Es un momento históricamente muy significativo en el que nuestra mente y nuestro corazón buscan penetrar el misterio de la encarnación del Verbo, una verdad de fe que todavía nos parece difícil de aceptar con nuestra pobre inteligencia humana.
En el misterio de la Encarnación de Cristo se unen los dos elementos, lo investigable y lo ininvestigable, la ciencia y el misterio.Tenemos que hacer violencia a nuestra mente para descubrir en el misterio del desarrollo de un embrión humano al Verbo de Dios que se hace hombre.
Apenas hoy, 2000 años después del nacimiento de Cristo, estamos en condiciones de describir todas las etapas del proceso del desarrollo del embrión, pero seguimos echando mano de la fe para comprender que el Dios que da la vida, el Creador, el Señor de todas las cosas, la Segunda Persona de la Santísima Trinidad, el Verbo de la misma naturaleza del Padre(1),estuvo presente en todas y cada una de las fases del desarrollo embrionario. Ese y sólo ese es el significado profundo de la frase evangélica: "El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros".(2)
Hace dos mil años, un óvulo fue fecundado prodigiosamente por la acción sobrenatural de Dios.
¡Qué hermosa expresión: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y el poder del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el que ha de nacer será santo y será llamado Hijo de Dios"!.(3) Así, de esa maravillosa unión, resultó un zigoto con una dotación cromosómica propia. Pero en ese zigoto estaba el Verbo de Dios. En ese zigoto se encontraba la salvación de los hombres.
Unos siete días después, se produjo el adosamiento del blastocito en la mucosa del endometrio y Dios se redujo a la nada que es un embrión humano. Pero ese embrión era el Hijo de Dios y en Él estaba la salvación de los hombres.
Ese huevo alecítico se fue desarrollando paulatinamente y, a medida que progresaba la segmentación del huevo, iniciaron su diferenciación y crecimiento los esbozos de tejidos, órganos y aparatos embrionarios. Y ese huevo alecítico era el Hijo de Dios, la Segunda Persona de la Trinidad, y en Él estaba la salvación de los hombres, de todos los hombres, de cada ser humano(4).
Y, todavía en el primer mes del embarazo, cuando el feto medía ya de 0,8 a 1,5 centímetros, el corazón de Dios comenzó a latir con la fuerza del corazón de María, y comenzó a utilizar el cordón umbilical para alimentarse de su Madre, la Virgen Inmaculada.
El Verbo de Dios era absolutamente dependiente de un ser humano, pero poseía una total autonomía genética.
Todavía tendrían que trascurrir nueve meses en los que el Verbo de Dios flotó en el líquido amniótico, dentro de la placenta que le protegía del frío y del calor y le daba alimento y oxígeno, antes de nacer en Belén y ver el primer rostro humano, seguramente el de su Madre, con unos ojos recién abiertos.
Así fue como Jesucristo, llegó a ser el primogénito de toda criatura(5), el nuevo Adán de la nueva creación.
El Hijo de Dios redimió la creación desde la obra más maravillosa de ella, el ser humano. La redención del hombre comenzó desde un estado embrionario. Por eso, el médico católico debe pasar por esta lente para comprender su misión: el Hijo de Dios fue un zigoto, un embrión y un feto, antes de juguetear por las calles de Nazaret, predicar en las orillas del mar de Galilea, o morir crucificado en las afueras de Jerusalén. El Hijo de Dios asumió completamente y, sin rebajas, la vocación de ser hombre.
Medicina y creación
La ciencia en el siglo XX ha cumplido grandes adelantos. Ha logrado individuar prácticamente todo el código genético humano, ha roto el misterio del origen de la vida y ha penetrado profundamente en el proceso de la concepción. Sin embargo, tiene todavía una asignatura pendiente: el estudio del hombre en cuanto hombre, en toda su hondura.
No el hombre como biología, ni el hombre como psicología, sino la esencia humana, el hombre en su profundidad: sus ideales, sus miedos más inconfesables, sus motivaciones, sus preguntas y sus respuestas, sus convicciones, su afectividad, su capacidad de superación, sus decepciones, su amor y su dolor.
Se puede decir que la ciencia se queda a las puertas del espíritu humano como ante un campo extraño en el que es imposible penetrar.
Pero hay una persuasión en el científico que se acerca con honradez al estudio del hombre: no todo termina en la genética, ni en la psicología, ni en la psiquiatría. Hay un espíritu que supera biología, física, química y matemáticas, que llama la atención, el mismo espíritu que hace posible toda investigación.
El hombre es una unidad psicosomática, soma y psique. Desde el estado embrionario encierra un misterio y una dignidad especial, la del ser espiritual. Y la medicina no se puede olvidar de esto.
Hoy, cuando vemos a seres humanos vivos usados como material de laboratorio o desechados en la forma de embriones congelados, cuando vemos a enfermos terminales aislados en salas equipadas con los últimos adelantos de la técnica, pero abandonados del afecto y la cercanía de los suyos, viene a la mente una pregunta: ¿no se está olvidando la ciencia de lo más profundo del hombre y no está simplemente despreciando aquello que se escapa de su campo de estudio?
El misterio del hombre es el misterio de un ser que es ciudadano de dos mundos.
¿Animal? sí. ¿Biológico? sí. Pero dotado de un espíritu inasible, insondable. Hijo de Dios, hermano de Jesucristo. Un ser que es social por naturaleza y que necesita de la presencia humana de los suyos para no sentirse extraño en su medio ambiente. Criatura imperfecta que sufre el dolor, pero criatura redimida por Cristo.
Las Unidades de Cuidados Intensivos donde tantos pacientes se debaten entre la vida y la muerte, han sido ocupadas por la técnica, y sea bienvenida, dejando fuera la presencia confortadora de la familia o el solícito apoyo espiritual del sacerdote. La técnica parece haber vencido sobre las consideraciones espirituales del ser humano, cuando realmente es necesaria la complementariedad: ¿técnica? sí; pero sin olvidar esa dimensión íntima del espíritu humano que se sigue escapando de las manos de la ciencia médica: "Sabed que el ser humano sobrepasa infinitamente al ser humano".(6) ¡Qué trágico ha de ser para un pediatra ver que de sus manos expertas, se escapa la vida del hijo!.
Frecuentemente da la impresión de que en el enfermo no se ve a una persona humana, sino a un individuo biológico; algo muy explicable dada la tecnificación del tratamiento médico, pero algo que no responde a la naturaleza humana del enfermo, persona que sufre, porque "el enfermo quiere sentir que la enfermedad es comprendida como un acontecimiento vital, y la sanación como un acto que ayuda a la vida, no como la mera reparación del defecto de una máquina. Pero a su vez, esto resulta imposible sin una determinada actitud ética, es decir, sin el profundo respeto a la vida y sin la correspondiente simpatía hacia ella. Acentuar todo esto no es sentimentalismo, antes al contrario, pertenece a la esencia de la actitud sanitaria".(7)
El hombre debe ejercer el dominio de la creación que Dios le ha encomendado,8 pero el dominio de la creación comienza por el dominio de sí mismo. El médico es seguramente alguien que vive con más claridad esta lucha por dominar la creación en la esfera de la vida y ponerla al servicio del hombre. Desde la investigación o las curas, él está luchando por captar en su profundidad los comportamientos de la naturaleza y orientarlos hacia el bien del ser humano, hacia la conservación de la vida. Pero no debe olvidar que esto lo debe hacer a partir de sí mismo, de las moléculas de su propio ser, desde sus propios dolores y ansiedades, desde sus temores y sus deseos de amar y ser amado, desde su vida y, sobre todo, desde su espíritu. El médico ve en sí mismo al hombre que atiende, experimenta en sí mismo lo que experimentan sus enfermos, y de ahí debe nacer una compasión y una cercanía humana muy especial con el que sufre, con el que recurre a él.
La medicina a la luz del misterio del dolor
Esta reflexión nos introduce en un misterio más al que se enfrenta la medicina en este fin de siglo: el misterio del dolor. El hombre de este siglo XXI está enemistado con el dolor. Lo quiere erradicar a toda costa de su vida, pero ha comenzado a darse cuenta de que es imposible. El hedonismo nos ha llevado a buscar la salud perfecta, la eterna juventud, la plenitud de fuerzas prolongada el mayor tiempo posible. Y en medio de ese proyecto, la aparición de la enfermedad, del dolor, de la desolación, se convierte en algo amargo, inaceptable.
¿Dónde queda esa pretensión de perfección cuando el ser humano se encuentra ante enfermedades todavía incurables, como el SIDA? ¿Dónde queda la técnica cuando no tenemos a mano la píldora del remedio inmediato? ¿Dónde se sitúa la ciencia ante la ineludible realidad de la muerte? ¿Por qué el genio humano no ha podido todavía arrojar de su vida el lastre de la cruz?
La vida humana está llena de cruces que no nos podemos sacudir, miles de cruces que nos tocan de lejos o de cerca. Hay muchos dolores humanos que no encuentran remedio médico. Ante este problema, ¿qué actitud se puede tomar? ¿la del masoquista que se complace en el dolor? No, la del ser humano redimido por Cristo que ve en el dolor un camino de amor, la de Cristo ante la cruz.
"El dolor y la enfermedad forman parte del misterio del hombre en la tierra.
Ciertamente, es justo luchar contra la enfermedad, porque la salud es un don de Dios. Pero es importante también saber leer el designio de Dios cuando el sufrimiento llama a nuestra puerta".(9)
Jesús no era un masoquista, pero amó el dolor que rechazaba.(10) Ahí está la base de la aceptación del dolor. Ahí está su enseñanza: "El que quiera venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame".(11) Para ir en pos de Cristo hay que negarse a sí mismo y tomar esta cruz. "Los cristianos tienen que imitar los sufrimientos de Cristo, y no tratar de alcanzar los placeres. Se conforta a un pusilánime cuando se le dice: Aguarda las tentaciones de este siglo, que de todas ellas te librará el Señor, si tu corazón no se aparta lejos de él.
Porque precisamente para fortalecer tu corazón vino él a sufrir, vino él a morir, a ser escupido y coronado de espinas, a escuchar oprobios, a ser, por último, clavado en una cruz. Todo esto lo hizo él por ti, mientras que tú no has sido capaz de hacer nada, no ya por él, sino por ti mismo".(12) "Desde hace dos mil años, desde el día de la pasión, la cruz brilla como suprema manifestación del amor que Dios siente por nosotros. Quien sabe acogerla en su vida, experimenta cómo el dolor, iluminado por la fe, se transforma en fuente de esperanza y salvación".(13)
El signo de los discípulos de Cristo es esta aceptación generosa del sufrimiento, algo absurdo para el hombre de hoy y de siempre, una necedad,(14) quizás porque, como dice San Pablo, "el hombre naturalmente no capta las cosas del Espíritu de Dios; son necedad para él. Y no las puede conocer pues sólo espiritualmente pueden ser juzgadas".(15) Y volvemos a la realidad del espíritu del hombre, algo que supera el alcance de la ciencia.
San Basilio señalaba que: "A menudo, sin embargo, las enfermedades son castigos por los pecados, enviadas para nuestra conversión. El Señor, está escrito, castiga al que ama.(16) Y más aún: "Por eso hay entre vosotros muchos enfermos y muchos débiles, y mueren no pocos. Si nos juzgásemos a nosotros mismos, no seríamos castigados. Mas, al ser castigados, somos corregidos por el Señor, para que no seamos condenados con el mundo".(17)
Por ello, si nos encontramos en condiciones similares, habiendo reconocido nuestras culpas y abandonado el uso de la medicina, debemos soportar en silencio esas penas, de acuerdo a aquél que dice: "La cólera de Yahveh soportaré, ya que he pecado contra él"(18); y debemos también enmendarnos, hasta comer los dignos frutos de la penitencia, recordando de nuevo al Señor que dice: «Mira, estás curado; no peques más, para que no te suceda algo peor»(19y20).
La enfermedad es, también, entonces, camino de conversión.
Su Santidad Juan Pablo II es un maestro del significado del dolor, que nos ha enseñado a encontrar el sentido de este misterio que atenaza al hombre. Él es un Papa muy cercano al sufrimiento humano. Se identifica fácilmente con el dolor de los enfermos, comparte la desgracia ajena, se interesa por todo aquello en lo que el hombre aparece agredido física o espiritualmente.
Todavía recuerdo, por ejemplo, el momento en que en una visita apostólica a Brasil, un niño de las favelas rompió el cordón de seguridad y se acercó al Santo Padre para pedirle una limosna. El Papa se quitó su anillo y se lo dio. Detrás de este gesto se descubre el corazón de un hombre compasivo cercano al dolor ajeno.
Viendo a Juan Pablo II se puede afirmar aquella frase de San Pablo: "Completo en mi carne lo que falta a las tribulaciones de Cristo, en favor de su Cuerpo, que es la Iglesia".(21) Precisamente, con este pensamiento comienza el Papa su carta apostólica Salvifici Doloris. En ella recoge sus profundas reflexiones sobre el sentido del sufrimiento humano unido a la cruz de Jesucristo.
El sufrimiento, según el profundo pensamiento del Papa Juan Pablo II, es "verdaderamente sobrenatural y a la vez humano. Es sobrenatural, porque se arraiga en el misterio divino de la redención del mundo, y es también profundamente humano, porque en él, el hombre se encuentra a sí mismo, su propia humanidad, su propia dignidad y su propia misión".(22)
El dolor es el momento profundo en que el ser humano se encuentra consigo mismo.
Los que han trabajado en la pastoral de la salud saben la verdad tan dramática que se encuentra detrás de esta afirmación. El dolor es un momento en que el hombre se presenta cara a cara ante sí mismo, sin tapujos, sin atenuaciones, sin falseamientos.
El Papa ha dicho también que el dolor es una prueba,(23) una prueba que evidencia el amor, que hace presente el amor de Dios en el mundo. El sufrimiento humano es muchas veces una expresión de amor. El dolor por el ser querido que ya no está junto a nosotros es un modo nuevo de expresarle nuestro amor. El mismo amor que antes se evidenciaba en caricias o abrazos, ahora se hace dolor por la ausencia.
Amor y dolor forman un binomio que va estrechamente unido en nuestra fe cristiana.
Amor y dolor son realidades que se implican, que viven estrechamente unidas en la imaginería cristiana que llena nuestras iglesias, nuestro templos, y en lo más profundo del corazón de los cristianos. Amor hacho dolor y dolor siempre vivido en el amor, siguiendo el ejemplo de Cristo.
El dolor sin amor sólo engendra amargura y desesperación, rebeldía y desesperanza. El amor sin dolor es frágil, superficial, incompleto, antojadizo. La cultura en la que vivimos inmersos promete la felicidad en esta vida y se presenta como al alcance de la mano, algo fácil de construir sin demasiado esfuerzo, pero los seres humanos sabemos por experiencia que la felicidad en el amor requiere de la donación personal sacrificada. El dolor puede ser un camino hacia el amor y al amor auténtico y completo sólo se llega por el dolor de la abnegación personal de sí mismo en favor del otro.
El dolor es también un camino de esperanza gracias a la Resurrección de Jesucristo. Eso es lo que refleja el rostro de la Piedad de Miguel Ángel: hay un dolor por su Hijo muerto y, al mismo tiempo, una serena esperanza confiada en que no todo acaba ahí. Hay un después. El dolor no es el fin de la existencia humana, sino un paso, una Pascua hacia la salvación. El dolor es salvífico.
El dolor vivido con sentido de eternidad es un signo de esperanza para el mundo de hoy. Igual que el "Buen Ladrón" del Evangelio se conmueve y se convierte al contemplar el sufrimiento de Jesucristo,(24) así, la respuesta cristiana ante el sufrimiento humano es seguramente uno de los más grandes signos de credibilidad del Evangelio.
Aceptar el dolor y servir al que sufre son los grandes mensajes del cristianismo actual a un mundo insolidario que muchas veces desprecia al que sufre. El dolor vivido en el sacrificio por el otro es el signo del discípulo de Cristo: "Celebrar la Eucaristía comiendo su carne y bebiendo su sangre significa aceptar la lógica de la cruz y del servicio. Es decir, significa estar dispuestos a sacrificarse por los demás, como hizo Él".(25)
El Papa Juan Pablo II ve su sufrimiento como un servicio a la Iglesia.
Sufrir es servir, dice en la Carta Apostólica Salvifici Doloris.(26) Es completar el sacrificio de Jesucristo en favor de la Iglesia. El Papa ve su sufrimiento como un modo de vivir su identidad de "Siervo de los siervos de Dios". Un hombre que tiene como vocación el no vivir para sí mismo, sino para los demás.
La medicina a la luz del misterio del amor.
Este último pensamiento nos introduce en la clave de bóveda de la profesión médica, de hoy y de siempre: el amor por el hombre. La medicina no es una ciencia teórica que simplemente enuncia leyes y teorías siguiendo el método empírico-teórico. Es algo más, es una ciencia puesta al servicio del hombre en lo más valioso que tiene, en la vida, porque es la base de los demás dones.
La medicina es una ciencia que se hace servicio y el servicio es la palabra más exacta para definir la actitud de Cristo hacia el hombre durante su vida entre nosotros: servir y dar su vida en rescate por muchos.(27) El médico, la enfermera, el agente sanitario, también es alguien que sirve y da su vida por muchos hombres. Desde sus estudios, el médico, la enfermera, el agente sanitario, ponen su vida al servicio de los demás en el sacrificio de sí mismos. ¡Cuántos desvelos por el enfermo, cuántas horas de entrega, cuántas privaciones, cuántos sacrificios hechos por amor en la atención al prójimo que sufre!.
La medicina es amor que pone remedio al dolor.
Es misericordia, acercamiento amoroso al enfermo, que es visto como prójimo que sufre. Es técnica que estudia para remediar el dolor. Es ciencia que se aproxima al ser humano, pecador, pero hijo amadísimo de Dios. La medicina es una disciplina que descubre en el hombre su elevada dignidad y se dirige a Dios como referencia última de esa dignidad que sobrepasa los límites de su conocimiento: "¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella.
Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno".(28) El enfermo no es sólo el objeto de estudio de la medicina, sino el prójimo al que se sirve con la entrega generosa de la propia vida y con la admiración de quien sabe que se encuentra ante un ser que encierra una dignidad y un misterio: la dignidad de hijo de Dios y el misterio de la inhabitación trinitaria.
En este sentido, la ciencia médica es un don de Dios que permite al hombre redimir uno de los efectos más visibles que el pecado ha dejado en su naturaleza: la enfermedad. San Basilio lo explicaba con un lenguaje que nos resulta muy elocuente en su sencillez:
"En efecto, cuando nuestro cuerpo yace enfermo, abatido por las enfermedades o por molestias de diversa naturaleza, ya sea por causas externas, o internas, por causa de los alimentos ingeridos y sufre ora por el exceso, ora por la carencia, entonces Dios, moderador de nuestra existencia nos ha concedido el don de la ciencia médica, gracias a la cual se redimensionalo superfluo y se acrecienta lo que se encuentra en proporciones muy reducidas. De hecho, del mismo modo que, si nos encontrásemos en el Paraíso, no tendríamos de ningún modo necesidad ni de conocer ni de practicar la agricultura, de la misma manera, si fuésemos inmunes a las enfermedades, como antes de la caída, no haría falta la ayuda de ninguna medicina para curarnos. Sin embargo, después de haber sido expulsados de aquel lugar y después de haber oído: "Con el sudor de tu rostro comerás el pan",(29) habiendo gastado muchos esfuerzos para cultivar la tierra, hemos inventado el arte de la agricultura para mitigar los dañinos efectos de la maldición divina, mientras Dios mismo favorecía en nosotros la inteligencia y el conocimiento de aquel arte.
Pues bien, del mismo modo, dado que nos ha sido ordenado volver a la misma tierra de la cual habíamos sido formados y estamos ligados a nuestra dolorosa carne, destinada a la muerte a causa del pecado y sujeta por ello a las enfermedades, se nos ha ofrecido también la ayuda de la medicina, para que en ciertas ocasiones y en cierta medida, los enfermos pudieran curarse.
Así, no es casual que hayan germinado en la tierra las plantas destinadas a curar cada enfermedad; es más, han sido suscitadas por la voluntad del Creador, para que atenuasen nuestros males. Precisamente, por este motivo, aquella eficacia curativa natural escondida en las raíces, en las flores, en las hojas, en los frutos, en los jugos así como todo aquello que los metales o el mar tienen de terapéutico, en nada se diferencia de los elementos análogos descubiertos en los alimentos o en las bebidas.
Los cristianos deben preocuparse de servirse de la medicina, cuando sea necesario, en tal modo que no atribuyan a ella todas las causas de su buena o mala salud, sino de usar los medios que ella nos ofrece para dar gloria a Dios...
De todas formas, y ciertamente no por el hecho de que algunos utilicen neciamente la medicina, tenemos que renunciar a su utilidad. En efecto, no porque ciertos intemperantes, practicando el arte de la cocina o de la repostería o de la moda, abusan en la concepción de cosas voluptuosas, sobrepasando los límites de la necesidad; por esto todas las artes deben ser rechazadas por nosotros...
Se nos da el beneficio de la buena salud, ya sea por medio del vino mezclado con aceite,30 como en el caso de aquél que se encontró con los ladrones, ya sea por medio de los higos, como en Ezequías.(31 y 32)
El médico y el agente sanitario colaboran en la lucha contra los efectos del pecado, última causa de la enfermedad. Los médicos saben lo que significa ese rescate de nuestro cuerpo (33) del que habla San Pablo. Su lucha contra el mal biológico es un signo del amor de Dios que sigue reconquistando la creación por medio del hombre.
El agente sanitario usa los dones de Dios para servir a sus hermanos.
Si el hombre, todo hombre, puede colaborar con Dios en su acción salvífica; por la medicina, lucha contra el desorden que ha dejado el pecado en el mundo. Médicos y agentes sanitarios, sean signos de este amor de Dios hacia el hombre. Sean hombres y mujeres que ponen su vida al servicio del hombre combatiendo el mal y venciéndolo con el bien.
Sean instrumentos de la misericordia de Dios, sean presencia del amor redentor de Cristo que acoge y cura. No dejen que su vocación se pierda en un pragmatismo frío y distante que no ve más allá de unas técnicas y unas leyes naturales. El médico, el agente sanitario, puede ser un signo del amor de Dios entre los hombres, sus hermanos, el que pone su corazón enmedio de las miserias humanas. Eso es la misericordia, la debilidad de Dios y nuestra fortaleza.
En dos mil años, el ser humano ha aprendido muchas cosas.
Ha establecido una relación más profunda con la realidad que lo rodea. Se puede decir que ahora conoce con mayor exactitud el mundo creado, desde el macrocosmos hasta el microcosmos. Ha descubierto las leyes que rigen la vida y las causas de la enfermedad, lejos ya de las antiguas conjeturas sin base científica.
En los últimos siglos ha dado pasos de gigante en la penetración de los grandes procesos de la vida humana. Precisamente por eso, ahora que conocemos más al hombre, ahora que la medicina ha penetrado mejor el secreto de la transmisión de la vida, ahora que avanzamos en la técnica y en la ciencia médica, avancemos también en el mayor respeto de este maravilloso don de Dios.
De nada valdría todo el esfuerzo científico si este no se tradujese en un servicio más completo hacia cada ser humano en el respeto de su integridad y en la piadosa consideración de la riqueza espiritual que se nos manifiesta en sus obras y, sin embargo, se nos escapa de nuestros instrumentos de estudio. Respetemos al hombre, amemos al hombre, protejamos su misterio, su espiritualidad.
Cerremos estas ideas refiriéndonos a María Santísima, la Madre que dio su sí generoso para la Encarnación del Verbo (34), y que acompañó en el Calvario a Cristo herido,(35) cubierto de llagas, maltratado, con la sed de los moribundos(36).
La realidad del Calvario es la que se vive en muchas urgencias. María acompaña al herido sangrante y amoratado en una escena que puede llevar consuelo a las salas de urgencias. Está él, y desde su cruz de herido terminal, mira a su Madre de la que recibe consuelo. Por eso, los cristianos, cuando nos sentimos agobiados por el dolor, hemos aprendido de Cristo a buscar refugio en los brazos de María, como el niño que se encuentra ante algún peligro y corre al seno de su madre para desahogarse en llanto. Que Ella, consoladora de los afligidos, auxilio de los enfermos, nos acompañe y nos ayude a investigar todo lo investigable y a venerar silenciosa y humildemente lo ininvestigable.