El dogma de la Inmaculada transformó a la Iglesia
La proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción es un hecho providencial que revigorizó, a mediados del siglo XIX, a «una Iglesia exhausta y contra las cuerdas, al recordar la existencia del pecado original y la redención de Cristo».
Vincenzo Sansonetti, que ha trabajado trece años, de 1976 a 1989, en el diario «Avvenire», de la Conferencia Episcopal Italiana, relata en la entrevista los pasos más llamativos de su libro recién publicado en Italia «La Inmaculada concepción. Del dogma de Pío IX a Medjugorje») («L'immacolata concezione. Dal dogma di Pio IX a Medjugorje», Editorial, Piemme).
ROMA, miércoles, 8 diciembre 2004 (ZENIT.org).
¿Cuándo y por qué, de repente, la Santa Sede da un giro en su postura ante este misterio de fe, objeto de devoción desde los primerísimos años de la Iglesia?
Más que un giro, se puede hablar de una progresiva maduración a través de los siglos que llevó a los Papas a «acompañar», con discreción pero atención, la devoción popular y la fiesta litúrgica, ya presentes en la Iglesia desde hace siglos. Los Papas fueron como árbitros en las contiendas, a menudo ásperas, entre «maculistas» e «inmaculistas», guiados por dominicos y franciscanos.
De todos modos, queriendo señalar un punto crucial, hay que buscarlo en el exilio forzado del Papa Pío IX, obligado a huir a Gaeta, fortaleza situada en el Reino de las Dos Sicilias, para sustraerse a la feroz persecución anticatólica y antipontificia de la República Romana, liderada por el masón Giuseppe Mazzini.
El libro se abre con una escena casi cinematográfica, en una fría mañana de enero de 1849, el Papa Mastai Ferretti se asoma al balcón del palacio que le ha dado hospitalidad, y ve el mar tempestuoso. Preocupado, a su lado el cardenal Lambruschini le dice: «Su Santidad sólo curará al mundo de los males que lo oprimen... proclamando el dogma de la Inmaculada. Sólo esta definición doctrinal restablecerá el sentido de las verdades cristianas».
Pocos días después, Pío IX publica, desde Gaeta, la encíclica «Ubi Primum» en la que pide a todos los obispos del mundo que se definan sobre el dogma de la Inmaculada. El resultado será casi plebiscitario y, el 8 de diciembre de 1854, el Papa hace la solemne declaración de que «la beatísima Virgen María, desde el primer instante de su concepción, por especial gracia y privilegio de Dios y en vista de los méritos de Jesucristo, fue preservada inmune de toda mancha de pecado original».
La promulgación de este dogma se da en una época hija del Siglo de las Luces, que en Italia hará decir a Giuseppe Mazzini: «Surge una nueva época que no admite el cristianismo» y que está, como usted afirma, marcada por una cierta decadencia de la vida de la Iglesia. ¿Cree que este acontecimiento histórico y eclesial tenga alguna afinidad con lo que ha sucedido, por ejemplo, con la aparición de la Virgen de Guadalupe, y que, por tanto, haya que interpretarla como la respuesta de la Gracia a una situación humana sin salida?
La aparición de Guadalupe, en México, completa, en el siglo XVI, la evangelización de América Latina. La proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción devuelve vigor, a mediados del siglo XIX, a una Iglesia exhausta y contra las cuerdas, recordando la existencia del pecado original y la Redención de Cristo.
Son hechos providenciales, que corresponden a un misterioso designio divino. Y es sorprendente que cuatro años después de la proclamación del dogma, el 11 de febrero de 1858, Nuestra Señora se aparezca en Lourdes llamándose a sí misma la Inmaculada Concepción, confirmando el dogma.
Podía haberlo hecho antes (ha habido decenas, si no centenares, de apariciones marianas que han precedido a Lourdes), pero la Virgen respeta el camino humano, los pasos de la Iglesia. Y se definió «La Inmaculada» sólo «después» de la Bula de Pío IX, de 8 de diciembre de 1854.
¿Nos puede contar algo sobre los acontecimientos sobrenaturales que los cronistas del tiempo escribieron respecto a la promulgación de la Bula «Ineffabilis Deus»?
La mañana del 8 de diciembre de 1854, en la basílica de San Pedro del Vaticano, en el momento de la lectura de la Bula «Ineffabilis Deus», sobre Pio IX cayó un rayo de luz. Fenómeno sorprendente, porque en ninguna estación, y mucho menos en vísperas del invierno, desde ninguna ventana de la Basílica Vaticana, podía llegar un rayo de luz al ábside donde se encontraba el Papa. Fue visto como una especie de aprobación celeste, el auspicio de un gozoso porvenir en medio de la atormentada vida de la Iglesia del momento.
Unos meses después, el 12 de abril de 1855, el mismo Pío IX visitaba el Colegio de «Propaganda Fide», en Roma. De repente el pavimento se abrió. En ese instante, el Papa gritó: «¡Virgen Inmaculada, ayúdanos!». Todos quedaron ilesos de milagro. Durante un siglo, en aquel Colegio, siguió la costumbre entre los alumnos, en el momento de romper la fila, de repetir la jaculatoria «¡Virgen Inmaculada, ayúdanos!».
En la «Ineffabilis Deus», Pio IX , al declarar la doctrina de la Inmaculada Concepción, afirma que está destinada «...a la exaltación de la fe católica y al incremento de la religión cristiana...». ¿Cuáles fueron los beneficios obtenidos con la definición?
Fue otro Papa quien describió los beneficios para la vida de la Iglesia: san Pío X, en la encíclica «Ad diem illum laetissimum», publicada en 1904, a los cincuenta años de la proclamación del dogma.
Además de «los dones ocultos de gracias» concedidos por Dios a la Iglesia por intercesión de María, el Papa Sarto recuerda: la convocatoria del Concilio Vaticano I, en 1870, con la definición dogmática de la infalibilidad pontificia; el «nuevo y nunca visto fervor de piedad con el que los fieles de toda clase y nación afluyen, desde hace tiempo, a venerar al vicario de Cristo»; la «longevidad del pontificado de Pío IX y de León XIII, sapientísimos pilotos de la Iglesia»; las «apariciones de la Inmaculada en Lourdes y el florecimiento de milagros y de piedad».
Volvieron a florecer las misiones, la caridad, la cultura, retornó la presencia y la visibilidad de los católicos en la vida social. Un ejemplo sorprendente: el día de la Asunción de 1895, tras el valiente ejemplo de los católicos de Roubaix, en junio, se reanudan en toda Francia las procesiones eucarísticas que habían sido prohibidas.
Durante la visita de Juan Pablo II este año a Lourdes, el día de la Asunción, el portavoz papal, Joaquín Navarro-Valls, afirmó: «El Papa ha venido para pedir una curación no sólo de una enfermedad física, sino de la enfermedad más grave que atenaza al mundo moderno: el olvido del pecado original».
En realidad, Juan Pablo II, con su recuerdo del pecado original, no ha hecho otra cosa que repetir algo ya claro a finales del siglo XIX, el siglo de Pío IX y del dogma de la Inmaculada. Y por añadidura, en ambientes que ciertamente no eran clericales.
Ya el poeta Baudelaire, que no era por cierto un adulador, a finales del siglo XIX, afirmaba: «¡La más grande herejía de nuestro tiempo es la negación del pecado original!». Esta herejía sigue en pie todavía, y actúa. Pensemos en la cruzada contra el ex ministro italiano Rocco Buttiglione, católico, obligado a renunciar a su candidatura a comisario europeo para la Justicia y las Libertades, por haber usado la palabra «pecado», durante una audición.
Se niega el pecado y el pecado original porque se quiere afirmar una idea de hombre totalmente liberado de una dependencia sobrenatural, de un Creador, un hombre que no reconoce sus límites y se pone en el lugar de Dios.
Pero el hombre, libre de esta ligazón, sin una referencia religiosa, se convierte en tirano de sí mismo, presa de utopías y totalitarismos. De un hombre sin Dios nacen el nazismo, el comunismo, y el terrorismo actual que usa la palabra «dios» para sus fines sanguinarios.
La Inmaculada, con su sonrisa dulce y benévola, tal como ha sido representada pictóricamente, ha aplastado la cabeza de la serpiente y nos conduce de la mano hacia el Paraíso, hacia la condición inmaculada que es su privilegio, aunque prometido a todos nosotros.