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viernes, 25 de agosto de 2017
EL DOBLE AMOR
El doble amor
El Señor, nuestro Dios, es el único Señor, y lo amarás
Por: Padre Nicolás Schwizer | Fuente: Homilías del Padre Nicolás Schwizer
El Evangelio nos manifiesta la ley fundamental de nuestra vida cristiana: el amor a Dios y el amor al prójimo. Toda nuestra vida, cuando es realmente cristiana, está orientada hacia el amor. Sólo el amor hace grande y fecunda nuestra existencia y nos garantiza la salvación eterna.
Para los judíos, el primer mandamiento superaba infinitamente el segundo y se practicaba por separado de él. Tenían un sentido muy profundo de la trascendencia de Dios y de sus derechos. Jesucristo no niega el primer mandamiento, pero inquieta y rebela a sus correligionarios por la forma con que lo cumple: sirviendo al hombre.
Y si preguntamos a un cristiano ordinario: ¿Cuál es el gran mandamiento de Cristo, su mandamiento nuevo? No nos responderá: el amor a Dios. Sino que nos dirá: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Sin embargo, ese mandamiento no tiene nada de nuevo; se encuentra ya en el Antiguo Testamento.
¿En qué consiste, entonces, la novedad que Jesús imprime a estos antiguos mandamientos? Lo nuevo es que Cristo ha unido inseparablemente a estos dos mandamientos: El amor verdadero a Dios es un amor verdadero al hombre. Y todo amor auténtico al hombre es un amor auténtico a Dios.
Ésta es la gran novedad de la Encarnación. Ya no estamos divididos entre dos amores. Ya no tenemos por qué quitarle al hombre un poco de nuestro tiempo, de nuestro dinero, de nuestro corazón, para dárselo a Dios.
Dios no es un rival del hombre: Todo lo que se hace al más pequeño de los hombres, se le hace al mismo Dios. Por la Encarnación, Dios se ha hecho hombre, Dios se ha solidarizado con todos los hombres; Dios y el hombre son inseparables. La novedad del Evangelio es la divinización del hombre y la humanización de Dios.
Significa: la oración, el culto, el servicio a Dios no tienen ningún valor si no expresan y alimentan una caridad auténtica, es decir, un servicio práctico y directo al hombre. El signo en que se reconocerá que somos discípulos de Cristo es que amamos a nuestros hermanos.
Lo que pasa es que el amor a Dios separado del amor al hombre se presta a muchas ilusiones. Se puede creer en Dios y no amar a los hombres, como el sacerdote y el levita de la parábola del Buen Samaritano. O como los fariseos que creían servir a Dios cuando crucificaron a Jesús.
Recordemos también aquella palabra de San Juan: “El que dice que ama a Dios, a quien no ve, sin amar a su hermano, a quien ve, es un mentiroso” (1 Jn 4,20).
O pensemos en aquella impresionante visión del juicio final en el Evangelio de San Mateo.
El juicio final no se basará en la cantidad de nuestras comuniones, de nuestras misas dominicales, de nuestras prácticas religiosas, sino en nuestra conducta para con los hermanos. No seremos interrogados sobre lo que hemos hecho frente a Dios, sino sobre lo que hemos hecho frente a los demás.
El juez divino va a decir: “En verdad os digo que cuando lo hicisteis con uno de estos mis hermanos, conmigo lo hicisteis” (Mt 25,40).
San Agustín, en una de sus epístolas, habla muy claramente en el mismo sentido: “La caridad fraterna es la única que distingue a los hijos de Dios de los hijos del diablo. Pueden todos hacer la señal de la cruz, responder amén, hacerse bautizar, entrar en la iglesia, edificar templos. Pero los hijos de Dios sólo se distinguen de los del diablo por la caridad. Puedes tener todo lo que quieras; si te falta el amor, de nada te vale todo lo demás.”
Los primeros cristianos se llamaban sencillamente hermanos. Tenían un solo corazón y una sola alma, nos aseguran los Hechos de los Apóstoles. Hasta los paganos exclamaban: “Mirad, como se aman”. Es el elogio mayor que se puede hacer de una comunidad cristiana.
Pero no sé si los paganos de hoy pudieran decir lo mismo de todos los cristianos. Sin embargo, el milagro que necesita nuestro tiempo, el milagro para el cual nuestro mundo está abierto, es el milagro del amor y de la fraternidad de los cristianos.
Queridos hermanos, que este milagro tan anhelado no fracase por falta o culpa nuestra.
¡Qué así sea!
En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Amén.
Padre Nicolás Schwizer
Instituto de los Padres de Schoenstatt
LOS CINCO MINUTOS DE MARÍA, 24 DE AGOSTO
Los cinco minutos de María
Agosto 24
“No es vana alabanza la que se tributa a María con el título de Reina de los Apóstoles, educadores de la Iglesia naciente. Del mismo modo que con su ayuda y consejos de Madre asistió a los Apóstoles, así también debe afirmarse que otorga su asistencia hasta el fin de los tiempos a todos los herederos de su misión apostólica”, afirmó el Papa Benedicto XV.
Si eres apóstol de Cristo, por ser un cristiano comprometido, deja que ella te oriente y te acompañe en tus desvelos apostólicos y de evangelización.
Virgen María, vuelve a nosotros tus divinos ojos llenos de amor y de serena luz.
* P. Alfonso Milagro
miércoles, 23 de agosto de 2017
MARÍA, REINA DEL CIELO
María, Reina del Cielo
Sé mi guía, sé mi senda de llegada al Reino. Toca con tu suave mirada mi duro corazón.
Por: Oscar Schmidt | Fuente: www.reinadelcielo.org
Jesús, elevado en la Cruz, nos regaló una Madre para toda la eternidad. Juan, el Discípulo amado, nos representó a todos nosotros en ese momento y luego se llevó a María con él, para cuidarla por los años que restaron hasta su Asunción al Cielo.
María se transformó así no sólo en tu Madre, sino también en la Madre de nuestra propia madre terrenal, de nuestro padre, hijos, de nuestros hermanos, amigos, enemigos, ¡de todos!.
Una Madre perfecta, colocada por Dios en un sitial muchísimo más alto que el de cualquier otro fruto de la Creación. María es la mayor joya colocada en el alhajero de la Santísima Trinidad, la esperanza puesta en nosotros como punto máximo de la Creación. La criatura perfecta que se eleva sobre todas nuestras debilidades y tendencias mundanas. ¡Por eso es nuestra Madre!.
La Reina del Cielo es también el punto de unión entre la Divinidad de Dios y nuestra herencia de realeza. Nuestro legado proviene del primer paraíso, cuando como hijos auténticos del Rey Creador poseíamos pleno derecho a reinar sobre el fruto de la creación, la cual nos obedecía. Perdido ese derecho por la culpa original, obtuvimos como Embajadora a una criatura como nosotros, elevada al sitial de ser la Madre del propio Hijo de Dios.
¡Y Dios la hace Reina del Cielo, y de la tierra también!. Allí se esconde el misterio de María como la nueva Arca que nos llevará nuevamente al Palacio, a adorar el Trono del Dios Trino. María es el punto de unión entre Dios y nosotros. Por eso Ella es Embajadora, Abogada, Intercesora, Mediadora. ¿Quién mejor que Ella para comprendernos y pedir por nuestras almas a Su Hijo, el Justo Juez?. María es la prueba del infinito amor de Dios por nosotros: Dios la coloca a Ella para defendernos, sabiendo que de este modo tendremos muchas más oportunidades de salvarnos, contando con la Abogada más amorosa y misericordiosa que pueda jamás haber existido. ¿Somos realmente conscientes del regalo que nos hace Dios al darnos una Madre como Ella, que además es nuestra defensora ante Su Trono?.
Si tuvieras que elegir a alguien para que te defienda en una causa difícil, una causa en la que te va la vida. ¿A quien elegirías?.
Dios ya ha hecho la elección por ti, y vaya si ha elegido bien: tu propia Madre es Reina y Abogada, Mediadora e Intercesora.
¿Qué le pedirías a Ella, entonces?.
Reina del Cielo, sé mi guía, sé mi senda de llegada al Reino. Toca con tu suave mirada mi duro corazón, llena de esperanza mis días de oscuridad y permite que vea en ti el reflejo del fruto de tu vientre, Jesús. No dejes que Tus ojos se aparten de mi, y haz que los míos te busquen siempre a ti, ahora y en la hora de mi muerte.
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