martes, 4 de octubre de 2016

LA GARDENIA BLANCA


La gardenia blanca



Todos los años en el día de mi cumpleaños a partir de las doce, alguien me enviaba anónimamente una gardenia blanca a mi casa. Nunca venía acompañada de una tarjeta o una nota, y las llamadas a la floristería resultaban inútiles porque la adquisición siempre era en efectivo.

Después de un tiempo, renuncié a tratar de descubrir la identidad del desconocido. Sólo me deleitaba con la belleza y el perfume de aquella mágica flor, anidada en un papel de seda rosado. Pero nunca dejé de imaginar quién podría ser el remitente.  Pasaba algunos de mis momentos más felices soñando despierta con alguien maravilloso y emocionante, pero demasiado tímido o excéntrico como para revelar su identidad.

Durante mi adolescencia, me divertía especulando con que el remitente podría ser un muchacho del que estaba enamorada, o incluso alguien a quien no conocía y que se había fijado en mí.

Mi madre a menudo participaba en mis especulaciones.  Me preguntaba si había alguien con quien hubiera tenido una bondad especial, que me manifestara anónimamente su gratitud.  Me recordaba aquellas ocasiones cuando yo paseaba en mi bicicleta y la vecina llegaba con el auto lleno de comestibles y de niños.  La ayudaba y me aseguraba de que los niños no corrieran hacia la calle.  O quizás el anciano que vivía del otro lado de la calle, pues yo le llevaba el correo para que no se aventurara a bajar los escalones.

Mi madre se esforzaba por estimular mi imaginación, deseaba que sus hijos fuesen creativos y también que se sientan apreciados y amados.

Cuando tenía 17 años un muchacho rompió mi corazón; la noche que me llamó por última vez, me dormí llorando.  Cuando me levanté a la mañana siguiente, había un mensaje sobre el espejo escrito con lápiz de labios: "Debes saber que cuando los semidioses parten, llegan los dioses"... Limpié el espejo y mi madre supo que nuevamente estaba bien.  Pero había heridas que ella no podía sanar.

Un mes antes de mi graduación, mi padre murió de un infarto.  Mis sentimientos oscilaban entre el simple dolor y el abandono, el temor, la desconfianza y una inmensa ira por la ausencia de mi padre.  Perdí interés en mis clases e incluso en la fiesta de graduación.

El día antes de la muerte de mi padre, fuimos a comprar un vestido para la fiesta y encontramos uno espectacular.  Pero al morir, mi padre, al día siguiente, me olvidé.  Mi madre no lo olvidó... Y el vestido me esperaba en el sofá de la sala.  A mi madre le importaba mucho cómo sentíamos, debíamos ser como la gardenia: bellos, fuertes, perfectos y con algo de magia y misterio.

Mi madre murió cuando yo tenía 22 años, sólo 10 días después de mi boda.  Aquel año dejaron de llegar las gardenias.

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