PENSAMIENTO MARIANO
María Santísima, maestra insuperable de contemplación.
Juan Pablo II
Autor: P. Antonio Rivero | Fuente: Catholic.net Eucaristía y caridad | |
¡El amor es entrega y donación! Y en la Eucaristía, Dios se entrega y se dona completamente a nosotros. | |
¿Qué le movió a quedarse con nosotros? ¿Qué le movió a darnos su cuerpo? ¿Qué le movió a hacerse pan tan sencillo? ¿A encerrarse en esa cárcel, que es cada Sagrario? ¿A dejar el Cielo, tranquilo y limpio, y bajar a la Tierra, que es un valle de lágrimas y sufrimientos sin fin? ¿A dejar el calor de su Padre Celestial y venir a esta tierra tibia, a veces gélida, y experimentar la soledad en tantos Sagrarios? ¿A despojarse de sus privilegios divinos y dejarlos a un lado para revestirse de ropaje humilde, sencillo, pobre, como es el ropaje del pan y vino? ¿Qué modelos humanos nos sirven para explicar el misterio de la eucaristía como gesto de amor? Veamos el ejemplo de una madre. Primero, alimenta a su hijo en su seno, con su sangre, durante esos nueve meses de embarazo. Luego, ya nacido, le da el pecho. ¿Han visto ustedes algo más conmovedor, más lindo, más tierno, más amoroso que una madre amamantando a su propio hijo de sus mismos pechos, dándole su misma vida, su mismo ser? Así como una madre alimenta a su propio hijo con su misma vida, de su mismo cuerpo y con su misma sangre, así también Dios nos alimenta con el cuerpo y la sangre de su mismo Hijo Jesucristo, para que tengamos vida de Dios, y la tengamos en abundancia. Y al igual que esa madre no se ahorra nada al amamantar a su hijo “no sea que me quede sin nada”, así también Dios no se ahorra nada y nos da todo: cuerpo, alma, sangre y divinidad de su Hijo en la eucaristía. ¡El amor es entrega y donación! Y en la Eucaristía, Dios se entrega y se dona completamente a nosotros. ¡Cuántos gestos de amor nos demuestra Cristo en la eucaristía! Fuimos invitados al banquete: “Vengan, está todo preparado. El Rey ha mandado matar el mejor cordero que tenía. Vengan y entren”. Cuando a uno lo invitan a una boda, a una fiesta, a un banquete, es por un gesto de amor. Ya en el banquete, formamos una comunidad, una familia, donde reina un clima de cordialidad, de acogida. No estamos aislados, ni en compartimentos estancos. Nos vemos, nos saludamos, nos deseamos la paz. ¡Es el gesto del amor fraterno! El gesto de limpiarnos y purificarnos antes de comenzar el banquete, con el acto penitencial: “Yo confieso”, pone de manifiesto que el Señor lava nuestra alma y nuestro corazón, como a los suyos les lavó los pies. ¡Qué amor delicado! Después, en la liturgia de la Palabra, Dios nos explica su Palabra. Se da su tiempo de charla amena, seria, provechosa y enriquecedora. ¡Qué amor atento! Más tarde, en el momento de la presentación de las ofrendas, Dios nos acepta lo poco que nosotros hemos traído al banquete: ese trozo de pan y esas gotitas de vino y ese poco de agua. El resto lo pone Él. ¡Que amor generoso! Nos introduce a la intimidad de la consagración, donde se realiza la suprema locura de amor: manda su Espíritu para transformar ese pan y ese vino en el Cuerpo y Sangre de su Hijo. Y se queda ahí para nosotros real y sacramentalmente, bajo las especies del pan y del vino. ¡Pero es Él! ¡Qué amor omnipotente, qué amor humilde! No tiene reparos en quedarse reducido a esas simples dimensiones. Y baja para todos, en todos los lugares y continentes, en todas las estaciones. Independientemente de que se le espere o no, que se le anhele o no, que se le vaya a corresponder o no. El amor no se mide, no calcula. El amor se da, se ofrece. Y, finalmente, en el momento de la Comunión se hospeda en nuestra alma y se hace uno con nosotros. No es Él quien se transforma en nosotros; sino nosotros en Él. ¡Qué misterio de amor! ¡Qué diálogos de amor podemos entablar con Él! Amor con amor se paga. |
Autor: P. Fernando Pascual LC | Fuente: Catholic.net Lo que vale la pena recordar | |
El mundo nos ha llenado de prisas, de reacciones ante lo inmediato y nos hacen dejar de lado recuerdos importantes, decisivos. | |
Olvidamos muchas cosas. Nombres, calles, lugares, hechos, datos. Hay, ciertamente, olvidos que se agradecen. A nadie le gusta recordar cómo nos falló aquel amigo, qué nos hizo un compañero de trabajo, cómo sufrimos ante un fracaso. Pero otros olvidos nos dañan en lo más profundo del alma. Porque no es sano olvidar que no hemos pedido perdón a quien hemos ofendido, o que no hemos dado gracias a quien nos tendió la mano en el momento en el que más lo necesitamos. El mundo nos ha llenado de prisas, de reacciones ante lo inmediato. Los mensajes del teléfono móvil, o los que transmitidos y recibimos en las redes sociales (Facebook, Twitter y compañía) nos encadenan al presente, y nos hacen dejar de lado recuerdos importantes, decisivos. Frente a tantas prisas, y ante el desgaste continuo de una memoria frágil, hay que aprender a recordar lo que vale la pena. Porque vale la pena recordar que tenemos unos familiares, cercanos o lejanos, a los que debemos mucho y que esperan un poco de cariño. Porque vale la pena recordar a esos hombres y mujeres que de manera oculta permiten que funcionen la electricidad, el agua y las ambulancias. Porque vale la pena recordar que son muchos los corazones buenos que dejaron su tiempo e incluso su salud para enseñarnos, para curarnos, para tendernos una mano cuando más lo necesitábamos. Porque vale la pena recordar que el mundo no viene de la nada, sino que surge desde un Amor inmenso, desde un Dios que recuerda, eternamente, a cada uno de sus hijos. Hay cosas que vale la pena recordar. Más allá de lo inmediato, una memoria abierta y un corazón sensible harán posible recuerdos valiosos, desde los que cada uno podrá dar gracias o pedir perdón. Con una buena memoria, también el presente se hará más llevadero y el futuro será afrontado con humildad, alegría y esperanza, porque sabremos vivir cada día recordando el inmenso Amor que Dios nos ofrece cada día. |
Autor: Catholic.net | Fuente: Catholic.net ¡Aquí traigo la cura para curar cualquier enfermedad! | |
El hombre no sólo es un cuerpo sano o enfermo. El hombre también es alma, espíritu. | |
- ¡Ya llegó! ¡Aquí traigo la cura para curar cualquier enfermedad! Para todo tengo remedio: para ardor de estómago, dolor de rodillas, malestar de cabeza... ¡Vengan por el remedio que han estado esperando! Gritaba el brujo del Imperio, subido sobre un amplio tronco, poblado de retoños verdes, desde donde la multitud podía verle con facilidad. Una horda de aldeanos se apiñaba a su alrededor. El vasallo, que paseaba por allí, permaneció observando la escena, por un breve espacio de tiempo. - ¡Pidan lo que necesiten! ¿Qué enfermedad les achaca? ¡Pidan, pidan! Una mujer alzó la voz: - Tengo dos años con un dolor de huesos espantoso. No hay día que no me duelan. Nada me ha podido curar... - ¡Señora! –exclamó el brujo- Aquí traigo lo que usted necesita. Tome. Hierva estas hojas y tómese dos tazas cada hora. Verá: en tres días, adiós dolores... La gente permanecía sorprendida. Otra voz sonó: - Llevo treinta días sin dormir. Cuando trato de cerrar los ojos, un ardor de estómago me hace pasar la noche en vela. Tengo hijos que mantener y en el trabajo no rindo, porque llego muy cansado... - Pero, caballero... ¡Por qué no acudió conmigo antes! Lo que usted necesita es un masaje diario con este aceite de flor silvestre. Únteselo antes de acostarse y verá que en cinco escasos días dormirá más profundo que una piedra. Parecía que el brujo tenía cura para todo y para todos, pues cientos de manos se alzaban y, en cuestión de minutos quedaban saciadas. El vasallo sintió deseos de acercarse también, para pedirle a aquel hombrecillo feo y encorvado algún remedio para su dolor de pies. Y así, de entre la gente aglutinada alrededor del brujo, cuando éste seguía con sus entregas de mercancía, un joven apuesto alzó la mano. Elevando la voz, dijo: - Si eres capaz de curarlo todo, dame algo para este mal que traigo... El brujo fijó sus ojos en el joven y los aldeanos guardaron silencio. - ¿Qué cosa te duele? – preguntó el brujo y el joven contestó: - El alma. - ¿El alma? Pero, jovencito, si yo no puedo curar esas cosas... - Entonces – agregó el joven -, ¿por qué pregonas que eres capaz de curarlo todo cuando no tienes remedio para sanar lo más importante? Y tan grande fue el enfado de aquel joven, que a punto estuvo de derribar de un puñetazo el cajón y los frascos que el viejo brujo exhibía. Una mano se lo impidió. Una mano suave que se posó sobre su hombro. - ¿Te duele el alma? Una chica de mirada pura y apacible posó su mano sobre el joven, que, al verla, respondió ruborizado: - Sí. Llevo muchos años así y no he podido encontrar quién me cure. Los aldeanos se quedaron sin habla y sin respirar. El brujo fruncía el ceño, en signo de disconformidad. Aquel chico le había dejado muy mal delante de la gente. La chica le miró a los ojos. - ¿Sufres soledad, no es así? Y como el joven asintiera con la cabeza, ella afirmó: - Lo que necesitas es orar. El brujo se burló. - Y ¿qué es orar? –preguntó el joven. - Es saber que Alguien te escucha y te comprende. Es dialogar con Alguien a quien le interesas más que cualquier otra cosa. Es sentirte querido. Y el joven, con el rostro iluminado y una leve sonrisa trazada sobre los labios, exclamaba: - ¡Eso es justamente lo que anduve buscando durante años: que alguien me hiciese caso y se preocupara por mi! El joven se alejó pegando brincos sobre su propia sombra, mientras que el brujo, delante de la atenta mirada de la multitud, recogía su tinglado para desaparecer de allí. El hombre no sólo es un cuerpo sano o enfermo. El hombre también es alma, espíritu. Hay dolores que ni la medicina ni las terapias, ni los exhaustos tratamientos pueden aniquilar. Dolores del alma, que conocemos con el nombre de soledad o tristeza. Orar, orar mucho. No hay cura más fiable que la oración. |
Autor: Catholic.net | Fuente: Catholic.net ¡Cuenta siempre con Ella! | |
María nos abraza cuando tenemos miedo, cuando no sabemos a dónde ir. | |
La tormenta arreciaba en el bosque, mientras trataba de mantener lo menos dispersas posible mis pocas ideas de orientación. Los relámpagos fotografiaban mi pavor y lo mostraban a todos los árboles que se asomaban por entre las copas vecinas para ver a aquel intruso. EL corazón aceleraba. Mi indecisión inventaba precipicios a poca distancia que destrozaban mi ánimo empequeñecido. Fue entonces, allí, que me topé con una ermita de la Virgen. Me metí sin precauciones y, encogido, esperé la aurora. Aprendí la lección. Cuando mi vida tropieza y parece que caerá sin remedio, yo La miro. Me enamoré de Ella. Cada mañana le llevo una flor a su santuario. María nos abraza cuando tenemos miedo, cuando no sabemos a dónde ir. ¡Cuenta siempre con Ella! |