¡Qué locura de amor la suya! Sabía de lo duro que sería seguir de cerca a su Jesús camino del calvario (eso hubiera quebrado el ánimo a muchas madres). Pero decide hacerlo. Y lo hace. Su amor era más fuerte que el miedo al dolor atroz que le producía presenciar la suerte ignominiosa de Jesús. Ella tenía conciencia de que había llegado el momento en el que la espada de dolor se hendiría despiadada en su corazón. Era contemplar la pasión y muerte de su propio Hijo. No se esconde para no verlo. Ahí estaba. Muy cerca y en pie.

Contemplemos por un instante ese encuentro entre Hijo y Madre. Ese cruzarse silencioso de miradas. Ese vaivén intensísimo de dolor y amor mutuo. Qué insondables sentimientos inundarían esos dos corazones igualmente insondables. Ambos salieron confirmados en el querer de Dios con una confianza en Él tan infinita y profunda como su mismo dolor.

Nuestra vida a veces también es un duro viacrucis. No suframos sin sentido, con mera resignación. Busquemos, por la cuesta de nuestro calvario, esa mirada amorosa y confortante de María, nuestra Madre. Ahí estará Ella siempre que queramos encontrarla. Ahí estará acompañándonos y dispuesta a consolarnos y a compartir nuestros padecimientos. Mirémosla. “La suave Madre -afirma Luis M. Grignion de Montfort- nos consuela, transforma nuestra tristeza en alegría y nos fortalece para llevar cruces aún más pesadas y amargas”.

María en la pasión y junto a la cruz de su Hijo se sintió crucificar con Él. Así describe Atilano Alaiz los sentimientos de la Madre ante el Hijo: “Los latigazos que se abatían chasqueando sobre el cuerpo del Hijo flagelado, flagelaban en el mismo instante el alma de la Madre; los clavos que penetraban cruelmente en los pies y en las manos del Hijo, atravesaban al mismo tiempo el corazón de la Madre; las espinas de la corona que se enterraban en las sienes del Hijo, se clavaban también agudamente en las entrañas de la Madre. Los salivazos, los sarcasmos, el vinagre y la hiel atormentaban simultáneamente al Hijo y a la Madre”.

El dolor de la muerte de su Hijo.

Terrible episodio. Una madre que ve morir a su Hijo. Que lo ve morir de esa manera. Que lo ve morir en esas circunstancias...

Nunca podremos ni remotamente sospechar lo que significó de dolor para su corazón de Madre el contemplar, en silencio, la pasión y muerte de su Hijo. Ella, su Madre. Ella, que sabía perfectamente quién era Él. Ella que humanamente habría querido anunciar a voz en grito la nefanda tragedia de aquel gesto deicida, en un intento de arrancar a su Hijo de la manos de sus verdugos. Ella, que en último término habría preferido suplantar a su Jesús... Ella tuvo que callar, y sufrir, y obedecer. Esa era la voluntad de Dios. Y con el corazón sangrante y desgarrado, de pie ante la cruz, María repitió una vez más, sin palabras, en la más pura de las obediencias, “hágase tu voluntad”.

¡Hasta dónde tuvo que llegar María en su amor de Madre! ¿De verdad no habrá amor más grande que el de dar la propia vida? Alguien se ha atrevido a decir que sí; que sí hay un amor más grande. Casi como corrigiendo al mismo Cristo, alguien ha osado afirmar que sí lo hay y ha escrito esto:

“... porque el padecer, el morir, no son la cumbre del amor, porque no son el colmo del sacrificio. El colmo del sacrificio está en ver morir a los seres amados. La más alta cumbre del amor, cuando, por ejemplo, se trata de una madre, no está en dar la propia vida a Jesucristo, sino en darle la vida del hijo. Lo que una mujer, una madre debe padecer en un caso semejante, jamás lengua humana podrá decirlo; compréndese únicamente que, para recompensar sacrificios tales, no será demasiado darles una dicha eterna, con sus hijos en sus brazos” (Mons. Bougaud).

Son una y la misma la cumbre del amor y la cumbre del dolor. Y en lo alto de esa cumbre, el ejemplo de nuestra Madre brilla ahora más luminoso aún. ¡Qué pequeños somos a su lado! ¿Qué son nuestras ridículas cruces frente a ese colmo de su sacrificio? ¡Qué raquítico es tantas veces nuestro amor ante esa cima de su amor! ¡Quién supiera amar así!


Dolor ante el descendimiento de la cruz y la sepultura de Jesús.

Otra escena conmovedora. Jesús muerto en los brazos de su Madre que lloraba su muerte. No cabe duda, aunque cueste creerlo. Está muerto. Él, que era el Hijo del Altísimo. Él, que era el Salvador de Israel. Él, cuyo reino no tendría fin. Él, que era la Vida. Él está muerto.

Dura prueba para la fe de María. Su Hijo, el destinatario de todas esas promesas, yace ahora cadáver en su regazo. En el alma de María se irguió una oscura borrasca que amenazaba apagar la llama de su fe aún palpitante. Pero su fe no se extinguió. Siguió encendida y luminosa.

¡Qué fuerte es María! Es la única que ha sostenido en sus brazos todo el peso de un Dios vivo y todo el peso de un Dios muerto (que era su Hijo). Hemos de pedirle a Ella que aumenta nuestra fe. Que la proteja para que no sucumba ante las tempestades que nos asaltan en la vida amenazando aniquilarla.



El dolor de una nueva soledad.

¡Qué días también aquellos antes de la resurrección! Su Hijo entonces no estaba perdido. Estaba muerto ¡Qué soledad tan diversa de aquella, tras la despedida de Nazaret, hacía tres años! Es la soledad tremenda que deja la muerte del último ser querido que quedada a nuestro lado.

Así la describía Lope de Vega con gran realismo: “Sin esposo, porque estaba José / de la muerte preso; / sin Padre, porque se esconde; / sin Hijo, porque está muerto; / sin luz, porque llora el sol; / sin voz, porque muere el Verbo; / sin alma, ausente la suya; / sin cuerpo, enterrado el cuerpo; / sin tierra, que todo es sangre; / sin aire, que todo es fuego; / sin fuego, que todo es agua; / sin agua, que todo es hielo...”

Pero ni la fe, ni la confianza, ni el amor de María se vinieron abajo ante esa nueva manifestación incomprensible de la voluntad de Dios. Creyendo, confiando y amando Ella supo esperar la mayor alegría de su vida: recuperar a su Jesús para siempre tras la resurrección.

Aprendamos de María a llenar el vacío de la soledad que nos invade tras la muerte de nuestros seres queridos. Llenarlo con lo único que puede llenarlo: el amor, la fe y la esperanza de la vida futura.



VIAJE AL PURGATORIO


Autor: Máximo Álvarez Rodríguez | Fuente: Catholic.net 
Viaje al Purgatorio
Si, como decía la canción para entrar en el cielo no es preciso morir, para saber lo que es el Purgatorio tampoco

 Viaje al Purgatorio


Seguramente muchos se preguntarán a ver qué es eso del Purgatorio, y tal vez lleguen a pensar que es un invento de los curas o una creencia de la gente de antes, pasada de moda. Digamos, antes de nada, que la existencia del Purgatorio es un dogma de fe y que en la práctica el pueblo cristiano siempre ha demostrado creer en él. No se explicaría de otra manera la asidua costumbre rezar por los muertos.

En muchas de nuestras iglesias aparecen cuadros o relieves que intentan de alguna manera reflejar el tormento de las almas del Purgatorio, envueltas en llamas, suspirando por llegar a Dios, pero con una gran diferencia de las representaciones del infierno. En todo caso, es normal que nos preguntemos por qué ha de existir un purgatorio.

Todos somos conscientes de que en esta vida hay personas muy buenas que se sacrifican por los demás, que son todo un ejemplo de generosidad, paciencia, fe... y que tampoco faltan quienes se dedican a abusar de los demás, a explotarlos, gente egoísta, soberbia, cruel... Algo nos dice que tiene que hacerse justicia en el momento de la muerte, de modo que no sea indiferente ser bueno o malo. Todas las religiones hablan de premio o castigo. Es verdad que los cristianos creemos en la misericordia de Dios y por ello, aunque exista la posibilidad de la condenación eterna, nos parece acorde con el amor de Dios que exista un castigo merecido de carácter temporal. Eso es el Purgatorio, una especie de tormento purificador que no es eterno.

Las representaciones artísticas del Purgatorio y del Infierno difieren enormemente: mientras en el infierno sólo se ven rostros de desesperación y diablos y bichos raros, en las que hacen referencia al Purgatorio está también representado Dios, la Virgen María y el Cielo; aparecen rostros doloridos, pero no desesperados. Y nada de diablos. Ya sabemos que éstas imágenes, más bien propias de otras épocas, son sencillamente maneras de ayudarnos a entender una realidad mucho más profunda. No hace falta ningún lugar para sufrir, sino que es suficiente el tormento del alma.

Aunque haya personas, entre las que se incluyen santos canonizados, que dicen haber entrado en contacto con las almas del Purgatorio, no es esa nuestra experiencia. Pero sí que podemos partir de algunas experiencias de esta vida para intentar comprender un poco esta posibilidad de tener que sufrir después de la muerte. Si hay alguno que no cree en estas cosas le diremos que allá él, pero que sepa que algún día, tal vez no muy lejano, podrá enterarse por sí mismo.

Veamos. El ser humano es fundamentalmente el mismo antes y después de la muerte. Se supone que muchas de las experiencias de esta vida han de tener bastante parecido con la vida futura. Aquí y allí el hombre busca la felicidad, aquí y allí puede sufrir, aquí y allí necesita amar y ser amado. Vistas así las cosas se entiende aquello de que el fuego del Infierno y el fuego del Purgatorio sea el mismo que el fuego del Cielo.

Empecemos por el fuego del Cielo. Es el fuego del amor. Si una persona está profundamente enamorada se dice que su corazón arde en deseos de encontrarse con la persona amada, y no puede encontrar mayor felicidad que en sentirse unido a esa persona. Así y no de otra manera es el amor de Dios. "La alegría que encuentra el esposo con su esposa la encontrará tu Dios contigo", nos dice Isaías.

Ahora bien, supongamos que una persona muy enamorada le hace a su amante una faena tan grande que pierde para siempre su amor, al tiempo que sigue enamorada. Eso sería el infierno: descubrir toda la belleza del amor de Dios y perderlo para siempre. Es la situación desesperada de quien experimenta un terrible remordimiento sin posibilidad de vuelta atrás, tanto más amargo cuanto mayor es el amor que siente. Ojalá nadie tenga que vivir esta situación y que el infierno no pase de ser una posibilidad nunca hecha realidad.

Pero supongamos que un marido muy enamorado ofende a su esposa, o viceversa, de tal manera que la persona ofendida no decide cortar definitivamente, pero sí durante una temporada. De momento le deja. Seguro que quien se ha portado mal siente un enorme remordimiento pesar, y que se le hacen largos los días esperando volver a encontrarse con su amor.

En los tres casos, cielo, infierno y purgatorio, se trata de haber descubierto el fuego del amor de Dios, disfrutando de él, perdiéndolo para siempre o sufriendo mientras se espera algún día gozar de él.

Si en esta vida todo el mundo trata de evitar la cárcel, aunque sea por un breve período de tiempo, también merece la pena evitar la cárcel del Purgatorio. Sin embargo con frecuencia vivimos de forma bastante irresponsable. No se trata de negar la misericordia de Dios, sino de su incompatibilidad con el pecado. Si un amigo nos invita a una boda no se nos ocurre ir sucios y mal olientes, por mucha confianza que tengamos con él. No hace falta que nadie nos lo recuerde. Cuando, tras la muerte, seamos conscientes de la belleza de Dios y la fealdad de nuestro pecado, nosotros mismos comprenderemos la necesidad de purificarnos.

Si, como decía la canción "para entrar en el cielo no es preciso morir", para saber lo que es el Purgatorio tampoco. ¡Cuántas veces se pasa por él en esta misma vida! Por eso en los momentos de sufrimiento deberíamos tener en cuenta aquello de que no hay mal que por bien no venga. Aceptemos el dolor del cuerpo y del alma como una purificación de nuestros pecados.

NUESTRA SEÑORA DE LOS DOLORES, 15 DE SEPTIEMBRE


Autor: Tere Fernández | Fuente: catholic.net 
Nuestra Señora de los Dolores
Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares, 15 de septiembre

 Nuestra Señora de los Dolores


Memoria de Nuestra Señora de los Dolores, que de pie junto a la cruz de Jesús, su Hijo, estuvo íntima y fielmente asociada a su pasión salvadora. Fue la nueva Eva, que por su admirable obediencia contribuyó a la vida, al contrario de lo que hizo la primera mujer, que por su desobediencia trajo la muerte.

Los Evangelios muestran a la Virgen Santísima presente, con inmenso amor y dolor de Madre, junto a la cruz en el momento de la muerte redentora de su Hijo, uniéndose a sus padecimientos y mereciendo por ello el título de Corredentora.

La representación pictórica e iconográfica de la Virgen Dolorosa mueve el corazón de los creyentes a justipreciar el valor de la redención y a descubrir mejor la malicia del pecado.

Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. 



Un poco de historia 

Bajo el título de la Virgen de la Soledad o de los Dolores se venera a María en muchos lugares. La fiesta de nuestra Señora de los Dolores se celebra el 15 de septiembre y recordamos en ella los sufrimientos por los que pasó María a lo largo de su vida, por haber aceptado ser la Madre del Salvador.

Este día se acompaña a María en su experiencia de un muy profundo dolor, el dolor de una madre que ve a su amado Hijo incomprendido, acusado, abandonado por los temerosos apóstoles, flagelado por los soldados romanos, coronado con espinas, escupido, abofeteado, caminando descalzo debajo de un madero astilloso y muy pesado hacia el monte Calvario, donde finalmente presenció la agonía de su muerte en una cruz, clavado de pies y manos. 

María saca su fortaleza de la oración y de la confianza en que la Voluntad de Dios es lo mejor para nosotros, aunque nosotros no la comprendamos. 

Es Ella quien, con su compañía, su fortaleza y su fe, nos da fuerza en los momentos de dolor, en los sufrimientos diarios. Pidámosle la gracia de sufrir unidos a Jesucristo, en nuestro corazón, para así unir los sacrificios de nuestra vida a los de Ella y comprender que, en el dolor, somos más parecidos a Cristo y somos capaces de amarlo con mayor intensidad. 




¿Que nos enseña la Virgen de los Dolores? 

La imagen de la Virgen Dolorosa nos enseña a tener fortaleza ante los sufrimientos de la vida. Encontremos en Ella una compañía y una fuerza para dar sentido a los propios sufri-mientos. 

Cuida tu fe: 

Algunos te dirán que Dios no es bueno porque permite el dolor y el sufrimiento en las personas. El sufrimiento humano es parte de la naturaleza del hombre, es algo inevitable en la vida, y Jesús nos ha enseñado, con su propio sufrimiento, que el dolor tiene valor de salvación. Lo importante es el sentido que nosotros le demos. 

Debemos ser fuertes ante el dolor y ofrecerlo a Dios por la salvación de las almas. De este modo podremos convertir el sufrimiento en sacrificio (sacrum-facere = hacer algo sagrado). Esto nos ayudará a amar más a Dios y, además, llevaremos a muchas almas al Cielo, uniendo nuestro sacrificio al de Cristo. 




Oración: 

María, tú que has pasado por un dolor tan grande y un sufrimiento tan profundo, ayúdanos a seguir tu ejemplo ante las dificultades de nuestra propia vida. 

sábado, 13 de septiembre de 2014

CONSAGRACIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA


CONSAGRACIÓN A LA SANTÍSIMA VIRGEN MARÍA 

¡Oh María, Virgen poderosa y Madre de misericordia, Reina del cielo y refugio de los pecadores!

¡Oh María, Virgen poderosa y Madre de misericordia, Reina del cielo y refugio de los pecadores!, nos consagramos a vuestro Inmaculado Corazón.

Os consagramos nuestro ser y toda nuestra vida; todo cuanto tenemos, todo lo que amamos, todo lo que somos. 

A Vos, nuestros cuerpos, nuestros corazones, nuestras almas. 

A Vos, nuestros hogares, nuestras familias, nuestra Patria. 

Queremos que todo, en nosotros y en torno nuestro, os pertenezca, y participe de los beneficios de vuestras maternales bendiciones. Y, para que esta consagración sea verdaderamente eficaz y duradera, renovamos hoy, a vuestros pies, ¡oh María!, las promesas de nuestro bautismo y de nuestra primera Comunión. 

Nos obligamos a profesar siempre y valerosamente las verdades de la Fe, a vivir como católicos, enteramente sumisos a todas las normas del Papa y de los Obispos en comunión con él. 

Nos obligamos a observar los mandamientos de Dios y de la Iglesia, en particular la santificación del Domingo. Nos obligamos a introducir en nuestra vida, en lo posible, las consoladoras prácticas de la Religión cristiana, sobre todo la Sagrada Comunión.

 Os prometemos, finalmente, ¡oh gloriosa Madre de Dios y tierna Madre de los hombres!, consagrarnos de todo corazón al servicio de vuestro culto bendito, a fin de apresurar y asegurar, por el reinado de vuestro Corazón Inmaculado, el reinado del Corazón de vuestro adorable Hijo, en nuestras almas y en todas las almas, en nuestra Nación y en todo el universo, así en la tierra como en el cielo. Así sea.

ORACIÓN A LA VIRGEN MARÍA: LA ESPERANZA


LA ESPERANZA

Oh excelsa Madre de Dios y Esperanza de los mortales! Sabedor de que habéis recibido la misión divina de guardar, guiar, alegrar y consolar a las almas, a Vos acudo con inquebrantable fe e ilimitada confianza. 

Vuestro título de Madre de la Esperanza me alienta sobremanera; vuestro nombre ya es prenda de buena acogida; vuestra misión es seguridad de otorgamiento. 

Seguro de que vuestros brazos se abren en todo momento con solicitud maternal, en ellos me arrojo. De Ti todo lo espero. 

Aun cuando todo el mundo me abandone, aun cuando la ciencia me desahucie, aun cuando el Cielo oculte sus celajes, aun cuando Dios no oyera ya mis ruegos, aun cuando las tinieblas envolvieran mi alma, aun cuando todo el camino se me cerrara, y sin luz, sin calor, sin fuerza, sin aliento, sin sostén alguno ni humano ni divino, estuviera por hundirme en el abismo de la desesperación, a vuestro amparo me acojo. 

Vos no me abandonaréis, oh Madre mía; Vos fuistéis, sois y seréis, después de Jesús, toda mi esperanza. 

En Vos confié y en Vos confío contra toda esperanza y seguro estoy que no quedaré confundido. 

¡Oh Madre buena y poderosa, oh Madre de la Esperanza! 
mirad mi aflicción y necesidad, dadme consuelo, escuchad mi plegaria. Por Jesucristo tu Hijo, nuestro Señor. Amen

UNA PALABRA QUE HACE MARAVILLAS


Autor: Ignacio Sarre Guerreiro | Fuente: Catholic.net 
Una palabra que hace maravillas
Cada día es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un "sí" lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas.


Una palabra que hace maravillas

Fiat. Hágase. Con esta palabra Dios creó el mundo, con todas sus maravillas. La tierra y el cielo, los astros, las aguas, las plantas, los animales, el hombre. Y vio que era bueno (cf. Gn 1). El hombre canta con el salmista al contemplar la creación: ¡Grandes y admirables son tus obras Señor! Esta primera creación, Dios la realizó sin depender de nadie. Por amor lo quiso así y creó con su libre voluntad. 

Al hombre lo creó a su imagen y semejanza (Gn 1, 26), y le dio el don de la libertad. Lo hizo capaz de responder "sí" o "no" a su voz. Y el hombre pecó, se dejó engañar por la serpiente y le volvió la espalda a su Dios. Entonces, de nuevo movido por el amor, Dios emprendió la obra de una nueva creación, una segunda creación: decidió salvar al hombre del pecado. Tanto amó Dios al mundo que le entregó a su Hijo único (Jn 3, 16). 

El fiat de María fue la segunda la segunda creación, la obra redentora del hombre, provoca en nosotros un asombro aún mayor que la primera. Porque ahora Dios no quiso actuar por sí solo, aunque podía hacerlo así. Prefirió contar con la colaboración de sus creaturas. Y entre ellas, la primera de la que quiso necesitar fue María. ¡Atrevimiento sublime de Dios que quiso depender de la voluntad de una creatura! El Omnipotente pidió ayuda a su humilde sierva. Al "sí" de Dios, siguió el "sí" de María. Nuestra salvación dependió en este sentido de la respuesta de María. 

San Lucas, en el capítulo 1 de su Evangelio, traza algunas características del asentimiento de la Virgen. Un fiat progresivo, en el que el primer paso es la escucha de la palabra. El ángel encontró a María en la disposición necesaria para comunicar su mensaje. En la casa de Nazaret reinaban la paz, el silencio, el trabajo, el amor, en medio de las ocupaciones cotidianas. Después la palabra es acogida: María la interioriza, la hace suya, la guarda en su corazón. Esa palabra, aceptada en lo profundo, se hace vida. Es una donación constante, que no se limita al momento de la Anunciación. Todas las páginas de su vida, las claras y las oscuras, las conocidas y las ocultas, serán un homenaje de amor a Dios: un "sí" pronunciado en Nazaret y sostenido hasta el Calvario. El fiat de María es generoso. No sólo porque lo sostuvo durante toda su vida, sino también por la intensidad de cada momento, por la disponibilidad para hacer lo que Dios le pedía a cada instante.

Como Dios quiso necesitar de María, ha querido contar con la ayuda que nosotros podemos prestarle. Como Dios anhelaba escuchar de sus labios purísimos Hágase en mí según tu palabra (Lc 1, 38), Dios quiere que de nuestra boca y de nuestro corazón brote también un "sí" generoso. Del fiat de María dependía la salvación de todos los hombres. Del nuestro, ciertamente no. Pero es verdad que la salvación de muchas almas, la felicidad de muchos hombres está íntimamente ligada a nuestra generosidad.

Cada día es una oportunidad para que nosotros también pronunciemos un fiat lleno de amor a Dios, en las pequeñas y grandes cosas. Siempre decirle que sí, siempre agradarle. El ejemplo de María nos ilumina y nos guía. Nos da la certeza de que aunque a veces sea difícil aceptar la voluntad de Dios, nos llena de felicidad y de paz.



Cuando Dios nos pida algo, no pensemos si nos cuesta o no. Consideremos la dicha de que el Señor nos visita y nos habla. Recordemos que con esta sencilla palabra: fiat, sí, dicha con amor, Dios puede hacer maravillas a través de nosotros, como lo hizo en María.

SEÑOR, EN TI ESPERO





Señor, en Ti espero

Aumenta mi esperanza
Confío, Señor, y me abandono
en Tu Providencia y Misericordia;
creo en Tu gracia,
que santifica y renueva,
que reconcilia y sana.

Espero, Señor, que me salves,
porque eres poderoso;
Tu prometes y cumples,
Te arriesgas y logras.
Espero en Tu fidelidad,
admiro tu lealtad,
confío en Tu bondad.

En Ti, Señor, tengo esperanza,
no por algo que vendrá,
sino por Alguien dentro de mí:
Tú, mi única esperanza.
Señor, en Ti espero,
aumenta mi esperanza.

Amén.

viernes, 12 de septiembre de 2014

HOY ES LA FIESTA DEL SANTÍSIMO NOMBRE DE MARÍA, LUZ QUE ILUMINA LOS CIELOS Y LA TIERRA



Hoy es la Fiesta del Santísimo Nombre de María, 
luz que ilumina los cielos y la tierra


Cada 12 de septiembre se celebra el Nombre de María. “El nombre de María, que significa Señora de la luz, indica que Dios me colmó de sabiduría y luz, como astros brillantes, para iluminar los cielos y la tierra”, le dijo la Virgen a Santa Matilde.

Este hecho, en el que la Madre de Dios le revela el significado de su nombre a la santa, fue recogido por San Luis María de Monfort, gran propagador de la devoción mariana, en el libro “El secreto admirable del Santísimo Rosario”.

En el Nuevo Testamento, fue el Evangelista Lucas quien dio el nombre de la doncella que sería la Madre del Salvador: “… El nombre de la virgen era María” (Lc. 1, 27).

Es por ello que desde los primeros cristianos hasta nuestros días se le ha honrado con toda clase de títulos porque el “nombre” representa a la “persona”, así como nos lo dice el Catecismo de la Iglesia Católica (2158):

“El nombre de todo hombre es sagrado. El nombre es la imagen de la persona. Exige respeto en señal de la dignidad del que lo lleva”.

He aquí una de las tantas razones de esta importante fiesta.


Fuente: Aciprensa

ORACIÓN PARA INVOCAR EL NOMBRE DE MARÍA


Oración para invocar el nombre de María.

¡Madre de Dios y Madre mía María! Yo no soy digno de pronunciar tu nombre; pero tú que deseas y quieres mi salvación, me has de otorgar, aunque mi lengua no es pura, que pueda llamar en mi socorro tu santo y poderoso nombre, que es ayuda en la vida y salvación al morir. ¡Dulce Madre, María! haz que tu nombre, de hoy en adelante, sea la respiración de mi vida. 

No tardes, Señora, en auxiliarme cada vez que te llame. Pues en cada tentación que me combata, y en cualquier necesidad que experimente, quiero llamarte sin cesar; ¡María! Así espero hacerlo en la vida, y así, sobre todo, en la última hora, para alabar, siempre en el cielo tu nombre amado: 

“¡Oh clementísima, oh piadosa, oh dulce Virgen María!” ¡Qué aliento, dulzura y confianza, qué ternura siento con sólo nombrarte y pensar en ti! 

Doy gracias a nuestro Señor y Dios, que nos ha dado para nuestro bien, este nombre tan dulce, tan amable y poderoso. Señora, no me contento con sólo pronunciar tu nombre; quiero que tu amor me recuerde que debo llamarte a cada instante; y que pueda exclamar con san Anselmo:
 “¡Oh nombre de la Madre de Dios, tú eres el amor mío!” Amada María y amado Jesús mío, que vivan siempre en mi corazón y en el de todos, vuestros nombres salvadores. 

Que se olvide mi mente de cualquier otro nombre, para acordarme sólo y siempre, de invocar vuestros nombres adorados. Jesús, Redentor mío, y Madre mía María, cuando llegue la hora de dejar esta vida, concédeme entonces la gracia de deciros: “Os amo, Jesús y María; Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía”.

Amén.

EL ESPÍRITU SANTO Y LA VIRGEN MARÍA



Autor: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Retiros y homilías del Padre Nicolás Schwizer 
Espíritu Santo y María
El Padre Nicolás nos invita a reflexionar sobre la relación entre el Espíritu Santo y la Virgen María.


Espíritu Santo y María

Quisiera meditar con Uds. algunos momentos en la vida de María.

La Encarnación. No hay duda de que la vida de la Sma. Virgen estaba, desde su inicio, bajo la fuerte influencia del Espíritu de Dios. La Virgen es la “Todasanta” porque desde el primer momento de su existencia fue “sagrario del Espíritu Santo”.

Pero su gran encuentro con el Espíritu fue la Anunciación del ángel que culminó con la encarnación. Allí María tuvo su primer Pentecostés: “El Espíritu Santo descenderá sobre ti y el Poder del Altísimo te cubrirá con su sombra” (Lc 1, 35). A partir de ese acontecimiento, Ella es llamada sagrario, tabernáculo, santuario del Espíritu. Con ello se indica la inhabitación del Espíritu Santo en María de un modo del todo singular y superior al de los demás cristianos. Como en todo ser humano, el Espíritu de santidad quiere actuar en la Virgen y a través de Ella. 

Pero aquí hay algo más, algo nuevo y único: el Espíritu Santo quiere actuar junto con la Virgen. ¿Y para qué? Quiere unirse y atarse a María para que de Ella nazca Jesucristo, el Hijo de Dios. Y quiere que la Sma. Virgen diga su Sí totalmente voluntario y libre, para entregarse al Espíritu de Dios, para convertirse en Madre de Dios.

Su crecer en el orden del Espíritu. No debemos pensar que la Virgen haya entendido todo desde el primer momento. Evidentemente comprendió mucho más que nosotros. Porque tenía, como dice Santo Tomas de Aquino, la luz profética que le regaló un conocimiento mayor de las cosas de Dios. 

Sin embargo, como ser humano, Ella crecía en sabiduría y desarrollaba su entendimiento a lo largo de la vida. Por eso dice el Padre Kentenich, fundador del Movimiento de Schoenstatt, que María iba adentrándose crecientemente en el orden del Espíritu. 

¿Y que quiere decir eso? María tenía que ir comprendiendo, paso a paso, lo que quería Jesús y lo que debía hacer Ella a su lado. Tenía que entrar progresivamente en ese mundo de su Hijo Divino, en el que sólo el Espíritu Santo podía introducirla. 
En diálogo con el Espíritu de Dios, tenía que recorrer su propio camino de fe. Pensemos en la pérdida de Jesús, al cumplir los doce años. Cuan difícil fue para Ella cuando su Hijo los abandonó y después les dijo:

“¿No saben que tengo que preocuparme de los asuntos de mi padre?” (Lc 2, 49). Como agrega el texto, María no entendió lo que Jesús acababa de decirles. Pero seguramente se dio cuenta de que su Hijo llevaba en su interior otro mundo, el mundo del Padre, en el cual también Ella tenía que adentrarse de un modo más perfecto.
Otro momento difícil surgió en las bodas de Cana. “Mujer, Tú no piensas como yo: todavía no ha llegado mi hora” (Jn 2.4). El pensar de María es todavía muy humana: quiere ayudar a los novios en su necesidad. Jesús mira más allá, piensa en su gran Hora, la hora de la Cruz. Y, sin embargo, cumple el deseo de su Madre.

Y cuando llegó la gran Hora, sobre el monte Calvario, ya callan en Ella los deseos y necesidades naturales. Todo queda sujeto a la voluntad del Padre. Ya no quiere otra cosa que cumplir perfectamente con su rol en el plan de salvación.

Cumbre de ese insertarse en el orden del Espíritu fue la espera de Pentecostés. Allí María se convirtió en instrumento perfecto del Espíritu Santo. Condujo a los apóstoles y discípulos a la sala del Cenáculo. Les transmitió su anhelo profundo por el Espíritu Divino. E imploró con ellos la fuerza de lo alto sobre toda la Iglesia reunida. 

En Pentecostés se colmó su ansia por el Espíritu de Dios. Allí quedó completamente compenetrada y transformada por El. Ya en su vida tuvo un cuerpo espiritualizado, es decir, transformado por el Espíritu, de modo que no podía ser destruido. Y así ya quedó preparada para su último y definitivo paso: la asunción en cuerpo y alma al cielo.

Creo que también en nuestra propia vida debe existir un insertarnos paulatinamente en el orden del Espíritu. 



Preguntas para la reflexión
1. ¿ Cómo cultivo mi relación con el ES?
2. ¿Sentimos cómo el Espíritu Santo nos capta e introduce en el mundo de Dios?
3. ¿Es la Virgen mi compañera en la oración?

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