viernes, 15 de mayo de 2015

ENSEÑANZAS DE LA IGLESIA SOBRE LA VIRGEN MARÍA



Enseñanzas de la Iglesia sobre la Virgen María
María, Madre de Dios

Profesión de fe mariana y desagravio en la voz de sus Padres y Doctores, y del Magisterio. 


Por: Jorge Sernani Panópulos e Ignacio García Llorente | Fuente: Orden de María Reina



MARÍA FUE, ES, Y SERÁ


El honor de la Santa Madre de Dios fue muchas veces ultrajado a través de los siglos cristianos. Esas ofensas tuvieron indefectiblemente el rechazo de la Iglesia, y, en mayor o menor medida, el condigno desagravio.

También en nuestros tiempos es afrentada María Santísima, con afrentas más feroces, seguramente en razón de ser éstos “sus tiempos” según lo afirmaron los Sumos Pontífices, cuando Ella está mostrando su Realeza y Señorío al mundo. Por otra parte, los ataques actuales revisten sin duda más gravedad porque simultáneamente se ignoran –se minimizan o silencian- sus grandezas, y se pretende olvidar el lugar que Dios le diera en los tiempos y en la eternidad.

Por esos desgraciados motivos, cumpliendo con el sagrado deber de defender su honor, por voluntad de Nuestro Señor Jesucristo, y según la consigna dada solemnemente por el Papa Pablo VI en estos tiempos aciagos, de “mantener bien alto el nombre y el honor de María” (21 de nov. de 1964, clausura de la IIIª sesión del Concilio Vaticano II); y consecuentes con la afirmación del Cardenal Luigi Ciappi OP, teólogo papal de los Sumos Pontífices Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI, Juan Pablo I y Juan Pablo II, cuando decía que “la obra maestra del supremo Artífice, cual es la Madre de Dios, es un Misterio de belleza espiritual, de prerrogativas y glorias tan sublime que únicamente la luz de la Divina Revelación es capaz de manifestárnoslo dignamente."

Por tanto debemos buscar esos rayos de luz superior en el Magisterio de la Iglesia y en la Tradición, para concentrarnos en la imagen de la “úmile et alta piú che creatura” -la más humilde y más alta criatura- (Dante).

Impulsados por el deseo de que sean recordadas, meditadas y difundidas las enseñanzas de la Iglesia sobre la Virgen María, en la voz de sus Padres y Doctores, y del Magisterio, para desagravio de su Corazón Inmaculado,presentamos las siguientes confesiones:


María Santísima fue predestinada por el Altísimo desde toda la eternidad 

El inefable Dios, cuya conducta es misericordia y verdad, cuya voluntad es omnipotencia y cuya sabiduría alcanza de límite a límite con fortaleza y dispone suavemente todas las cosas, habiendo previsto desde toda la eternidad la ruina lamentabilísima de todo el género humano, que había de provenir de la transgresión de Adán, y habiendo decretado, con plan misterioso escondido desde la eternidad, llevar a cabo la primitiva obra de su misericordia, con plan todavía más secreto, por medio de la encarnación del Verbo, para que no pereciese el hombre impulsado a la culpa por la astucia de la diabólica maldad y para que lo que iba a caer en el primer Adán fuese restaurado más felizmente en el Segundo, eligió y señaló, desde el principio y antes de los tiempos, una Madre, para que su unigénito Hijo, hecho carne de Ella, naciese, en la dichosa plenitud de los tiempos, y en tanto grado la amó por encima de todas las criaturas, que en sola Ella se complació con señaladísima benevolencia. (Beato Pío IX, Const. Ap. Ineffabilis Deus, 8 de diciembre de 1854).

El Altísimo la predestinó desde la eternidad para Madre del Verbo encarnado. Por eso entre las maravillas de los tres órdenes, de naturaleza, de gracia y de gloria, la distinguió de forma tal que con razón entiende la Iglesia que se refiere a María el oráculo divino: “Yo salí de la boca de Dios como la primogénita y más privilegiada criatura”.(León XIII).

Y dice San Bernardo: “El Ángel fue enviado a María...” María no fue hallada por casualidad, sino elegida desde el principio de los tiempos, preconizada y preparada para Sí por el Altísimo, custodiada por los Ángeles, preseñalada a los Patriarcas, prometida por los profetas.


María Santísima fue concebida sin pecado

La Santísima Virgen María fue preservada inmune de toda mancha de culpa original, en el primer instante de su concepción, por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo, Salvador del género humano. (ibídem, definición dogmática).
María, toda hermosa e inmaculada, trituró la venenosa cabeza de la cruelísima serpiente, y trajo la salud al mundo (ibidem)
Los Padres y escritores de la Iglesia, adoctrinados por las divinas enseñanzas, jamás (habían dejado) de llamar a la Madre de Dios o lirio entre espinas, o tierra absolutamente intacta, virginal, sin mancha , inmaculada, siempre bendita, y libre de toda mancha de pecado, de la cual se formó el nuevo Adán; o paraíso intachable, vistosísimo, amenísimo de inocencia, de inmortalidad y de delicias, por Dios mismo plantado y defendido de toda intriga de la venenosa serpiente; o árbol inmarchitable, que jamás carcomió el gusano del pecado; o fuente siempre limpia y sellada por la virtud del Espíritu Santo; o divinísimo templo o tesoro de inmortalidad, o la única y sola Hija no de la muerte, sino de la vida, germen no de la ira, sino de la gracia, que, por singular providencia de Dios, floreció siempre vigoroso de una raíz corrompida y dañada, fuera de las leyes comúnmente establecidas.

Ella es la Inmaculada Concepción. De este modo se llamó a SÍ misma en Lourdes, con el nombre que le había dado Dios desde la eternidad: sí, desde toda la eternidad la escogió con este nombre, para ser la Madre de su Hijo, el Verbo Eterno (Juan Pablo II, 10 de febrero de 1979.)


María Santísima es la Toda Santa, de santidad perfecta 

Proclamamos que la inmunidad de María “de toda mancha de pecado original” no fue más que la aureola radiante, no velada por niebla alguna de culpa ni inclinación a ella en su larga jornada sobre la tierra. (Card. Luigi Ciappi OP, teólogo de la Casa Pontificia durante los últimos cinco pontificados).

Dios colmó a María tan maravillosamente de todos los celestiales carismas, sacada del tesoro de la divinidad, muy por encima de los Ángeles y santos, que Ella, absolutamente siempre libre de toda mancha de pecado, y toda hermosa y perfecta, manifestó la plenitud de inocencia y santidad, que no se concibe en modo alguno mayor, después de Dios, y nadie puede imaginar fuera de Dios.

Y por cierto era convenientísimo que brillase siempre adornada de los resplandores de la perfectísima santidad y que reportase un total triunfo de la antigua serpiente, enteramente inmune aún de la misma mancha de la culpa original. (Beato Pío IX Ineffabilis Deus)

Esta sobreabundancia de la gracia –el más eminente de todos sus privilegios innumerables- es lo que eleva a la Virgen muy por encima de todos los hombres y de todos los Ángeles, y la aproxima más a Cristo que cualquier otra criatura- (León XIII, Encíclica Magna Dei Matris, 8 de sept. de 1892).

Por eso con San Efrén nos dirigimos a Cristo y exclamamos: Sólo Tú y tu Madre tenéis la gracia de la perfecta belleza, porque no hay mancha en Ti ni mancha hay en tu Madre, y a Ella cantamos con el fervor de los maronitas: ¡Oh azucena espléndida y rosa de delicada fragancia, el aroma de tu santidad perfumó toda la tierra, ruega para seamos el agradable aroma de Cristo y lo extendamos por toda la tierra! (Misa Maronita).


María Santísima es verdadera Madre de Dios

La gloriosa Virgen María es Madre de Dios, pues dio a luz según la carne al Verbo de Dios encarnado (Concilio de Éfeso, definición dogmática).

María fue predestinada en la mente de Dios antes que toda criatura, para que, Virgen castísima entre todas las mujeres, engendrase de su propia carne al mismo Dios, y Reina del Cielo después de su Hijo, reinase gloriosa sobre todo lo creado (San Bernardino de Siena).

María es Aquélla a quien el Eterno confirió la plenitud de su gracia y elevó a tan excelsa dignidad. Y sabemos que de esta divina maternidad procede su gracia singularísima y su dignidad suprema después de Dios, y, en cuanto a que es su Madre, posee una cierta dignidad infinita, por ser Dios un bien infinito (Sto Tomás de Aquino).

Sabemos que Ella, por ser Madre de Dios, posee una excelencia superior a la de todos los Ángeles, aún a la de los serafines y querubines. Sabemos que por ser Madre de Dios es purísima y santísima, tanto que después de Dios no puede imaginarse mayor pureza y santidad. Sabemos que por ser Madre de Dios cualquier privilegio concedido a cualquier santo en el orden de la gracia santificante, lo posee María mejor que nadie (Cornelio a Lápide, Pío XII). porque Dios enriqueció con dones correspondientes a tal oficio a Ella, la Toda Santa, que fue como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura (Vaticano II).

Y al consagrar y fecundar su virginidad, el Espíritu Santo la transformó en el Aula del Rey, Templo y Tabernáculo del Señor, Arca de la Alianza, Arca de la Santificación (Pablo VI, Marialis Cultus).



María Santísima es Templo y Sagrario de la Santísima Trinidad

María es la excelente obra maestra del Altísimo, de la cual Él se ha reservado el conocimiento y la posesión (San Bernardino). Ella es la Madre Admirable del Hijo, Jesucristo, que la ama en su Corazón Sacratísimo más que a todos los Ángeles y los hombres, Ella es la fuente sellada y la Esposa fiel del Espíritu Santo, en la que no hay quien entre sino Él.

Ella es el Santuario y reposo de la Santísima Trinidad, donde Dios está más magnífica y divinamente que en ningún otro lugar del Universo, sin exceptuar su morada sobre los querubines y serafines (San Luis María Grignion de Montfort).

Confesamos que María es la Hija del divino Padre, la Madre del Verbo divino, y la Esposa del Espíritu Santo, la llena de gracia, de virtud y de dones celestiales, templo purísimo de la Santísima Trinidad. (Beato Pío IX, Oración a Nuestra Señora de la Piedad)

Por eso decimos con los santos: María es el grande y divino mundo de Dios, donde hay bellezas y tesoros inefables. Ella es la magnificencia del Altísimo, donde Él ha escondido, como en su seno, a su Hijo único, y en Él todo lo que hay de más excelente y precioso. (San Luis María G. de M).


Que María Santísima es Madre nuestra

Confesamos también la dulce y suave verdad de que habiendo dado a luz al Redentor del género humano, María es también Madre benignísima de todos nosotros, hermanos de su Hijo, que peregrinamos y nos debatimos entre angustias y luchamos contra el pecado hasta que seamos llevados a la patria feliz (Pío XI, Enc.Lux Veritatis, 25 de dic. De 1931).

En la hora última de su vida pública, cuando otorgaba el Testamento de la Nueva Alianza y lo sellaba con su Sangre divina, Jesús confió su Madre al discípulo amado, con estas dulcísimas palabras: He ahí a tu Madre (León XIII, Augustíssimae), Nadie estará en grado de alcanzar el sentido (pleno) de estas palabras del Evangelio de San Juan, sino el que como él, repose en el pecho de Jesús, y reciba de Jesús a María para que sea su Madre, puesto que todo el que es perfecto, ya no vive él mismo, sino que en él vive Cristo (Orígenes, siglo III).

En la persona de Juan, según el constante sentir de la Iglesia, Cristo ha designado a todo el género humano, pero más especialmente a los que están unidos en la fe (León XIII, Adjutricem populi).

Y porque es nuestra Madre nos confiamos completamente a su bondad y misericordia, animados del vivo deseo de imitar sus bellísimas virtudes y le hacemos donación entera e irrevocable de todo nuestro ser. Le pedimos nos conceda su maternal protección por todo el curso de nuestra vida, y particularmente en la hora de la muerte. (San Juan Bosco).


María Santísima es Madre y Reina de la Iglesia

María Santísima es Madre de la Iglesia, es decir de todo el pueblo de Dios, tanto de los fieles como de los pastores que la llaman Madre amorosa. (proclamación de Paulo VI, 21 de nov. de 1964, clausura de la 3ª sesión del Vaticano II).

María, constituida por Jesucristo en Madre de todos los hombres cuando la designó en la persona de Juan a todo el género humano, recibió con espíritu generoso ese singular y trabajoso legado, comenzando a cumplir su elevada misión en el Cenáculo. Ella fue ayuda y sostén de la Iglesia naciente por la santidad de su ejemplo, la autoridad de sus consejos, la dulzura de su consuelo, y la eficacia de sus plegarias ferventísimas. Desde entonces se mostró verdaderamente Madre de la Iglesia, y fue verdadera Maestra y Reina de los Apóstoles, a los cuales hizo partícipes de los divinos oráculos que conservaba en su Corazón (León XIII).

La importancia del principio mariano de la Iglesia ha sido evidenciada, después del Concilio, por el Papa Juan Pablo II, coherentemente con su lema: Totus tuus. En su enfoque espiritual y en su incansable ministerio se puso de manifiesto a los ojos de todos la presencia de María como Madre y Reina de la Iglesia (Benedicto XVI, 25 de marzo de 2006). El Santo Padre agrega al título de Madre, el de Reina, conforme al sentir de la Tradición, expresado por San Antonio de Padua, llamado el Doctor Evangélico, y repetido por el llamado Doctor Mariano San Alfonso María de Ligorio: Dios ha puesto su toda la Iglesia no sólo bajo el patrocinio, sino bajo el dominio de Nuestra Señora (San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María)

Con Pablo VI la invocamos: Tú Socorro de los obispos, protege y asístelos en su misión apostólica. Asiste a todos los que colaboran con ellos: sacerdotes, religiosos y seglares. Acuérdate del pueblo cristiano que se confía a Ti. Mira con ojos benignos a nuestros hermanos separados y dígnate unirlos, Tú que has engendrado a Cristo, puente de unión entre Dios y los hombres.

Haz que toda la Iglesia pueda elevar al Dios de las misericordias el majestuoso himno de alabanza y agradecimiento, de gozo y de alegría, puesto que grandes cosas ha obrado el Señor por medio de Ti, ¡oh clemente, oh piadosa, oh dulce Virgen María! (Pablo VI, oración luego de la proclamación).


María Santísima es la Virgen perfecta y perpetua

En la plenitud de los tiempos, la Bienaventurada Virgen María concibió virginalmente, del Espíritu Santo, al Verbo de Dios, engendrado desde antes de todos los siglos por Dios Padre, y que sin pérdida de su integridad le dio a luz, conservando indisoluble su virginidad después del parto (Definición dogmática, Concilio de Letrán). Como lo había profetizado Ezequiel: María es la puerta oriental del templo, que no fue abierta ni se abrirá jamás, y el Señor, sin abrirla, la traspasó.(Ez 44, 1-4 ).

Fue Virgen no sólo de cuerpo, sino también de espíritu (San Ambrosio). Por ello nos complacemos en aclamarla como Virgen perpetua y perfecta, antes del parto, en el parto y después del parto (Paulo IV, 1555). Como lo expresan –con delicadeza y belleza- los sagrados íconos del Oriente, en los que la Virgen Santísima aparece con tres estrellas en su Manto, una sobre el hombro derecho, otra sobre la frente, y la tercera sobre el hombro izquierdo: La Aciparthénos, La siempre Virgen: antes, durante y después del parto.

El Nacimiento de Jesucristo fue milagroso. Por lo tanto, no quebrantó su virginidad, antes la consagró (Vaticano II, Lumen Gentium) porque el Señor Niño salió de su Purísimo seno como un rayo de sol traspasa un cristal, sin romperlo ni mancharlo, afirmaron Padres y doctores, expresión que quedó para siempre al asumirla el Catecismo de San Pío X, y así lo proclama la Liturgia (lex orandi, lex credendi; la ley de la oración es la ley de la fe): “Sicut sidus radium, profert virgo filium, pari forma” (Como un rayo del cielo, de manera semejante, da a luz la virgen al Hijo).

¡Milagroso! Entre júbilo da María a luz a un Niño, que es más antiguo que la creación, y no yace agotada y pálida por los dolores del parto. María da a luz a su Niño no entre dolores, sino entre alegrías (Obispo Zenón de Verona, contemporáneo de San Ambrosio).

Y de esa enseñanza de fe de la Iglesia de veinte siglos, se desprende que el parto virginal de María se cumplió no sólo sin molestias ni dolores por ser la Inmaculada de Dios, sino en un éxtasis y entre fulgores celestiales. Como pinta el Nacimiento del Mesías el gran Fray Luis de León: En resplandores de santidad del vientre y de la aurora.

Y agrega Kattum: El parto virginal se asemeja al Nacimiento del Verbo de Dios del seno del Padre: luz de luz ( Y repite la expresión del Catecismo: el rayo de sol que atraviesa el cristal)

Así nos lo dicen también los relatos unánimes de los místicos de todos los tiempos. ¿Es que podía nacer de otra forma el Hijo de Dios?

San Antonio de Padua, el Doctor Evangélico, nos completa la enseñanza de la Iglesia sobre el misterio de la Madre Virgen: En María hubo un doble alumbramiento: en su cuerpo y en su espíritu. Dio a luz a Jesús con alegría y sin dolor. Y al pie de la cruz, traspasada su alma de compasión, engendró para el cielo, entre sufrimientos inexplicables, a todos los cristianos.


María Santísima, al término de su vida terrena, fue Asunta en cuerpo y alma a los Cielos

La Inmaculada Madre de Dios, la siempre Virgen María, terminado el curso de su vida terrestre fue asunta en cuerpo y alma a la gloria celestial. (Pío XII, 1º de nov. de 1950, Const. Ap. Munificientíssimus Deus, definición dogmática).

Y al creer, con todo el fervor de nuestra fe, en ésa su asunción triunfal en alma y cuerpo al cielo, donde es aclamada Reina por todos los coros de los Ángeles y por toda la legión de los santos, nos unimos a ellos para alabar y bendecir al Señor, que la ha exaltado sobre todas las demás criaturas, y para ofrecerle el aliento de nuestra devoción y de nuestro amor. (Pío XII, oración después de la proclamación dogmática).

Dice el Señor: Yo llenaré de gloria el solio de mis pies. Los pies del Señor significan aquí su humanidad. Y el solio de la humanidad del Señor fue la Bienaventurada Virgen María, de quien asumió la Humanidad, solio que glorificó tal día como hoy, pues la exaltó sobre los coros de los Ángeles.

Claramente con esto se tiene que la Bienaventurada Virgen fue trasladada en cuerpo, porque fue el solio de los pies del Señor, por lo de aquello del salmo: “Oh Señor, levántate y ven al lugar de tu morada, tú y el arca de tu santificación” Se levantó el Señor, cuando se remontó a la diestra del Padre. Se levantó el arca de su santidad, cuando en este día, la Virgen Madre fue arrebatada al tálamo celeste (San Antonio de Padua, sermón de la Asunción citado por Pío XII en la Constitución Dogmática).

En María el alumbramiento ha guardado intacta su virginidad, y cuando abandona la vida, su cuerpo es conservado, y lejos de desaparecer se convierte en un tabernáculo más puro y más divino sobre el que la muerte no ejerce más poder, y que subsiste por los siglos de los siglos. Era justo que así como Dios había descendido hacia Ella, Ella fuera elevada a un tabernáculo más alto y más precioso, el mismo cielo. Era necesario que Ella que había dado asilo en su seno al Verbo de Dios, fuera colocada en los divinos tabernáculos de su Hijo. Era necesario que siendo la Esposa elegida por Dios viviese en la morada del cielo (San Juan Damasceno).


María Santísima fue constituida Corredentora junto al Redentor

Por la naturaleza de su obra, el Redentor debió asociar a su Madre a su obra. Por esta razón la invocamos con el titulo de Corredentora. Ella nos dio al Salvador, lo acompañó en la obra de la Redención hasta la Cruz misma, compartiendo con Él los dolores de la agonía y de la muerte en la que Jesús consumó la Redención de la humanidad. Y muy unida a Él, en los últimos momentos de su vida, Ella fue proclamada por el Redentor como nuestra Madre, como la Madre de todo el Universo. (Pío XI, Alocución a los peregrinos de Vicenza, 30 de nov. de 1933). Porque como dice San Buenaventura: Tal como Adán y Eva fueron los destructores de la raza humana, así Jesús y María fueron sus reparadores.

Cuando María se ofreció a Dios completamente, junto a su Hijo en el templo, ya participaba con Él de la dolorosa expiación a favor del género humano. Es, por tanto cierto, que Ella participó en las mismas profundidades de su alma con sus más amargos sufrimientos y con sus tormentos. Finalmente fue ante los ojos de María que se consumó el divino Sacrificio, para el cual había dado a luz y criado a la víctima (León XIII, Enc. Jucunda semper, 1894).

Ella estuvo en el Calvario por divina disposición. En comunión con su Hijo doliente y agonizante, soportó el dolor y casi la muerte, abdicó sus derechos de Madre sobre su Hijo para conseguir la salvación de los hombres y para apaciguar la ira divina, y en cuanto de Ella dependía, inmoló a su Hijo (Benedicto XV, Carta Apostólica Inter. Sodalicia, 22 de mayo de 1918)).

A consecuencia de esa unión en el sufrimiento e intención existente entre Cristo y María, ella mereció ser dignamente la reparadora del mundo perdido y, por ende, la dispensadora de todos los favores que Jesús nos adquirió con su muerte y con su sangre. Ella nos merece “de congruo”, como dicen, lo que Cristo nos mereció “de condigno” (San Pío X, Enc. Ad diem Illum, 1904).

Porque en ese sacrificio había dos altares, uno en su Corazón, otro en el Cuerpo de Cristo. Cristo inmolaba su Cuerpo, Ella inmolaba su alma (Juan Pablo II). Por ello la reconocemos como la Corredentora del linaje humano (León XIII, San Pío X, Benedicto XV, Pío XI, Pío XII, Juan Pablo II).


María Santísima es la Medianera de todas las Gracias 

María es justamente invocada como la Mediadora de las Gracias (Juan Pablo II, 17 de sept. de 1989 discurso en Orte, Italia)

¡María es la Dispensadora de las Gracias de Dios! (Oficio de los Griegos) Ella fue llamada por la augustísima Trinidad para intervenir en todos los misterios de la misericordia y del amor, y fue constituida Dispensadora de todas las gracias. (San Pío X).

María es la Tesorera y Dispensadora de las misericordias de Dios, Y su Purísimo Corazón está repleto de caridad, de dulzura y de ternura para con nosotros pecadores. (Beato Pío IX, oración a Nuestra Señora de la piedad).

Ella recibe totalmente la oculta gracia del Espíritu y ampliamente la distribuye. La Madre es la dispensadora y dispensadora de todos los maravillosos dones increados del divino Espíritu (Teófano de Nicea).

Mi Santísima Señora, Madre de Dios, llena de gracia, Vos sois la gloria de nuestra naturaleza, el canal de todos los bienes, la Reina de todas las cosas después de la Trinidad, la Mediadora del mundo después del Mediador; Vos sois el puente que une la tierra con el cielo, la llave que nos abre las puertas del paraíso, nuestra Abogada, nuestra Mediadora. Mirad mi fe, mirad mis piadosos anhelos y acordaos de vuestra misericordia y de vuestro poder (San Efrén).


María Santísima es la Abogada del pueblo de Dios

Esta Virgen excelsa, que es Madre de vuestro Juez y vuestro Dios, ésta es la Abogada del género humano, idónea, que puede cuanto quiere delante de Dios; sapientísima, que sabe todos los modos de aplacarle; universal, que a todos acoge y no rehusa defender a ninguno (Santo Tomás de Villanueva)

María es nuestra Abogada, que por ser la Madre de Jesús, jamás deja de ser oída (San Buenaventura) Acercándose Ella al trono de su Divino Hijo, como Abogada pide, como Esclava ora, y como Madre manda (Pío VII, Breve “Tanto studio”19 de febrero de 1805).

Con el Beato Juan XXIII nos emocionamos al invocarla: Oh María, Tú ruegas con nosotros. Lo sabemos. Lo sentimos. ¡Oh, qué realidad más deliciosa, qué gloria más soberana ! (Juan XXIII, Diario de un alma)

Y a Ella clamamos según el sentir más profundo de la Iglesia:

Señora, lo que pueden obtener las intercesiones de todos los santos unidos con Vos, bien puede obtenerlo vuestra intercesión sola, sin ayuda de ellos.

Y ¿por qué Vos sola sois tan poderosa? Porque Vos sola sois la Madre de nuestro salvador, Vos la Esposa de Dios, Vos la Reina Universal del cielo y de la tierra.

Si Vos no habláis por nosotros, ningún santo abogará a favor nuestro. Pero si Vos oráis, todos los santos tendrán empeño en orar por nosotros y socorrernos (San Anselmo).

Tú eres tan poderosa delante de Dios, que, como canta Dante Alighieri, quien deseando la gracia, no recurre a Ti, pretende volar sin alas (Pío XII).

¡Ea pues Señora, Abogada nuestra, vuelve a nosotros esos tus ojos misericordiosos, y muéstranos a Jesús, fruto bendito de tu vientre! (Salve Regina).



María Santísima es la Omnipotencia Suplicante

El Papa de la paz, Benedicto XV, exclamaba: ¡Te hemos tomado por nuestra Patrona, porque Tú, la Virgen Madre, entre muchos títulos gloriosos, con razón has recibido el de Omnipotencia Suplicante!

Leemos en las Glorias de María, del Doctor Mariano San Alfonso María de Ligorio: Tanto os ha ensalzado el Señor, Virgen Santa, que, con su favor, podéis obtener a vuestros devotos todas las gracias posibles; porque vuestra protección es omnipotente, añade Cosme de Jerusalén.

Sí, omnipotente es María –añade Ricardo de San Lorenzo- porque según las leyes, de los mismos privilegios gozan las reinas que los reyes. Siendo pues, igual el poder del Hijo y de la Madre, por ser omnipotente el Hijo, ha hecho omnipotente a la Madre- Y explica San Alfonso: El Hijo es omnipotente por naturaleza, la Madre es omnipotente por gracia, y en tal modo es verdad de cuanto pide la Madre nada le niega el Hijo, como le fue revelado a Santa Brígida, la cual entendió que Jesús, hablando un día con su Madre, le dijo así: Madre mía, ya sabes cuánto te amo, pídeme cuanto quieras, pues sea lo que fuera, tus ruegos no pueden ser desoídos, y es delicada la razón que alega: Madre, cuando vivías en la tierra nada te negaste de hacer por amor mío, ahora que estamos en el cielo es razón que yo nada me niegue a hacer de lo que Tú quieres. Se llama pues omnipotente María en el modo que puede entenderse una criatura, la cual no es capaz de un atributo divino. Así Ella es omnipotente porque con sus ruegos puede cuanto quiere (San Alfonso María de Ligorio, Las Glorias de María)

María, situada a la derecha de su unigénito Hijo, Nuestro Señor Jesucristo, alcanza con sus valiosísimos ruegos maternales, y encuentra lo que busca, y no puede quedar decepcionada (Beato Pío IX, Ineffabilis Deus).

María tiene, en su calidad de Madre del Altísimo un poder igual a su querer. Ella no puede dejar de ser atendida porque Dios condesciende en todo y por todo al querer de su buena Madre. Ella nos salvará por sus plegarias, la inteligencia es incapaz de concebir el poder de su intercesión. (San Germán de Constantinopla).

Por eso dice San Bernardo: ¿Tienes que acudir al Padre, busca al Mediador que es Jesús. ¿Pero es que también temes a Éste? Pues acude a María, que siempre es escuchada por la reverencia de Madre.


María Santísima es Auxiliadora y Socorro para todos sus hijos

María es refugio segurísimo de todos los que peligran, fidelísima auxiliadora y poderosísima mediadora y conciliadora de todo el orbe de la tierra ante su unigénito Hijo; Ella, gloriosísimo ornato de la Iglesia santa, firmísimo baluarte que destruyó siempre todas las herejías, y libró siempre de las mayores calamidades de todas clases a los fieles y a las naciones. (Beato Pío IX, Ineffabilis deus)
Ella siempre ha librado al pueblo cristiano de las calamidades, los enemigos y la muerte. Su auxilio ha sido continuo, oportunísimo según la variedad de los tiempos, y lleno de maravillosa suavidad (Beato Pío IX).

Oh María, ¡Tú eres verdaderamente espléndida Auxiliadora de los Cristianos! Acudimos a Ti, a fin de que seas propicia a muestras plegarias, y otórganos el implorado socorro, Tú que también mereciste ser llamada nuestro Socorro (León XIII).


María Santísima es la Señora del Santísimo Sacramento

María es Nuestra Señora del Santísimo Sacramento (San Pedro Julián Eymard, San Pío X). A Ella debemos rendir muchas acciones de gracias, pues el Cuerpo de Cristo que Ella engendró y llevó en su seno, que envolvió en pañales, que alimentó con solicitud materna, es el mismo Cuerpo que recibimos en el altar. No hay palabras humanas que sean capaces de alabarla dignamente porque de Ella tomó su carne el Mediador entre Dios y los hombres.

Cualquier honor que le pudiésemos dar, está por debajo de sus méritos, ya que Ella nos ha preparado en su castísimo seno la Carne inmaculada que alimenta nuestras almas. Eva comió un fruto que nos privó del eterno festín, y María nos presenta otro que nos abre la puerta del banquete celestial (San Pedro Damián).

Cuando, en la Visitación, llevó en su seno el Verbo hecho carne, se conviertió de algún modo en «tabernáculo» –el primer «tabernáculo» de la historia– donde el Hijo de Dios, todavía invisible a los ojos de los hombres, se ofrece a la adoración de Isabel, como «irradiando» su luz a través de los ojos y la voz de María. María y Eucaristía son inseparables. Por eso, el recuerdo de la Virgen en el celebración eucarística es unánime, ya en la antigüedad, en las Iglesias de Oriente y Occidente. (Juan Pablo II, Ecclesia de Eucaristía, Jueves Santo del 2004)


María Santísima es Reina y Señora de todo lo creado

Cristo es Señor de todo por haber creado todas las cosas, y Ella es Señora de todas esas cosas porque las ha elevado a su dignidad original por la Gracia que mereció (discípulo de San Anselmo, citado por Pío XII en su Enc. Ad Coeli Reginam). Pero Cristo, además de ser Señor y Rey por naturaleza, lo es por conquista y María fue asociada a Él en esta conquista que es la redención (Pío XII, ibídem).

Cristo quiso que María compartiera la pena de la Pasión para que así Ella pueda ser la Madre de todos mediante la recreación. Ella fue su ayudadora en la Redención por su compasión. Y así como todo el mundo está sujeto a Dios por su suprema pasión, así está sujeto a la Señora de todos por su compasión (San Alberto Magno).

Su mismo nombre, María, significa Señora, proclamada así por los Padres y los Santos en la tradición, desde antiguo (Pío XII, Ad Coeli Reginam)

Ella fue siempre aclamada por la Iglesia como Señora de todos los cristianos (Gregorio II, Séptimo Concilio Ecuménico). María es la Dueña, Dominadora y Señora de todo ( Padres y Santos, citados por Pío XII):

María es la Reina que está a la diestra del Rey, vestida con mantos dorados, muy engalanada, con esa frase bíblica comienza la Divina Liturgia de San Juan Crisóstomo.

María Santísima es Reina de los Ángeles, de los Patriarcas, de los Profetas, de los Apóstoles, de los Mártires, de los Confesores, de las Vírgenes, y de todos los Santos (Letanías Lauretanas).

Ella, gloria de los profetas y los apóstoles, y honra de los mártires, alegría y corona de todos los santos; (Beato Pío IX, Ineffabilis Deus). Ella es Nuestra Gloriosa Señora (Benedicto XV, Gloriosa Domina).


María Santísima es la Reina del Sacratísimo Rosario, el arma invencible de todos los tiempos

Tan pronto se instituyó el Rosario, inmediatamente penetró en todas las clases de la sociedad y se divulgó en todas partes. Y el pueblo cristiano que tiene variadas maneras de honrar a la Virgen, siempre lo prefirió especialmente y se lo ofreció pública y privadamente, en casas y en familias formando comunidades, dedicándole altares y realizando procesiones puesto que en el Rosario se encierra y compendia el culto que se le debe. (León XIII)

El Rosario produce siempre nuevos y dulces frutos de piedad (León XIII). Creemos que Ella misma, como Celestial Reina ha concedido gran eficacia a tal modo de orar por el hecho de que haya sido introducido y propagado –inspirado por Ella- por el glorioso Santo Domingo en tiempos sumamente adversos al cristianismo, semejantes a los nuestros, como arma poderosísima para desbaratar a los enemigos de la fe (León XIII).

Numerosos signos muestran como María ejerce también hoy, a través de esta oración, su solicitud materna para con todos sus hijos. En los últimos dos siglos, María, la Madre de Cristo, ha hecho notar su presencia y su voz para exhortar al Pueblo de Dios a recurrir al Rosario (Juan Pablo II). Por eso el amado San Pío de Pietralcina nos dejó este testamento: “Rezad y haced rezar el Rosario, amad y haced amar a María”.


María Santísima es Reina del mundo, de la familia y de la Paz

María Santísima fue coronada por el Papa Pío XII como Reina del mundo y de la Paz, en la Capelinha de Fátima y en el icono Salud del pueblo romano. Reina de la Paz fue proclamada por Benedicto XV, y Reina de la Familia por Juan Pablo II. A Ella rogamos por el mundo, por la paz y por la familia.

La Virgen Nuestra Señora, Regina Mundi, Regina Pacis, está repitiendo por el mundo, el seguro camino de la paz y los medios para obtenerla del cielo, dado que tan poco se puede confiar en los medios humanos: El Rosario en familia y la imitación de la Sagrada Familia de Nazaret; el amor al prójimo con la oración y el sacrificio, por la concordia de las clases sociales; y el retorno a la vida cristiana, la paz con Dios y el respeto por la ley eterna, por la construcción de la paz mundial.

Ponemos nuestras esperanzas en la poderosísima intercesión de la Virgen, invocándola incesantemente para que se digne adelantar la hora en que de un extremo al otro de la tierra se cumpla el himno angélico: ¡Gloria a Dios en las alturas, y paz a los hombres de buena voluntad! (Pío XII)


María Santísima es nuestra Madre y Reina en sus innumerables títulos, y que la veneramos en infinidad de iconos e imágenes

A María Santísima alabamos y rogamos en las santísimas imágenes de toda la redondez de la tierra en templos y Capillas como en las casas de familia, y sobre todo en los magníficos iconos del Oriente Cristiano, y en las imágenes prodigiosas y milagrosas que se veneran en Occidente, muchas de ellas coronadas por los Sumos Pontífices y los obispos.

María Santísima es Rosa Mística del paraíso (León XIII). Ella es Salud para los cuerpos afligidos y atormentados por las enfermedades, Salud también para las almas, Salud de cada uno de nosotros sus hijos, y de todo el pueblo cristiano, al que le ha manifestado su defensa y protección en las desgracias y calamidades (Pío XII).

Ella es Nuestra Señora del Perpetuo Socorro (Icono milagroso de la Pasión) la Madre de la Divina Providencia, la Sede de la Sabiduría y la Causa de nuestra Alegría, (Letanías Lauretanas).

A Ella suspiramos, gimiendo y llorando en este valle de lágrimas (Salve Regina): como Consuelo de los afligidos, Refugio de los pecadores, y Auxilio de los Cristianos (Letanías Lauretanas), porque por Ella lleva a todos los enfermos el remedio, luce para los que viven en tinieblas el sol de justicia y es áncora y puerto segurísimo para cuantos sufren los embates de la


Que Dios manifestó su voluntad de instaurar en el mundo la devoción a su Corazón Inmaculado

Así lo expresó en Fátima la Señora del Rosario, y así lo creyeron e impulsaron muchos cristianos encabezados por los Sumos Pontífices.

El Corazón de María, la Madre de Dios y Madre nuestra, es el Corazón amabilísimo, objeto de las complacencias de la Adorable Trinidad y digno de toda la veneración y ternura de los Ángeles y los hombres, el corazón más semejante al de Jesús, cuya imagen más perfecta es María; Corazón lleno de bondad y en gran manera compasivo de nuestras miserias! (Pío VII, 18 de agosto 1807).

El Purísimo Corazón de María es tierno, sensibilísimo, solícito, generoso, compasivo, amantísimo, afligido, angustiado, zarandeado, fatigado, martirizado, atravesado, amargado (Pío VII, 14 de enero de 1815).

Nada se ha de temer, de nada hay que desesperar, si la Virgen Santa nos guía, patrocina, favorece y protege, pues tiene un Corazón maternal, y ocupada de nuestra salvación se preocupa de todo el linaje humano.(Beato Pío IX).

Por eso renovamos y ratificamos en nuestros corazones y hogares, la consagración al Inmaculado Corazón de María, que en respuesta a sus llamados de Fátima, realizaron los Papas Pío XII, Pablo VI y Juan Pablo II, y rogamos que se acelere la ahora de su triunfo, y del triunfo del Reino de Dios (Pío XII, 13 de mayo de 1946),
 

jueves, 14 de mayo de 2015

MEDITACIONES DIARIAS DE LA VIRGEN MARÍA: FLORECILLAS A MARÍA DÍA 14 DE MAYO DEL 2015


Flor del 14 de mayo: Trono de Sabiduría

Meditación: “Quien me obedece no quedará avergonzado” (Eclesiástico 24,22). María llevó nueve meses en su Seno a La Sabiduría misma. De allí que sea Su Trono, siempre La sirvió y obedeció Sus designios. Por eso Ella es nuestra mejor consejera, oigamos y obedezcamos todo lo que nos ha mostrado y enseñado.

Oración: ¡Oh Madre de Dios, oh Madre del Salvador, oh Madre de la Sabiduría!. Haz que siempre obedezcamos la Voz de Dios, haciendo Su Santa Voluntad hoy. Amén.

Decena del Santo Rosario (Padrenuestro, diez Avemarías y Gloria).

Florecilla para este día: Hagamos silencio interior y meditemos para discernir lo que realmente nos pide el Señor.

miércoles, 13 de mayo de 2015

EL TERCER SECRETO DE FÁTIMA



El Tercer Secreto de Fátima

¿Cómo debemos entender la visión, qué hay que pensar de la misma? 


Por: Joseph Card. Ratzinger | Fuente: www.vatican.va



Quien lee con atención el texto del llamado tercer "secreto" de Fátima, que tras largo tiempo, por voluntad del Santo Padre, viene publicado aquí en su integridad, tal vez quedará desilusionado o asombrado después de todas las especulaciones que se han hecho. No se revela ningún gran misterio; no se ha corrido el velo del futuro. Vemos a la Iglesia de los mártires del siglo apenas transcurrido representada mediante una escena descrita con un lenguaje simbólico difícil de descifrar. ¿Es esto lo que quería comunicar la Madre del Señor a la cristiandad, a la humanidad en un tiempo de grandes problemas y angustias? ¿Nos es de ayuda al inicio del nuevo milenio? O más bien ¿son solamente proyecciones del mundo interior de unos niños crecidos en un ambiente de profunda piedad, pero que a la vez estaban turbados por las tragedias que amenazaban su tiempo? ¿Cómo debemos entender la visión, qué hay que pensar de la misma?


Revelación pública y revelaciones privadas - su lugar teológico

Antes de iniciar un intento de interpretación, cuyas líneas esenciales se pueden encontrar en la comunicación que el Cardenal Sodano pronunció el 13 de mayo de este año al final de la celebración eucarística presidida por el Santo Padre en Fátima, es necesario hacer algunas aclaraciones de fondo sobre el modo en que, según la doctrina de la Iglesia, deben ser comprendidos dentro de la vida de fe fenómenos como el de Fátima. La doctrina de la Iglesia distingue entre la «revelación pública» y las «revelaciones privadas». Entre estas dos realidades hay una diferencia, no sólo de grado, sino de esencia.

El término «revelación pública» designa la acción reveladora de Dios destinada a toda la humanidad, que ha encontrado su expresión literaria en las dos partes de la Biblia: el Antiguo y el Nuevo Testamento. Se llama «revelación» porque en ella Dios se ha dado a conocer progresivamente a los hombres, hasta el punto de hacerse él mismo hombre, para atraer a sí y para reunir en sí a todo el mundo por medio del Hijo encarnado, Jesucristo. No se trata, pues, de comunicaciones intelectuales, sino de un proceso vital, en el cual Dios se acerca al hombre; naturalmente en este proceso se manifiestan también contenidos que tienen que ver con la inteligencia y con la comprensión del misterio de Dios. El proceso atañe al hombre total y, por tanto, también a la razón, aunque no sólo a ella. Puesto que Dios es uno solo, también es única la historia que él comparte con la humanidad; vale para todos los tiempos y encuentra su cumplimiento con la vida, la muerte y la resurrección de Jesucristo. En Cristo Dios ha dicho todo, es decir, se ha manifestado así mismo y, por lo tanto, la revelación ha concluido con la realización del misterio de Cristo que ha encontrado su expresión en el Nuevo Testamento.

El Catecismo de la Iglesia Católica, para explicar este carácter definitivo y completo de la revelación, cita un texto de San Juan de la Cruz: «Porque en darnos, como nos dio a su Hijo, que es una Palabra suya, que no tiene otra, todo nos lo habló junto y de una vez en esta sola Palabra...; porque lo que hablaba antes en partes a los profetas ya lo ha hablado todo en Él, dándonos al Todo, que es su Hijo. Por lo cual, el que ahora quisiese preguntar a Dios, o querer alguna visión o revelación, no sólo haría una necedad, sino que haría agravio a Dios, no poniendo los ojos totalmente en Cristo, sin querer cosa otra alguna o novedad» (n. 65, Subida al Monte Carmelo, 2, 22).

El hecho de que la única revelación de Dios dirigida a todos los pueblos se haya concluido con Cristo y en el testimonio sobre Él recogido en los libros del Nuevo Testamento, vincula a la Iglesia con el acontecimiento único de la historia sagrada y de la palabra de la Biblia, que garantiza e interpreta este acontecimiento, pero no significa que la Iglesia ahora sólo pueda mirar al pasado y esté así condenada a una estéril repetición. El Catecismo de la Iglesia Católica dice a este respecto: «Sin embargo, aunque la Revelación esté acabada, no está completamente explicitada; corresponderá a la fe cristiana comprender gradualmente todo su contenido en el transcurso de los siglos» (n. 66). Estos dos aspectos, el vínculo con el carácter único del acontecimiento y el progreso en su comprensión, están muy bien ilustrados en los discursos de despedida del Señor, cuando antes de partir les dice a los discípulos: «Mucho tengo todavía que deciros, pero ahora no podéis con ello. Cuando venga Él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad completa; pues no hablará por su cuenta... Él me dará gloria, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará a vosotros» (Jn 16, 12-14). Por una parte el Espíritu, que hace de guía y abre así las puertas a un conocimiento, del cual antes faltaba el presupuesto que permitiera acogerlo; es ésta la amplitud y la profundidad nunca alcanzada de la fe cristiana. Por otra parte, este guiar es un «tomar» del tesoro de Jesucristo mismo, cuya profundidad inagotable se manifiesta en esta conducción por parte del Espíritu.

A este respecto el Catecismo cita una palabra densa del Papa Gregorio Magno: «la comprensión de las palabras divinas crece con su reiterada lectura» (Catecismo de la Iglesia Católica, 94; Gregorio, In Ez 1, 7, 8). El Concilio Vaticano II señala tres maneras esenciales en que se realiza la guía del Espíritu Santo en la Iglesia y, en consecuencia, el «crecimiento de la Palabra»: éste se lleva a cabo a través de la meditación y del estudio por parte de los fieles, por medio del conocimiento profundo, que deriva de la experiencia espiritual y por medio de la predicación de «los obispos, sucesores de los Apóstoles en el carisma de la verdad» (Dei Verbum, 8).

En este contexto es posible entender correctamente el concepto de «revelación privada», que se refiere a todas las visiones y revelaciones que tienen lugar una vez terminado el Nuevo Testamento; es ésta la categoría dentro de la cual debemos colocar el mensaje de Fátima. Escuchemos aún a este respecto antes de nada el Catecismo de la Iglesia Católica: «A lo largo de los siglos ha habido revelaciones llamadas "privadas", algunas de las cuales han sido reconocidas por la autoridad de la Iglesia... Su función no es la de... "completar" la Revelación definitiva de Cristo, sino la de ayudar a vivirla más plenamente en una cierta época de la historia» (n. 67). Se deben aclarar dos cosas:

 
  • 1. La autoridad de las revelaciones privadas es esencialmente diversa de la única revelación pública: ésta exige nuestra fe; en efecto, en ella, a través de palabras humanas y de la mediación de la comunidad viviente de la Iglesia, Dios mismo nos habla. La fe en Dios y en su Palabra se distingue de cualquier otra fe, confianza u opinión humana. La certeza de que Dios habla me da la seguridad de que encuentro la verdad misma y, de ese modo, una certeza que no puede darse en ninguna otra forma humana de conocimiento. Es la certeza sobre la cual edifico mi vida y a la cual me confío al morir.

    2. La revelación privada es una ayuda para la fe, y se manifiesta como creíble precisamente porque remite a la única revelación pública. El Cardenal Próspero Lambertini, futuro Papa Benedicto XIV, dice al respecto en su clásico tratado, que después llegó a ser normativo para las beatificaciones y canonizaciones: «No se debe un asentimiento de fe católica a revelaciones aprobadas en tal modo; no es ni tan siquiera posible. Estas revelaciones exigen más bien un asentimiento de fe humana, según las reglas de la prudencia, que nos las presenta como probables y piadosamente creíbles». El teólogo flamenco E. Dhanis, eminente conocedor de esta materia, afirma sintéticamente que la aprobación eclesiástica de una revelación privada contiene tres elementos: el mensaje en cuestión no contiene nada que vaya contra la fe y las buenas costumbres; es lícito hacerlo publico, y los fieles están autorizados a darle en forma prudente su adhesión (E. Dhanis, Sguardo su Fatima e bilancio di una discussione, en: La Civiltà Cattolica 104, 1953, II. 392-406, en particular 397). Un mensaje así puede ser una ayuda válida para comprender y vivir mejor el Evangelio en el momento presente; por eso no se debe descartar. Es una ayuda que se ofrece, pero no es obligatorio hacer uso de la misma.

El criterio de verdad y de valor de una revelación privada es, pues, su orientación a Cristo mismo. Cuando ella nos aleja de Él, cuando se hace autónoma o, más aún, cuando se hace pasar como otro y mejor designio de salvación, más importante que el Evangelio, entonces no viene ciertamente del Espíritu Santo, que nos guía hacia el interior del Evangelio y no fuera del mismo. Esto no excluye que dicha revelación privada acentúe nuevos aspectos, suscite nuevas formas de piedad o profundice y extienda las antiguas. Pero, en cualquier caso, en todo esto debe tratarse de un apoyo para la fe, la esperanza y la caridad, que son el camino permanente de salvación para todos.

Podemos añadir que a menudo las revelaciones privadas provienen sobre todo de la piedad popular y se apoyan en ella, le dan nuevos impulsos y abren para ella nuevas formas. Eso no excluye que tengan efectos incluso sobre la liturgia, como por ejemplo muestran las fiestas del Corpus Domini y del Sagrado Corazón de Jesús. Desde un cierto punto de vista, en la relación entre liturgia y piedad popular se refleja la relación entre Revelación y revelaciones privadas: la liturgia es el criterio, la forma vital de la Iglesia en su conjunto, alimentada directamente por el Evangelio. La religiosidad popular significa que la fe está arraigada en el corazón de todos los pueblos, de modo que se introduce en la esfera de lo cotidiano. La religiosidad popular es la primera y fundamental forma de «inculturación» de la fe, que debe dejarse orientar y guiar continuamente por las indicaciones de la liturgia, pero que a su vez fecunda la fe a partir del corazón.

Hemos pasado así de las precisiones más bien negativas, que eran necesarias antes de nada, a la determinación positiva de las revelaciones privadas: ¿cómo se pueden clasificar de modo correcto a partir de la Sagrada Escritura? ¿Cuál es su categoría teológica? La carta más antigua de San Pablo que nos ha sido conservada, tal vez el escrito más antiguo del Nuevo Testamento, la Primera Carta a los Tesalonicenses, me parece que ofrece una indicación. El Apóstol dice en ella: «No apaguéis el Espíritu, no despreciéis las profecías; examinad cada cosa y quedaos con lo que es bueno» (5, 19-21). En todas las épocas se le ha dado a la Iglesia el carisma de la profecía, que debe ser examinado, pero que tampoco puede ser despreciado. A este respecto, es necesario tener presente que la profecía en el sentido de la Biblia no quiere decir predecir el futuro, sino explicar la voluntad de Dios para el presente, lo cual muestra el recto camino hacia el futuro.

El que predice el futuro se encuentra con la curiosidad de la razón, que desea apartar el velo del porvenir; el profeta ayuda a la ceguera de la voluntad y del pensamiento y aclara la voluntad de Dios como exigencia e indicación para el presente. La importancia de la predicción del futuro en este caso es secundaria. Lo esencial es la actualización de la única revelación, que me afecta profundamente: la palabra profética es advertencia o también consuelo o las dos cosas a la vez. En este sentido, se puede relacionar el carisma de la profecía con la categoría de los «signos de los tiempos», que ha sido subrayada por el Vaticano II: «...sabéis explorar el aspecto de la tierra y del cielo, ¿cómo no exploráis, pues, este tiempo? » (Lc 12, 56). En esta parábola de Jesús por « signos de los tiempos» debe entenderse su propio camino, el mismo Jesús. Interpretar los signos de los tiempos a la luz de la fe significa reconocer la presencia de Cristo en todos los tiempos. En las revelaciones privadas reconocidas por la Iglesia -y por tanto también en Fátima- se trata de esto: ayudarnos a comprender los signos de los tiempos y a encontrar la justa respuesta desde la fe ante ellos.


La estructura antropológica de las revelaciones privadas

Una vez que con las precedentes reflexiones hemos tratado de determinar el lugar teológico de las revelaciones privadas, antes de ocuparnos de una interpretación del mensaje de Fátima, debemos aún intentar aclarar brevemente un poco su carácter antropológico (psicológico). La antropología teológica distingue en este ámbito tres formas de percepción o «visión»: la visión con los sentidos, es decir la percepción externa corpórea, la percepción interior y la visión espiritual (visio sensibilis - imaginativa - intellectualis). Está claro que en las visiones de Lourdes, Fátima, etc. no se trata de la normal percepción externa de los sentidos: las imágenes y las figuras, que se ven, no se hallan exteriormente en el espacio, como se encuentran un árbol o una casa. Esto es absolutamente evidente, por ejemplo, por lo que se refiere a la visión del infierno (descrita en la primera parte del «secreto» de Fátima) o también la visión descrita en la tercera parte del «secreto», pero puede demostrarse con mucha facilidad también en las otras visiones, sobre todo porque no todos los presentes las veían, sino de hecho sólo los «videntes». Del mismo modo es obvio que no se trata de una «visión» intelectual, sin imágenes, como se da en otros grados de la mística. Aquí se trata de la categoría intermedia, la percepción interior, que ciertamente tiene en el vidente la fuerza de una presencia que, para él, equivale a la manifestación externa sensible.

Ver interiormente no significa que se trate de fantasía, como si fuera sólo una expresión de la imaginación subjetiva. Más bien significa que el alma viene acariciada por algo real, aunque suprasensible, y es capaz de ver lo no sensible, lo no visible por los sentidos, una especie de visión con los «sentidos internos». Se trata de verdaderos «objetos», que tocan el alma, aunque no pertenezcan a nuestro habitual mundo sensible. Para esto se exige una vigilancia interior del corazón que generalmente no se tiene a causa de la fuerte presión de las realidades externas y de las imágenes y pensamientos que llenan el alma. La persona es transportada más allá de la pura exterioridad y otras dimensiones más profundas de la realidad la tocan, se le hacen visibles. Tal vez por eso se puede comprender por qué los niños son los destinatarios preferidos de tales apariciones: el alma está aún poco alterada y su capacidad interior de percepción está aún poco deteriorada. «De la boca de los niños y de los lactantes has recibido la alabanza», responde Jesús con una frase del Salmo 8 (v.3) a la crítica de los Sumos Sacerdotes y de los ancianos, que encuentran inoportuno el grito de «hosanna» de los niños (Mt 21, 16).

La «visión interior» no es una fantasía, sino una propia y verdadera manera de verificar, como hemos dicho. Pero conlleva también limitaciones. Ya en la visión exterior está siempre involucrado el factor subjetivo; no vemos el objeto puro, sino que llega a nosotros a través del filtro de nuestros sentidos, que deben llevar a cabo un proceso de traducción. Esto es aún más evidente en la visión interior, sobre todo cuando se trata de realidades que sobrepasan en sí mismas nuestro horizonte. El sujeto, el vidente, está involucrado de un modo aún más íntimo. Él ve con sus concretas posibilidades, con las modalidades de representación y de conocimiento que le son accesibles. En la visión interior se trata, de manera más amplia que en la exterior, de un proceso de traducción, de modo que el sujeto es esencialmente copartícipe en la formación como imagen de lo que aparece. La imagen puede llegar solamente según sus medidas y sus posibilidades. Tales visiones nunca son simples «fotografías» del más allá, sino que llevan en sí también las posibilidades y los límites del sujeto perceptor.

Esto se puede comprender en todas las grandes visiones de los santos; naturalmente, vale también para las visiones de los niños de Fátima. Las imágenes que ellos describen no son en absoluto simples expresiones de su fantasía, sino fruto de una real percepción de origen superior e interior, pero no son imaginaciones como si por un momento se quitara el velo del más allá y el cielo apareciese en su esencia pura, tal como nosotros esperamos verlo un día en la definitiva unión con Dios. Más bien las imágenes son, por decirlo así, una síntesis del impulso proveniente de lo Alto y de las posibilidades de que dispone para ello el sujeto que percibe, esto es, los niños. Por este motivo, el lenguaje imaginativo de estas visiones es un lenguaje simbólico. El Cardenal Sodano dice al respecto: «... no se describen en sentido fotográfico los detalles de los acontecimientos futuros, sino que sintetizan y condensan sobre un mismo fondo, hechos que se extienden en el tiempo según una sucesión y con una duración no precisadas». Esta concentración de tiempos y espacios en una única imagen es típica de tales visiones que, por lo demás, pueden ser descifradas sólo a posteriori. A este respecto, no todo elemento visivo debe tener un concreto sentido histórico. Lo que cuenta es la visión como conjunto, y a partir del conjunto de imágenes deben ser comprendidos los aspectos particulares. Lo que es central en una imagen se desvela en último término a partir del centro de la «profecía» cristiana en absoluto: el centro está allí donde la visión se convierte en llamada y guía hacia la voluntad de Dios.


Un intento de interpretación del secreto de Fátima

La primera y segunda parte del secreto de Fátima han sido ya discutidas tan ampliamente por la literatura especializada que ya no hay que ilustrarlas más. Quisiera sólo llamar la atención brevemente sobre el punto más significativo. Los niños han experimentado durante un instante terrible una visión del infierno. Han visto la caída de las «almas de los pobres pecadores». Y se les dice por qué se les ha hecho pasar por ese momento: para «salvarlas», para mostrar un camino de salvación. Viene así a la mente la frase de la Primera Carta de Pedro: «meta de vuestra fe es la salvación de las almas» (1,9). Para este objetivo se indica como camino -de un modo sorprendente para personas provenientes del ámbito cultural anglosajón y alemán- la devoción al Corazón Inmaculado de María. Para entender esto puede ser suficiente aquí una breve indicación. «Corazón» significa en el lenguaje de la Biblia el centro de la existencia humana, la confluencia de razón, voluntad, temperamento y sensibilidad, en la cual la persona encuentra su unidad y su orientación interior. El «corazón inmaculado» es, según Mt 5,8, un corazón que a partir de Dios ha alcanzado una perfecta unidad interior y, por lo tanto, «ve a Dios». La «devoción» al Corazón Inmaculado de María es, pues, un acercarse a esta actitud del corazón, en la cual el «fiat» -hágase tu voluntad- se convierte en el centro animador de toda la existencia. Si alguno objetara que no debemos interponer un ser humano entre nosotros y Cristo, se le debería recordar que Pablo no tiene reparo en decir a sus comunidades: imitadme (1 Co 4, 16; Flp 3,17; 1 Ts 1,6; 2 Ts 3,7.9). En el Apóstol pueden constatar concretamente lo que significa seguir a Cristo. ¿De quién podremos nosotros aprender mejor en cualquier tiempo si no de la Madre del Señor?

Llegamos así, finalmente, a la tercera parte del «secreto» de Fátima publicado íntegramente aquí por primera vez. Como se desprende de la documentación precedente, la interpretación que el Cardenal Sodano ha dado en su texto del 13 de mayo, había sido presentada anteriormente a Sor Lucia en persona. A este respecto, Sor Lucia ha observado en primer lugar que a ella misma se le dio la visión, no su interpretación. La interpretación, decía, no es competencia del vidente, sino de la Iglesia. Ella, sin embargo, después de la lectura del texto, ha dicho que esta interpretación correspondía a lo que ella había experimentado y que, por su parte, reconocía dicha interpretación como correcta. En lo que sigue, pues, se podrá sólo intentar dar un fundamento más profundo a dicha interpretación a partir de los criterios hasta ahora desarrollados.

Como palabra clave de la primera y de la segunda parte del «secreto» hemos descubierto la de «salvar las almas», así como la palabra clave de este «secreto» es el triple grito: «¡Penitencia, Penitencia, Penitencia!». Viene a la mente el comienzo del Evangelio: «paenitemini et credite evangelio» (Mc 1,15). Comprender los signos de los tiempos significa comprender la urgencia de la penitencia, de la conversión y de la fe. Esta es la respuesta adecuada al momento histórico, que se caracteriza por grandes peligros y que serán descritos en las imágenes sucesivas. Me permito insertar aquí un recuerdo personal: en una conversación conmigo Sor Lucia me dijo que le resultaba cada vez más claro que el objetivo de todas las apariciones era el de hacer crecer siempre más en la fe, en la esperanza y en la caridad. Todo el resto era sólo para conducir a esto.

Examinemos ahora más de cerca cada imagen. El ángel con la espada de fuego a la derecha de la Madre de Dios recuerda imágenes análogas en el Apocalipsis. Representa la amenaza del juicio que incumbe sobre el mundo. La perspectiva de que el mundo podría ser reducido a cenizas en un mar de llamas, hoy no es considerada absolutamente pura fantasía: el hombre mismo ha preparado con sus inventos la espada de fuego. La visión muestra después la fuerza que se opone al poder de destrucción: el esplendor de la Madre de Dios, y proveniente siempre de él, la llamada a la penitencia. De ese modo se subraya la importancia de la libertad del hombre: el futuro no está determinado de un modo inmutable, y la imagen que los niños vieron, no es una película anticipada del futuro, de la cual nada podría cambiarse. Toda la visión tiene lugar en realidad sólo para llamar la atención sobre la libertad y para dirigirla en una dirección positiva. El sentido de la visión no es el de mostrar una película sobre el futuro ya fijado de forma irremediable. Su sentido es exactamente el contrario, el de movilizar las fuerzas del cambio hacia el bien. Por eso están totalmente fuera de lugar las explicaciones fatalísticas del «secreto» que, por ejemplo, dicen que el atentador del 13 de mayo de 1981 habría sido en definitiva un instrumento del plan divino guiado por la Providencia y que, por tanto, no habría actuado libremente, así como otras ideas semejantes que circulan. La visión habla más bien de los peligros y del camino para salvarse de los mismos.

Las siguientes frases del texto muestran una vez más muy claramente el carácter simbólico de la visión: Dios permanece el inconmensurable y la luz que supera todas nuestras visiones. Las personas humanas aparecen como en un espejo. Debemos tener siempre presente esta limitación interna de la visión, cuyos confines están aquí indicados visivamente. El futuro se muestra sólo «como en un espejo de manera confusa» (cf. 1 Co 13,12). Tomemos ahora en consideración cada una de las imágenes que siguen en el texto del «secreto». El lugar de la acción aparece descrito con tres símbolos: una montaña escarpada, una grande ciudad medio en ruinas y, finalmente, una gran cruz de troncos rústicos. Montaña y ciudad simbolizan el lugar de la historia humana: la historia como costosa subida hacia lo alto, la historia como lugar de la humana creatividad y de la convivencia, pero al mismo tiempo como lugar de las destrucciones, en las cuales el hombre destruye la obra de su propio trabajo. La ciudad puede ser el lugar de comunión y de progreso, pero también el lugar del peligro y de la amenaza más extrema. Sobre la montaña está la cruz, meta y punto de orientación de la historia. En la cruz la destrucción se transforma en salvación; se levanta como signo de la miseria de la historia y como promesa para la misma.

Aparecen después aquí personas humanas: el Obispo vestido de blanco («hemos tenido el presentimiento de que fuera el Santo Padre»), otros Obispos, sacerdotes, religiosos y religiosas y, finalmente, hombres y mujeres de todas las clases y estratos sociales. El Papa parece que precede a los otros, temblando y sufriendo por todos los horrores que lo rodean. No sólo las casas de la ciudad están medio en ruinas, sino que su camino pasa en medio de los cuerpos de los muertos. El camino de la Iglesia se describe así como un viacrucis, como camino en un tiempo de violencia, de destrucciones y de persecuciones. Se puede ver representada en esta imagen la historia de todo un siglo. Del mismo modo que los lugares de la tierra están sintéticamente representados en las dos imágenes de la montaña y de la ciudad y están orientados hacia la cruz, también los tiempos son presentados de forma compacta. En la visión podemos reconocer el siglo pasado como siglo de los mártires, como siglo de los sufrimientos y de las persecuciones contra la Iglesia, como el siglo de las guerras mundiales y de muchas guerras locales que han llenado toda su segunda mitad y han hecho experimentar nuevas formas de crueldad. En el «espejo» de esta visión vemos pasar a los testigos de la fe de decenios. A este respecto, parece oportuno mencionar una frase de la carta que Sor Lucia escribió al Santo Padre el 12 de mayo de 1982: «la tercera parte del "secreto" se refiere a las palabras de Nuestra Señora: "Si no (Rusia) diseminará sus errores por el mundo, promoviendo guerras y persecuciones a la Iglesia. Los buenos serán martirizados, el Santo Padre tendrá que sufrir mucho, varias naciones serán destruidas"».

En el viacrucis de este siglo, la figura del Papa tiene un papel especial. En su fatigoso subir a la montaña podemos encontrar indicados con seguridad juntos diversos Papas, que empezando por Pío X hasta el Papa actual han compartido los sufrimientos de este siglo y se han esforzado por avanzar entre ellas por el camino que lleva a la cruz. En la visión también el Papa es matado en el camino de los mártires. ¿No podía el Santo Padre, cuando después del atentado del 13 de mayo de 1981 se hizo llevar el texto de la tercera parte del «secreto», reconocer en él su propio destino? Había estado muy cerca de las puertas de la muerte y él mismo explicó el haberse salvado, con las siguientes palabras: «...fue una mano materna a guiar la trayectoria de la bala y el Papa agonizante se paró en el umbral de la muerte» (13 de mayo de 1994). Que una «mano materna» haya desviado la bala mortal muestra sólo una vez más que no existe un destino inmutable, que la fe y la oración son poderosas, que pueden influir en la historia y, que al final, la oración es más fuerte que las balas, la fe más potente que las divisiones.

La conclusión del «secreto» recuerda imágenes que Lucía puede haber visto en libros de piedad y cuyo contenido deriva de antiguas intuiciones de fe. Es una visión consoladora, que quiere hacer maleable por el poder salvador de Dios una historia de sangre y lágrimas. Los ángeles recogen bajo los brazos de la cruz la sangre de los mártires y riegan con ella las almas que se acercan a Dios. La sangre de Cristo y la sangre de los mártires están aquí consideradas juntas: la sangre de los mártires fluye de los brazos de la cruz. Su martirio se lleva a cabo de manera solidaria con la pasión de Cristo y se convierte en una sola cosa con ella. Ellos completan en favor del Cuerpo de Cristo lo que aún falta a sus sufrimientos (cf. Col 1,24). Su vida se ha convertido en Eucaristía, inserta en el misterio del grano de trigo que muere y se hace fecundo. La sangre de los mártires es semilla de cristianos, ha dicho Tertuliano. Así como de la muerte de Cristo, de su costado abierto, ha nacido la Iglesia, así la muerte de los testigos es fecunda para la vida futura de la Iglesia. La visión de la tercera parte del «secreto», tan angustiosa en su comienzo, se concluye pues con un imagen de esperanza: ningún sufrimiento es vano y, precisamente, una Iglesia sufriente, una Iglesia de mártires, se convierte en señal orientadora para la búsqueda de Dios por parte del hombre. En las manos amorosas de Dios no han sido acogidos únicamente los que sufren como Lázaro, que encontró el gran consuelo y representa misteriosamente a Cristo que quiso ser para nosotros el pobre Lázaro; hay algo más, del sufrimiento de los testigos deriva una fuerza de purificación y de renovación, porque es actualización del sufrimiento mismo de Cristo y transmite en el presente su eficacia salvífica.

Hemos llegado así a una última pregunta: ¿Qué significa en su conjunto (en sus tres partes) el «secreto» de Fátima? ¿Qué nos dice a nosotros? Ante todo, debemos afirmar con el Cardenal Sodano: «...los acontecimientos a los que se refiere la tercera parte del «secreto» de Fátima, parecen pertenecer ya al pasado». En la medida en que se refiere a acontecimientos concretos, ya pertenecen al pasado. Quien había esperado en impresionantes revelaciones apocalípticas sobre el fin del mundo o sobre el curso futuro de la historia debe quedar desilusionado. Fátima no nos ofrece este tipo de satisfacción de nuestra curiosidad, del mismo modo que la fe cristiana por lo demás no quiere y no puede ser un mero alimento para nuestra curiosidad. Lo que queda de válido lo hemos visto de inmediato al inicio de nuestras reflexiones sobre el texto del «secreto»: la exhortación a la oración como camino para la «salvación de las almas» y, en el mismo sentido, la llamada a la penitencia y a la conversión.

Quisiera al final volver aún sobre otra palabra clave del «secreto», que con razón se ha hecho famosa: «mi Corazón Inmaculado triunfará». ¿Qué quiere decir esto? Que el corazón abierto a Dios, purificado por la contemplación de Dios, es más fuerte que los fusiles y que cualquier tipo de arma. El fiat de María, la palabra de su corazón, ha cambiado la historia del mundo, porque ella ha introducido en el mundo al Salvador, porque gracias a este «sí» Dios pudo hacerse hombre en nuestro mundo y así permanece ahora y para siempre. El maligno tiene poder en este mundo, lo vemos y lo experimentamos continuamente; él tiene poder porque nuestra libertad se deja alejar continuamente de Dios. Pero desde que Dios mismo tiene un corazón humano y de ese modo ha dirigido la libertad del hombre hacia el bien, hacia Dios, la libertad hacia el mal ya no tiene la última palabra. Desde aquel momento cobran todo su valor las palabras de Jesús: «padeceréis tribulaciones en el mundo, pero tened confianza; yo he vencido al mundo» (Jn 16,33). El mensaje de Fátima nos invita a confiar en esta promesa.


Joseph Card. Ratzinger

Prefecto de la Congregación
para la Doctrina de la Fe

 
Related Posts Plugin for WordPress, Blogger...