jueves, 6 de febrero de 2014

IMÁGENES DE JESÚS EUCARISTÍA












































EL ALTAR, PUERTO DE LLEGADA Y DE PARTIDA

Autor: P. Carlos M. Buela | Fuente: Catholic.net
El altar, puerto de llegada y de partida
Es el lugar donde está el Cuerpo y la Sangre, es navío donde se transportan nuestras intenciones al corazón de Dios.
 
El altar, puerto de llegada y de partida

Hay una criatura que me ha sorbido el seso.
Es una criatura irracional.
Más aún, es una criatura inanimada.

Sin embargo, desde hace muchos años todos los días la beso dos veces. Una, cuando me acerco a ella; otra cuando me alejo y despido. Y lo hago porque así lo manda la Santa Madre Iglesia. A veces, incluso, la incienso. Esa criatura ¡…es el altar…!

Es el centro del templo. El templo es un pequeño cielo en la tierra, pero lo que en el templo hay de más celestial y divino, es el altar.

Es el polo más importante de la acción litúrgica por excelencia, la Eucaristía.

El altar es, una cosa excelsa, elevada, no sólo por el lugar elevado que ocupa, sino por las funciones que sobre él se celebran.

Es lecho donde reposa el Cuerpo entregado y la Sangre derramada.

Es atalaya desde donde se divisan los horizontes del mundo, ya que «cuando yo sea levantado de la tierra – dijo Cristo – atraeré a todos hacia mí» (Jn 12, 32).

Es navío por donde se transportan nuestras intenciones al corazón de Dios.

Es faro que ilumina todas las realidades existentes, sin excluir ninguna, en especial las humanas, porque «el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado».

Es pupitre porque en él la Santa Trinidad escribe en nuestras almas las más sublimes palabras de vida eterna.

Es oasis en el que los cansados del camino renuevan las fuerzas: «Venid a mí todos los que estáis fatigados y sobrecargados, y yo os daré descanso» (Mt 11, 28).

Es base de lanzamiento de donde pasa la Víctima divina junto con nuestros sacrificios espirituales al altar del cielo.

Es ágora, punto de encuentro y de contacto de todos los hombres y mujeres que fueron, que son y que serán.

Es puerto de llegada y de partida.

Es mástil y torreta de navío desde donde debe mirarse el camino a recorrer para no errar el rumbo.

Es «fuente de la unidad de la Iglesia y de concordia entre hermanos».

Es cabina de comando desde donde deben tomarse las correctas decisiones para hacer siempre la Voluntad de Dios.

Es clarín que convoca a los que se violentan a sí mismos: «El Reino de los cielos sufre violencia y los violentos lo conquistan» (Mt 11, 12).

Es bandera desplegada porque abiertamente nos manifiesta todo lo que Dios nos ama y, con toda libertad, nos enseña cómo ser auténticamente libres.

Es ejército en orden de batalla, donde claudican las huestes enemigas.

Es regazo materno, seguro cobijo para el desamparado.

Es encrucijada de todas las lenguas, razas, pueblos, culturas, tiempos y geografías, y de todos los hombres y mujeres de buena voluntad de toda creencia, porque «por todos murió Cristo» (2 Cor 5, 15).

Es antorcha porque la cruz «mantiene viva la espera … de la resurrección».

Es trampolín que nos lanza a la vida eterna.

Es hogar, horno, brasero, donde obra el Espíritu, «el fuego del altar» (Ap 8, 5).

Es mesa donde se sirve el banquete de los hijos de Dios, por eso se le pone encima mantel. Sobre él, se reitera el milagro de la Última Cena en el Cenáculo de Jerusalén. Se realiza la transubstanciación.

Es «símbolo de Cristo», que fue el sacerdote, la víctima y el altar de su propio sacrificio, como decían San Epifanio y San Cirilo de Alejandría.

Es el Altar vivo del Templo celestial. «El altar de la Santa Iglesia es el mismo Cristo». Es el propiciatorio del mundo. «El misterio del altar llega a su plenitud en Cristo». María está junto a Él.

Es imagen del Cuerpo místico, ya que «Cristo, Cabeza y Maestro, es altar verdadero, también sus miembros y discípulos son altares espirituales, en los que se ofrece a Dios el sacrificio de una vida santa». San Policarpo amonesta a las viudas porque «son el altar de Dios». «¿Qué es el altar de Dios, sino el espíritu de los que viven bien?… Con razón, entonces, el corazón (de los justos) es llamado altar de Dios», enseña San Gregorio Magno.

Es ara. Sobre todo, es ara. Sobre él se perpetúa, a través de los siglos y hasta el fin del mundo, de manera incruenta, el Único sacrificio de la cruz. 

miércoles, 5 de febrero de 2014

EL TIEMPO



El tiempo

Para darse cuenta del valor de un año, pregúntale a un estudiante que ha fallado en un examen final.

Para darse cuenta del valor de un mes, pregúntale a una madre que ha dado a luz un bebe prematuro.

Para darse cuenta del valor de una semana, pregúntale al editor de un diario semanal.

Para darse cuenta del valor de una hora, pregúntale a los novios que esperan para verse.

Para darse cuenta del valor de un minuto, pregúntale a una persona que ha perdido el tren, el autobús o el avión.

Para darse cuenta del valor de un segundo, pregúntale a una persona que ha sobrevivido de un accidente.

Para darse cuenta del valor de un milisegundo, pregúntale a una persona que ha ganado una medalla en las olimpiadas.

¿CÓMO ACTUA EN NOSOTROS EL ESPÍRITU SANTO?


Autor: P. José María del Niño Jesús, D.J. | Fuente: Catholic.net 
¿Cómo actúa en nosotros el Espíritu Santo?
El oficio del Espíritu Santo consiste en formar en nosotros a Jesucristo


Si el Espíritu es el principio de nuestra vida, que lo sea también de nuestra conducta. (Gal V,25)

El Espíritu Santo, el espíritu de Jesús, ese Espíritu que vino Él a traer al mundo, es el principio de nuestra santidad. La vida interior no es otra cosa que unión con el Espíritu Santo, obediencia a sus mociones. Estudiemos estas operaciones que realiza en nosotros.

Notad, ante todo, que es el Espíritu Santo quien nos comunica a cada uno en particular los frutos de la Encarnación y de la Redención. El Padre nos ha dado a su Hijo; el Verbo se nos da y en la Cruz nos rescata: tales son los efectos generales de su amor. 

¿Quién es el que nos hace participar de estos efectos divinos? Pues el Espíritu Santo. Él forma en nosotros a Jesucristo y le completa. Por lo que ahora, después de la Ascensión, es el tiempo propio de la misión del Espíritu Santo. Esta verdad nos es indicada por el Salvador cuando nos dice; "Os conviene que yo me vaya, porque si no el Espíritu Santo no vendrá a vosotros" (Jn XVI, 7). Jesús nos ha adquirido las gracias; ha reunido el tesoro y ha depositado en la Iglesia el germen de la santidad. Pues el oficio propio del Espíritu Santo es cultivar este germen, conducirlo a su pleno desenvolvimiento, acabando y perfeccionando la obra del Salvador. Por eso decía Nuestro Señor; "Os enviaré a mi Espíritu, el cual os lo enseñará todo y os explicará cuantas cosas os tengo dichas; si Él no viniera os quedaríais flacos e ignorantes." 

Al principio el Espíritu flotaba sobre las aguas para fecundarlas. Es lo que hace con las gracias que Jesucristo nos ha dejado; las fecunda al aplicárnoslas, porque habita y trabaja en nosotros. El alma justa es templo y morada del Espíritu Santo, quien habita en ella, no ya tan sólo por la gracia, sino personalmente; y cuanto más pura de obstáculos está el alma y mayor lugar deja al Espíritu Santo, tanto más poderosa es en ella esta adorable Persona. No puede habitar donde hay pecado, porque entonces estamos muertos, nuestros miembros están paralizados y no pueden cooperar a su acción, siendo así que esta cooperación es siempre necesaria. Tampoco puede obrar con una voluntad perezosa o con afectos desordenados, porque si bien en ese caso habita en nosotros, se halla imposibilitado de obrar. 

El Espíritu Santo es una llama que siempre va subiendo y quiere hacernos subir consigo. Nosotros queremos pararlo y se extingue; o más bien acaba por desaparecer del alma así paralizada y pegada a la tierra, pues no tarda ella en caer en pecado mortal. La pureza resulta necesaria para que el Espíritu Santo habite en nosotros. No sufre que haya en el corazón que posee ninguna paja, sino que la quema al punto, dice san Bernardo. 

Hemos dicho que el oficio del Espíritu Santo consiste en formar en nosotros a Jesucristo. Bien es verdad que tiene un oficio general que consiste en dirigir y guardar la infalibilidad de la Iglesia; pero su misión especial respecto al de las almas es formar en ellas a Jesucristo. Esta nueva creación, esta transformación hácela por medio de tres operaciones que requieren en absoluto nuestro asiduo concurso.




1. El Espíritu Santo nos inspira pensamientos y sentimientos conformes con los de Jesucristo 

Primeramente nos inspira pensamientos y sentimientos conformes con los de Jesucristo. Está en nosotros personalmente, mueve nuestros afectos, renueva nuestra alma, hace que Nuestro Señor acuda a nuestro pensamiento. Es de fe que no podemos tener un solo pensamiento sobrenatural sin el Espíritu Santo. Pensamientos naturalmente buenos, razonables, honestos, sí los podemos tener sin él; pero ¿qué viene a ser eso? El pensamiento que el Espíritu Santo pone en nosotros es al principio débil y pequeño, crece y se desarrolla con los actos y el sacrificio.

¿Qué hacer cuando se presentan estos pensamientos sobrenaturales? Pues consentir en ellos sin titubeos. Debemos también estar atentos a la gracia, recogidos en nuestro interior para ver si el Espíritu Santo nos inspira pensamientos divinos. Hay que oírle y estar recogidos en sus operaciones. Pudiera objetarse a esto que si todos nuestros pensamientos provinieran del Espíritu Santo seríamos infalibles. A lo cual contesto: de nosotros mismos somos mentirosos, o sea expuestos al error. Pero cuando estamos en gracia y seguimos la luz que nos ofrece el Espíritu Santo, entonces sí, ciertamente que estamos en la verdad y en la Verdad divina. He ahí por qué el alma recogida en Dios se encuentra siempre en lo cierto, pues el que es sobrenaturalmente sabio no da falsos pasos. Lo cual no puede atribuírsele a él porque no procede de él; no se apoya en sus propias luces, sino en las del Espíritu de Dios, que en él está y le alumbra. Claro que si somos materiales y groseros y andamos perdidos en las cosas exteriores, no comprenderemos sus palabras; pero si sabemos escuchar dentro de nosotros mismos la voz del Espíritu Santo, entonces las comprenderemos fácilmente. 

¿Cómo se distingue el buen manjar del malo? Pues gustándolo. Lo mismo pasa con la gracia, y el alma que quiera juzgar sanamente no tiene más que sentir en sí los efectos de la gracia, que nunca engaña. Entre en la gracia, que así comprenderá su poder, del propio modo que conoce la luz porque la luz le rodea; son cosas que no se demuestran a quienes no las han experimentado. Nos humilla quizás el no comprender, porque es una prueba de que no sentimos a menudo las operaciones del Espíritu Santo, pues el alma interior y bien pura es constantemente dirigida por el Espíritu Santo, quien le revela sus designios directamente por una inspiración interior e inmediata. 

Insisto sobre este punto, el mismo Espíritu Santo guía al alma interior y pura, siendo su maestro y director. Por cierto que debe siempre obedecer a las leyes de la Iglesia y someterse a la órdenes de su confesor en cuanto concierne a sus prácticas de piedad y ejercicios espirituales; pero en cuanto a la conducta interior e íntima, el mismo Espíritu Santo es quien la guía y dirige sus pensamientos y afectos, y nadie, aunque tenga la osadía de intentarlo, podrá poner obstáculos. ¿Quién querría inmiscuirse en el coloquio del divino Espíritu con su amada? Vano intento por lo demás. Quien divisa un hermosos árbol no trata de ver si sus raíces son sanas o no, pues bastante a las claras se lo dicen las hermosura del árbol y su vigor. De igual modo, cuando una persona adelanta en el bien, sus raíces, por ocultas que estén, son sanas y más vivas cuanto más ocultas. Más, desgraciadamente, el Espíritu Santo solicita con frecuencia nuestro consentimiento a sus inspiraciones y nosotros, no lo queremos. No somos más que maquinas exteriores y tendremos que sufrir la misma confusión que los judíos por causa de Jesucristo; en medio de nosotros está el Espíritu Santo y no lo conocemos.



2. El Espíritu Santo ora en nosotros y por nosotros 

La oración es toda la santidad, cuando menos en principio, puesto que es el canal de todas las gracias. Y el Espíritu Santo se encuentra en el alma que ora (Rom VII,26). Él ha levantado a nuestra alma a la unión con Nuestro Señor. Él es también el sacerdote que ofrece a Dios Padre, en el ara de nuestro corazón, el sacrificio de nuestros pensamientos y de nuestras alabanzas. Él presenta a Dios nuestras necesidades, flaquezas, miserias, y esta oración, que es la de Jesús en nosotros unida a la nuestra, la vuelve omnipotente. Somos verdaderos templos del Espíritu Santo, y como quiera que un templo no es más que una casa de oración, debemos orar incesantemente.

Hacedlo en unión con el divino Sacerdote de este templo. Os podrán dar métodos de oración, pero sólo el Espíritu Santo os dará la unción y la felicidad propias de la oración. Los directores son como chambelanes que están a la puerta de nuestro corazón; dentro sólo el Espíritu Santo habita. Hace falta que Él lo penetre del todo y por doquier para hacerlo feliz. Orad, por consiguiente, con Él, que Él os enseñará toda verdad.



3. El Espíritu Santo nos forma en las virtudes de Jesucristo

La tercera operación del Espíritu Santo es formarnos en las virtudes de Jesucristo, comunicándonos para ello la inteligencia de las mismas. Es una gracia insigne la de comprender las virtudes de Jesús, pues tienen como dos caras. La una repele y escandaliza; es lo que tienen ellas de crucifícante. Razón sobrada tiene el mundo, desde el punto de vista natural, para no amarlas. Aun las virtudes mas amables, como la humildad y la dulzura, son de suyo muy duras cuando han de practicarse. No es fácil que continuemos siendo mansos cuando nos insultan y, no teniendo fe, comprendo que las virtudes del cristianismo sean repugnantes para el mundo. Pero ahí está el Espíritu Santo para descubrirnos la otra cara de las virtudes de Jesús, cuya gracia, suavidad y unción nos hacen abrir la corteza amarga de las virtudes para dar con la dulzura de la miel y aun con la gloria más pura. Queda uno asombrado entonces ante lo dulce que es la cruz. Y es que en lugar de la humillación y de la cruz, no se ve en los sacrificios, más que el Amor de Dios, su gloria y la nuestra. 

A consecuencia del pecado las virtudes resultan difíciles para nosotros; sentimos aversión a ellas por cuanto son humillantes y crucificantes. Más el Espíritu Santo nos hacer ver que Jesucristo les ha comunicado nobleza y gloria, practicándolas el primero. Y así nos dice; "¿No queréis humillaros?" Bueno, sea así; ¿pero no habéis de asemejaros a Jesucristo? Parecerle es, no ya bajar, sino subir, ennoblecerse. De la misma manera que la pobreza y los harapos se truecan en regios vestidos por haberlos llevado primero Jesucristo, las humillaciones vienen a ser una gloria y los sufrimientos una felicidad, porque Jesucristo ha puesto en ellos la verdadera gloria y felicidad. Más no hay nadie fuera del Espíritu Santo que nos haga comprender las virtudes y nos muestre oro puro encerrado en minas rocosas y cubiertas de barro. A falta de esta luz se paran muchos hombres a medio andar en el camino de la perfección; como no ven más que una sombra de las virtudes de Jesús, no llegan a penetrar sus secretas grandezas. A este conocer íntimo y sobrenatural añade el Espíritu Santo una aptitud especial para practicarlas. Hasta tal punto nos hace aptos, que bien pudiéramos creernos nacidos para ellas. Vienen a sernos connaturales, pues nos da el instinto de las mismas. Cada alma recibe una aptitud conforme a su vocación. 

En cuanto a nosotros, adoradores, el Espíritu Santo nos hace adorar en espíritu y en verdad. Ora en nosotros y nosotros oramos a una con Él; es, por encima de todo, el Maestro de la Adoración. El dio a los Apóstoles la fuerza y el espíritu de la oración (Zach XII, 10). 

Unámonos, pues, con él. Desde Pentecostés se cierne sobre la Iglesia y habita en cada uno de nosotros para enseñarnos a orar, para formarnos según el dechado que es Jesucristo y hacernos en todo semejantes a Él, con objeto de que así podamos estar un día unidos con Él sin velos en la gloria. San Pedro Julián Eymard.

ORACIÓN A LA INMACULADA CONCEPCIÓN - 8 DE DICIEMBRE


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